Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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– Mi padre va a los clubes de orgías. Prefiere ir solo. Dice que no tiene ganas de salir en plan marujeo… Pero se llevan bien. No se pelean nunca, ¡siempre se están riendo!

– Pero entonces ¿nadie se ocupa de ti? -dijo Zoé, que no estaba segura de haberlo entendido.

– Me cuido solo. Venga, bebe, Zoé, no bebes nada…

Zoé, con el corazón en la garganta, enseñó su vaso vacío.

– Pero bueno, ¡sí que bebes deprisa!-dijo Paul llenando de nuevo su vaso-. ¿Eres capaz de dejar el culo seco?

Zoé le miró, aterrorizada. ¿Era un juego nuevo, eso del culo seco?

– Eso no es cosa de chicas -respondió, para recuperar un poco de aplomo.

– ¡Depende de cuáles! -dijo Paul.

– ¡Yo si quieres te dejo el culo seco! -fanfarroneó Domitille.

– ¡El culo seco y el matojo húmedo!

Domitille se retorció lanzando una risita idiota.

Pero ¿de qué están hablando?, se preguntó Zoé. Todos parecían estar al corriente de algo que ella ignoraba completamente. Era como si hubiese estado enferma y hubiera faltado a clase. No volveré nunca a este trastero. Prefiero quedarme sola en casa. Con Papatabla. Sintió ganas de subir a su casa. Buscó en la oscuridad el bote del hielo, tanteó hasta encontrarlo y preparó una excusa para explicar su partida. No quería pasar por una idiota o por una cortada.

Fue ése el momento que eligió Gaétan para pasar su brazo sobre los hombros de Zoé y atraerla hacia sí. Le dio un beso en el pelo, y frotó la nariz contra su frente.

Ella se sintió blanda, débil, sus senos se hincharon, sus piernas se alargaron, soltó una risita ahogada de mujer feliz, y apoyó la cabeza sobre el hombro del chico.

* * *

Hortense se lo contó todo a Gary.

Había llamado a su casa, a las dos de la mañana, cubierta de sangre. Él había exclamado, muy sobrio, un Oh! My God! y la había hecho entrar.

Mientras él le desinfectaba la cara con agua oxigenada y un trapo -lo siento, cariño, no tengo ni kleenex ni algodón, sólo soy un chico-, ella le contó la trampa en la que había caído.

– … Y no me digas «te lo había dicho», porque es demasiado tarde ¡y eso me haría gritar de rabia y me dolería más!

Él la curaba con gestos precisos y suaves, milímetro a milímetro, ella le contemplaba, tranquila y emocionada.

– Cada día eres más guapo, Gary.

– ¡No te muevas!

Ella lanzó un largo suspiro y ahogó un grito de dolor. Él le había tocado el labio superior.

– ¿Crees que voy a quedar desfigurada?

– No. Es superficial. Se verá unos días, después bajará la hinchazón y cicatrizará… Las heridas no son profundas.

– ¿Desde cuándo eres médico?

– Hice varios cursos de socorrismo en Francia. Acuérdate… y mi madre insistió para que siguiese haciéndolos aquí.

– Yo me salté esos cursos.

– Lo olvidaba: ¡tu destino no es ocuparte de los demás!

– ¡Exacto! Me concentro en mí misma… y tengo trabajo: ¡ésta es la prueba!

Señaló su rostro con el dedo y se puso seria. Le dolía sonreír.

Él la había instalado sobre una silla en el gran salón. Ella veía el piano, las partituras abiertas, un metrónomo, un lápiz, un cuaderno de solfeo. Había libros por todos lados, colocados del revés, abiertos, sobre una mesa, en el borde de una ventana, en un sofá.

– Tengo que hablar con tu madre para que me ayude. Si no hay represalias, volverán a hacerlo. En todo caso ¡no vuelvo a poner los pies en mi casa!

Ella le lanzó una mirada de súplica que le imploraba por favor que la alojara y él asintió, impotente.

– Puedes quedarte aquí…, y mañana hablamos con mi madre…

– ¿Puedo dormir contigo esta noche?

– ¡Hortense! No te pases…

– No. Si no, voy a tener pesadillas…

– Bueno, pero sólo por esta noche… ¡y te quedas en tu esquina de la cama!

