Carlos Rojas Osorio - Filosofía de la educación

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La mirada panorámica a la educación y a la labor docente en el pensamiento occidental que ofrece Filosofía de la educación. De los griegos a la tardomodernidad se enriquece en esta segunda edición con un acercamiento a la educación de la mujer. Además de los apartados acerca de la educación de la mujer en algunos territorios o contextos específicos y de referencias generales sobre aportes de mujeres claves en el tema, disponibles en la primera edición del libro, esta nueva edición incluye el capítulo «La educación humana de la mujer», que ofrece una mirada a las luchas por el derecho de la mujer a la educación y plantea la necesidad de transformaciones tanto en los contenidos como en la estructura de los currículos. Esta sigue siendo una obra de singular importancia sobre el intercambio de conocimiento y la formación del saber —que, además de los clásicos europeos, destaca también los aportes de pensadores latinoamericanos—, de interés para públicos de todos los niveles de formación en educación, filosofía y otras disciplinas de las ciencias sociales y las humanidades.

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En el diálogo Menón, Sócrates se plantea el problema de si la virtud se puede enseñar. No deja de ser sorprendente que, aunque a lo largo de todo el diálogo él considera que la virtud es conocimiento, insiste una y otra vez en la tesis según la cual la virtud no puede enseñarse. Aquí parece que hay una paradoja: si el conocimiento puede enseñarse, y si la virtud es conocimiento, la conclusión lógica inevitable es que la virtud puede enseñarse. Sin embargo, Sócrates evita llegar a esa conclusión que se sigue en forma silogística, a menos que se le esté dando al término ‘conocimiento’ un significado especial. De hecho Guthrie aclara que cuando Sócrates habla del conocimiento lo hace sobre todo en analogía con las artes y los oficios. Ahora bien, el dominio de un arte u oficio “exige el ‘conocimiento’ como la práctica […] La naturaleza, dice Sócrates, juega un papel, pero el valor se acrecienta en la naturaleza de cada hombre por el aprendizaje y la práctica”.2

Sócrates dialoga con un esclavo, quien logra obtener conocimientos de geometría mediante el método mayéutico, que Sócrates ilustra bastante bien en este diálogo. Sócrates sigue una estrategia de razonamiento hipotético como estructura lógica del diálogo: si la virtud es conocimiento, entonces debería poderse enseñar; si puede enseñarse, entonces debería haber maestros de la virtud. Pero aquí surge un problema: no vemos por ningún lado el maestro de la virtud. Por lo tanto, parece difícil aceptar que la virtud pueda enseñarse. Pero no hay que olvidar, además, que el autor del diálogo no es Sócrates sino Platón, y que este sí tiene su propia conclusión, en la que Sócrates queda implicado en forma decisiva. En efecto, hacia el final del diálogo Sócrates adelanta dos proposiciones. La primera dice que podría ser que la virtud fuese un don divino. En la segunda, que es la que nos interesa y que es la tesis propiamente de Platón, afirma que la virtud se podría enseñar si hay un modelo real de virtud tal que pudiera enseñárnosla.

La virtud no se daría por naturaleza, sino que sería un don divino, sin que aquellos que lo reciban lo sepan, a menos que entre los políticos haya uno capaz de hacer políticos también a los demás. Y si lo hubiese, de él casi se podría decir que es, entre los vivos, como Homero afirmó que era Tiresias entre los muertos, al decir que era “el único capaz de percibir” en el Hades, mientras los demás eran únicamente como “sombras errantes”. Y éste, aquí arriba, sería precisamente, con respecto a la virtud, como realidad entre las sombras.3

Los intérpretes de este diálogo, y en especial Werner Jaeger, nos dicen que sin duda alguna Platón está planteando que su maestro Sócrates es el modelo real de virtud que puede enseñarla, o mejor, hacernos virtuosos. Esa conclusión es en realidad la que Platón buscaba, y con ella nos saca del escepticismo que se había planteado a lo largo del diálogo: que la virtud no puede enseñarse. La virtud puede enseñarse si hay un modelo de virtud que pueda comunicarla a los demás, servir de paradigma real. Nótese el entusiasmo con el cual Platón describe a este hombre virtuoso, que sería el único viviente entre meras sombras que yerran en un mundo tenebroso.

