Oscary Arroyo - Deseos encontrados

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Por despecho Rachel terminó perdiendo su virginidad con un desconocido que resultó ser el socio de su padre. Encerrado en la burbuja de perfección que creía que era su vida, el comprometido empresario la odió por amenazar con explotarla, sobre todo cuando, a través de dicha unión, que ninguno de los dos recuerda, se formó Maddie. Tras prometer no involucrarlo en el error, toma la decisión de alejarse de lo que conoce en búsqueda de un futuro colmado de brillo, amor y glamour para ambas.
En contra de lo que planeó, la historia entre ella y el padre de Madison no concluye ahí. Después de darse cuenta de que todo a su alrededor no era más que una obra de teatro mal interpretada, Nathan se encuentra a sí mismo con el deseo de compartir no solo con la hija que acaba de conocer, sino también con su madre.
¿El problema?
A veces una disculpa no es suficiente.

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—Bones Marketing, ¿con quién hablo?

—Buenas noches, me llamo Rachel van Allen y estoy interesada en el puesto de ayudante en el departamento de...

—¿Experiencia?

Titubeé antes de contestar.

—Nula.

—¿Aspiraciones?

—¿Conseguir empleo?

—Estaremos felices de recibir su currículum en nuestras oficinas, nosotros la llamaremos. Pase buenas noches, Rachel.

No pude pasar el resto de la noche agotando los volantes. Una madre que esperaba por su turno con dos niños, apretados los tres bajo una sombrilla, lo impidió. Salí abrazándome a mí misma. No tenía experiencia. No encontraría trabajo en mi área a no ser que usara mi apellido. De regreso a los Bennett una mueca dirigida a mi fracaso adornaba mi rostro. Quería llorar. No era mi primer día llamando, tampoco sería el último. En vez de aceptarlo y seguir siendo una realista y fuerte mujer luchadora, mis aspiraciones se redujeron a hallar un sitio seguro para refugiarme mientras el mundo se derrumbaba a mi alrededor.

Quizás eran las hormonas que, junto con las náuseas, empezaban a atacar a diestro y siniestro. Debía ir a hacerme un chequeo lo más pronto posible y a comprar libros de maternidad, crianza y partos, tal vez una saga de vaqueros ardientes con bebés de la que había oído. Cuando la lluvia aumentó, saqué de mis bolsillos las opciones que me quedaban para que no terminaran ilegibles. Al revisarlas por encima noté que una de ellas no era tan lejos; había pasado por ahí el día que Erwan me mostró Old City y su horario era hasta muy tarde.

Inhalé. No tenía nada que perder.

Nathan

Ser la peor mierda sobre la faz de la tierra no era tan fácil como todos creían. La culpa y la vergüenza embestían contra mí sin piedad. Era trabajar o pensar en dos joyas grises llorando. Mi consuelo era empeñarme en que era un engaño, pero esta teoría perdía credibilidad con el pasar de los días. Mi subconsciente no estaba satisfecho con lo que había hecho. Demostraba cuán decepcionado se encontraba al recordarme lo maldito que había sido con ella dentro de mi cabeza, así como la escena que había presenciado después de la reunión con su familia, como si fuera mi maldita película favorita.

Pasó el mismo día que ella había ido a verme. Había terminado la reunión. Lucius le decía a Loren que su mujer le había contado que Rachel no llegaba a casa, ni respondía sus llamadas, ganándose una mirada de rabia y una salida dramática de su padre cuando no supo contestar dónde estaba su hermana, como si Loren fuese el responsable de su desaparición. Ojalá me hubiese ido apenas terminamos en vez de permanecer en mi silla, aterrado de que se enteraran de nosotros y lo que sea que tuviéramos, y así no oír cómo su princesa nunca desaparecía sin avisar y lo responsable que era desde los diez años. Ahora me preocupaba saber que Rachel no había llegado, me atormentaba pensar que algo malo le podía haber sucedido, a ella y al bebé si existía, y que, de ser así, sería mi culpa.

Era un hijo de puta.

Rachel

Los ladrillos rosas a lo Barbie, las flores en abundancia, el viejo cartel de neón que rezaba Ksis y las columnas romanas me producían diabetes. Gracias a Dios, dentro no era tan desagradable. Constaba de una sencilla sala con un futón de piel, zona de lavado, seis sillas giratorias, espejos victorianos y pequeños estantes con equipos de belleza. Conté cinco estilistas. La llama de la esperanza que estaba por extinguirse dentro de mí se avivó. El sonido de la campanilla se me hizo glorioso. Flotaba.