– ¡Prometido! ¡No te violaré!

– Sabes bien que no es eso…

– De acuerdo, de acuerdo.

Él se incorporó. Consideró su rostro seriamente. Dio unos cuantos retoques más a su trabajo. Ella hizo una mueca.

– Los pechos no los toco. Puedes hacerlo sola…

Le tendió el frasco y el trapo. Ella se levantó, fue a colocarse delante del espejo sobre la chimenea y se desinfectó las heridas, una por una.

– Mañana me pondré gafas negras y un jersey de cuello vuelto.

– No tienes más que decir que te han pegado en el metro.

– Y pillaré por banda a esa zorra para decirle dos palabras.

– En mi opinión, no volverá a la escuela…

– ¿Tú crees?

Fueron a acostarse. Hortense se instaló en una esquina de la cama. Gary, en la opuesta. Ella se quedó con los ojos abiertos y esperó a que la invadiese el sueño. Si los cerraba, reviviría toda la escena y no le hacía mucha gracia. Escuchaba la respiración irregular de Gary. Permanecieron un buen rato espiándose, después Hortense sintió un largo brazo posarse sobre ella y escuchó a Gary decirle:

– No te preocupes. Estoy aquí.

Ella cerró los ojos y se durmió inmediatamente.

* * *

Al día siguiente, Shirley fue a verles. Lanzó un grito al ver la cara hinchada de Hortense.

– Es impresionante… Deberías ir a denunciarlo.

– No serviría de nada. Hay que meterles miedo.

– Cuéntamelo todo -dijo Shirley cogiendo a Hortense de la mano.

Es la primera vez que tengo un gesto de ternura hacia Hortense, se dijo.

– No he dado tu nombre, Shirley. Me inventé un nombre para ti y otro para Gary, pero di el nombre de tu jefe: Zachary Gorjiack… ¡y eso le calmó! En todo caso, lo suficiente como para que saliese del cuarto de baño y fuese a hablar con los otros enanos.

– ¿ Estás segura de que no hiciste alusión a Gary? -se inquietó Shirley

Estaba pensando en el hombre de negro. Se preguntaba si tenía algo que ver en la agresión a Hortense. Si no era un medio indirecto para acercarse a Gary. Todavía temblaba por su hijo.

– Absolutamente segura. Simplemente pronuncié el nombre de Zachary Gorjiack, eso es todo. ¡Ah, sí! Les conté el accidente que tuvo su hija, Nicole…

– Bueno -consideró Shirley-. Voy a contarle esto a Zachary. En mi opinión, después no volverán a mover un dedo… Mientras tanto, ten cuidado. ¿Piensas volver a tu escuela?

– ¡No voy a dejarle vía libre, encima, a esa zorra! Volveré esta misma tarde… ¡Y tendremos una conversación!

– Y ¿dónde vas a vivir, mientras tanto?

Hortense se volvió hacia Gary.

– Conmigo -dijo Gary-, pero tiene que buscarse otro piso…

– ¿No quieres que se quede aquí? Esto es muy grande.

– Necesito estar solo, mamá.

– Gary… -insistió Shirley-. ¡No es el momento de ser egoísta!

– ¡No es eso! Es sólo que tengo que decidir un montón de cosas y necesito estar solo.

Hortense no decía nada. Parecía darle la razón. Es asombrosa la complicidad que existe entre estos dos, se dijo Shirley.

– O si no, le dejo el piso y me voy a vivir a otro lado… Me da igual.

– Eso ni hablar -dijo Hortense-. Encontraré un piso. Sólo déjame tiempo para organizarme.

– De acuerdo.

– Gracias -dijo Hortense-. Eres majo de verdad. Y tú también, Shirley.

Shirley no podía impedir sentirse impresionada ante esa chica que se enfrentaba a cinco maleantes, escapaba por una ventana en plena noche, se encontraba con la cara y los senos lacerados, y no se quejaba. Quizás la juzgué mal…

– ¡Ah! Una última cosa, Shirley -añadió Hortense-. En ningún caso, escúchame bien, en ningún caso, quiero que se le diga algo de esto a mi madre…

– Pero ¿por qué?-se extrañó Shirley-. Tiene que saberlo…

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