La importancia de la argumentación racional en la ética ha sido destacada por Christopher Rowe, estudioso de la ética griega:

Aun en el caso de que el ideal de certeza resultase ilusorio, aún seguiría siendo importante la fundamentación racional de las creencias morales. El simple hecho de su insistencia en la necesidad de la razón y de la argumentación racional haría digno de rememoración a Sócrates.4

Quedan, pues, dos hipótesis básicas que la educación occidental ha mantenido vivas sin que se haya perdido nunca su interés. La primera es la posición iluminista de Sócrates, según la cual la virtud es conocimiento, y el que obra mal lo hace por ignorancia, es decir, porque no conoce su propio bien. Como escribe Guthrie: “Nadie que tenga pleno conocimiento de su naturaleza y de la de sus semejantes, y de las consecuencias de sus actos, se equivocaría al elegir una acción”. La pregunta es quién tiene ese conocimiento. “Ni él mismo ni alguien a quien él conociera”.5 La segunda hipótesis representa la posición de Platón, según la cual, si hay un modelo real de virtud, es éste quien puede enseñarla.

Aristóteles y la educación moral

La segunda tradición con respecto a la educación moral es la de Aristóteles.6 El estagirita no está de acuerdo con Sócrates en la tesis según la cual basta el conocimiento para ser virtuoso: “Sócrates pensaba que las virtudes son razones o conceptos, teniéndolas a todas por formas del conocimiento científico, mientras que nosotros pensamos que toda virtud es un hábito acompañado de razón”.7 Aristóteles nos dice que, por ejemplo, no solo queremos conocer qué es la valentía, sino ser valientes. Existen dos clases de virtud, según el fundador del Liceo, las virtudes intelectuales (o dianoéticas) y las virtudes morales: “La dianoética debe su origen y su incremento principalmente a la enseñanza, y por eso requiere experiencia y tiempo; la ética, en cambio, procede de la costumbre”.8 Luego agrega:

Los hábitos se engendran por las operaciones semejantes. De ahí la necesidad de realizar cierta clase de acciones, puesto que a sus diferencias corresponderán hábitos. No tiene, por consiguiente, poca importancia el adquirir desde jóvenes tales o cuales hábitos, sino muchísima, mejor dicho, total.9

Añade el estagirita que los buenos legisladores habitúan en las buenas costumbres a los ciudadanos mediante buenas leyes. Lo mismo sucede con la educación de los niños y los jóvenes.

De ahí la necesidad de haber sido educado de cierto modo ya desde jóvenes, como dice Platón, para poder complacerse y dolerse como es debido; en esto consiste, en efecto la educación.10

Nótese cómo Aristóteles se muestra en perfecto acuerdo con Platón en este sentido, lo cual nos permite afirmar que las dos tradiciones son menos antagónicas de lo que se ha supuesto. Aristóteles agrega que al niño se le educa moralmente por medio de la costumbre y sin necesidad de dar razones o explicaciones, mientras que ya de adulto el ser humano se pregunta y explica las razones de su obrar:

Y puesto que las virtudes intelectuales van acompañados de razón, síguese que pertenece a la parte racional del alma, la cual, en tanto que poseedora de la razón manda en el alma, mientras que las virtudes morales pertenecen a la parte irracional, pero que por su naturaleza debe seguir a la parte que posee la razón.11

El logos, parte racional del alma, gobierna al ethos, o carácter, parte no racional del alma pero susceptible de dejarse guiar por la razón. Dado que la razón es la que gobierna sobre el ethos o carácter, no hay problema en que llegue el momento en que el ser humano se pregunte por la razón de ser de las normas que se le han enseñado desde la infancia.

Hay dos procesos convergentes en la educación moral: de un lado, el proceso formativo a través del cual formamos nuestro carácter por medio de hábitos y prácticas conscientes; y de otra parte, el informativo, a través del cual conocemos por inducción y razonamiento moral los fundamentos de lo que debemos hacer.12

En el mismo sentido se pronuncia Ana María Salmerón:

A la par de la formación del carácter, Aristóteles destaca la importancia de la construcción de la recta razón. El carácter, el hábito arraigado en la personalidad moral, constituye una predisposición, una pauta para actuar de cierta manera. Pero no basta con la predisposición sembrada en el carácter, ésta difícilmente podría ser la base única de todos los juicios morales. La recta razón, que tiene que ver con destrezas y capacidades de orden intelectual y cognitivo, también es un objeto de la explicación aristotélica sobre el desarrollo moral y su importancia no debe ser desconsiderada.13

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