Pataleé sobre la alfombra para no ensuciar el suelo al entrar.

—Buenas noches. —La cajera pelirroja, con tatuajes y muchos aretes en las orejas pegó un salto cuando me acerqué. Los ataques sorpresas eran parte del precio a pagar por usar audífonos—. Lo siento. He venido por el empleo. —Levanté el volante—. ¿Todavía está vacante?

—Estás loca —gruñó colocando una mano sobre su pecho—. ¿Quieres matarme apareciendo como una psicópata a esta hora con este terrorífico clima? ¡Y no! ¡No respondas! —Cerré la boca—. No quiero escuchar tu voz de perro mojado de nuevo. No tenemos empleo disponible —siseó—. Ya vino alguien ayer.

—¿Perro mojado? —¿Ese era el trato a sus clientas? Con razón el local estaba tan vacío. En general, era el dinero de la gente que entraba por la puerta, fuera quien fuese, el que alimentaba a los salones de belleza. Ella era oficialmente la peor recepcionista del mundo—. ¿Cómo que vino alguien ayer? ¡Esto lo recogí hoy mismo y el pegamento aún estaba fresco!

Me echó una mirada de arriba abajo.

—Es que no calificas.

—¿Perdón?

¿Para lavar el cabello tenía que calificar? ¿Asistir a un curso de cómo aplicar shampoo? ¿Lucir como alguien que nació para aplicar shampoo?

—Que no... —Me miró de nuevo como si fuera un insecto—. Calificas.

Apreté mis manos en puños, adelantándome para tener una pelea ante la mirada y el silencio de las demás estilistas.

—¿Cómo que no?

Antes de que pudiera contestar la campanilla volvió a sonar y apareció un hombre. Su piel era oscura. Un tatuaje de dragón adornaba su brazo derecho. Se podía ver por entero debido a su franelilla. Me estremecí. Debía tener sangre fría para soportar andar tan descubierto. Y también tener mucha seguridad en sí mismo para poseer semejante cresta arcoíris. Era tan alto que se tuvo que agachar para que su peinado no chocara con el marco superior de la puerta.

—Miranda, disculpa la tardanza, la basura de Ryan se averió.

—De repente la cara de la recepcionista era una máscara de amabilidad—. Cuando llamaste, me dijiste que había alguien esperándome, ¿ya se fue?

—¿No tienes algún puesto más? —me atreví a seguir insistiendo cuando ellos decidieron entablar una conversación e ignorarme, al darme cuenta de que era su jefe. Quizás era el encargado o algo por el estilo—. Lamento interrumpir su conversación, ¿pero podría decirme si tienen empleo?

—¿Qué empleo? —preguntó él como si por fin hubiese captado mi presencia.

—Este. —Le entregué el anuncio—. Ella me dice que ya está cubierto desde ayer, ¡pero lo han puesto hoy! Yo misma lo arranqué esta mañana apenas lo colocaron.

—¿Así que andas arrancando carteles?

—Lo siento. —Él me miró apenado—. Layla vino primero.

—Pero...

—¡Me quemas! ¡Cuidado!

Ambos nos giramos. Una clienta estaba quejándose.

—¡No te muevas! —le gritó la estilista.

—Layla... —La voz del desconocido de My Little Pony fue susurrante, pero aterradora. Las presentes nos estremecimos—. ¿Qué te dije de cómo atender a los clientes? ¡Seguro como la mierda que no mencioné nueve mil ampollas en sus cabezas!

Layla, una morena de ojos azules, se cruzó de brazos. Por lo visto era la única no intimidada por la furia punk.

—¿Sabes una cosa, muñeca? ¡Renuncio! ¡Esto no es para mí!

—En medio de su griterío tiró el secador y se dirigió a la puerta—.

¡Púdranse!

Su desaparición fue el fin del espectáculo. Las chicas y yo, incluso Miranda, la recepcionista, nos quedamos en silencio, esperando la reacción del unicornio.

—Realmente lo siento, alguna de mis chicas terminará con usted y le haremos un descuento. —El hombre no se calmó hasta que la mujer asintió. Luego miró a las demás en el negocio y hubo una especie de comunicación telepática, porque de inmediato todas se pusieron a limpiar, recoger o a continuar con su trabajo. Me tomó por sorpresa acercándose y ofreciéndome la mano—. Hola, soy Gary.

Se la apreté.

—Rachel.

—¿Todavía quieres trabajar aquí? —Afirmé sin pensarlo dos veces. Miranda me importaba un rábano. Necesitaba el dinero—. ¿Puedes empezar mañana?

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