Oscary Arroyo - Deseos encontrados

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Por despecho Rachel terminó perdiendo su virginidad con un desconocido que resultó ser el socio de su padre. Encerrado en la burbuja de perfección que creía que era su vida, el comprometido empresario la odió por amenazar con explotarla, sobre todo cuando, a través de dicha unión, que ninguno de los dos recuerda, se formó Maddie. Tras prometer no involucrarlo en el error, toma la decisión de alejarse de lo que conoce en búsqueda de un futuro colmado de brillo, amor y glamour para ambas.
En contra de lo que planeó, la historia entre ella y el padre de Madison no concluye ahí. Después de darse cuenta de que todo a su alrededor no era más que una obra de teatro mal interpretada, Nathan se encuentra a sí mismo con el deseo de compartir no solo con la hija que acaba de conocer, sino también con su madre.
¿El problema?
A veces una disculpa no es suficiente.

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—¿Esto es suficiente para que elimines el problema?

Cuando entendió el propósito de mi donación, me dirigió una mirada de horror. No la contradije, yo era un monstruo, pero la idea de perderlo todo por una aventura de una noche me convirtió en esto. Era el amor de mi vida y mi futuro lo que estaba en riesgo. Rachel era bonita, joven y saludable. Podría quedar embarazada de nuevo en un futuro del hombre que quisiera. Ninguno de los dos iba a perder aquí.

—Bien, si así lo quieres... —De repente sonrió de una manera tan carente de emoción que me estremecí—. Así será. —Algo dentro de mí se revolvió. ¿De verdad sería capaz de eliminarlo como un insecto? ¿Yo sería capaz de vivir con mis manos involucradas?—. Me voy, Nathan. No me volverás a ver en tu vida. Te aseguro que no formarás parte de este problema. —Señaló su estómago—. No te conozco, no me conoces, pero pensé que al menos podría contar contigo para esto. Eres despreciable. —La emoción en sus palabras me hizo retroceder. Era algo oscuro y lleno de resentimiento que no me dejaría dormir por las noches—. Te di a elegir, Nathan, y lo hiciste, pero algún día terminarás arrepintiéndote y no te puedo prometer que me digne a escucharte. Soy de las que pagan con la misma moneda, imbécil.

Me congelé.

¿Arrepentirme? ¿Le diría a Amanda?

Me acerqué para convencerla, con más dinero, de desaparecer. No tenía que eliminar el problema, solo mantenerse lejos. Los quería a ella y a su bastardo fuera de mi oficina, de mi empresa y de mi vida. Todavía nada me afirmaba que fuera mío. Rachel retrocedió hacia la puerta ante mi cercanía y ahí me di cuenta de que para mí no había perdón ni vuelta atrás.

Lo había jodido. No había manera de arreglarlo.

—¿Al menos son de verdad? —Maldita sea, no, esas no eran las putas libras en la trituradora y esos tampoco eran los...—. Ups. —Los documentos para la reunión con su padre, sin copias y sin guardar en el ordenador, se unieron a la masacre. Contuve las ganas de gritar y arrancarme el cabello como un desquiciado al ver su sonrisa de disculpa. La bestia que habitaba bajo la máscara de ángel estaba sacando las garras—. No te preocupes. Mi papá no se molestará contigo. Oficialmente he terminado con esto de recurrir a un hombre por ayuda. No los necesito —dictó más para sí misma que para mí—. Yo puedo sola.

Con porte diferente al que tenía cuando entró, se dio la vuelta y así como vino, destrozando mi mundo, se retiró. Después de salir del estado de shock en el que me había metido, me arrodillé y comencé a recoger lo que antes habían sido billetes, estadísticas y contratos. Al caer en la cuenta de lo que estaba haciendo, no había manera de que pudiera recuperarlos, los arrojé al piso de nuevo y empecé a golpearme la frente con los puños. ¿Cómo se me ocurrió pedirle aquello? Por más indeseada que fuese la criatura, tenía que vivir. ¿Quién era yo para decir lo contrario? Por otro lado, ¿y si Rachel no era como pensaba?

¿Y si yo la busqué a ella y no al contrario? ¿Y si el bebé era mío?

Tiré lo que quedaba de confeti en mis palmas y salí disparado de mi oficina. No habían pasado ni dos minutos y ya le daba la razón. Estaba arrepentido de mi comportamiento sin tener que esperar la llegada de ese algún día del que había hablado. Mi madre no me había criado para ser un cobarde. Si su hijo tenía sangre Blackwood, lo arreglaríamos. Podría ayudarla sin involucrar a Amanda, encontraría la manera, pero el bebé tenía que nacer. De lo contrario, no me lo perdonaría jamás. Hallaría la forma de equilibrar las consecuencias de mi error y mi futuro con Amanda en una misma bandeja. Los enviaría a vivir al Polo Norte en un iglú con televisión por satélite. Inventaría algo. Solo necesitaba tiempo para pensar.

Lo solucionaría. Lo haría o no podría vivir conmigo mismo.

Cuando estuve en el pasillo, me encontré con que el ascensor estaba en mantenimiento. Con la tarea en mente de despedir a alguien, bajé las escaleras de dos en dos. En planta baja, al no verla por ningún lado, le describí a Rachel a la recepcionista. No reconocía el tono de urgencia en mi voz.

—¿La mujer de vestido blanco? —Afirmé—. Acaba de salir.

Con su respuesta corrí al exterior y giré el rostro de un lado a otro esperando verla, pero no la encontré por ningún lado. Me di cuenta demasiado tarde de que estaba a bordo de un taxi, alejándose. Intenté alcanzarlo. La llamé. Grité su nombre. Me detuve al ver un cable que descendía de su oreja.

Usaba audífonos.

Dejé caer mis brazos cuando las señas tampoco llamaron su atención. Ahí parado, en medio de la calle, sentí cómo mi vida se resquebrajaba por iniciativa propia a la velocidad de los neumáticos del vehículo.

Desconocía hasta qué punto.

CAPÍTULO 3

Rachel

«Sola».

Aquella pequeña palabra de dos sílabas torturó mi mente camino a la independencia. La decisión de arrojarme al mar sin salvavidas me situaba en una posición en la que la libertad adquiría otro concepto, tomaría mis propias decisiones y asumiría sus consecuencias, y en la que mi soledad equivalía a la de un grano de arena en invierno. A su vez el cambio de chip era tan brusco y súbito como un terremoto, sin predicciones o regulación del daño que pudiera ocasionar. Me aferraba durante el desastre a la seguridad de estar haciendo lo mejor. Sin su padre presente, con prejuicios ridículos que apuntaran en nuestra dirección, lo mejor para mí y el bebé era hacernos nuestro propio espacio en el mundo, en el que no fuésemos señalados con el dedo y pudiésemos ser felices; uno en el que yo me terminara de forjar para darle todo.

No sabría decir en qué momento empecé a tenerlo como prioridad. No sabía en qué preciso instante entre la escapada y la visita a Nathan lo ubiqué por encima de mí, pero si mi instinto maternal empezó a despertar cuando supe de su existencia, se volvió una feroz aura de fuego a mi alrededor cuando el idiota insinuó que abortara, como si esa fuese una decisión que pudiera tomar por mí, como si no pudiera hacer esto sin su ayuda o la de mi padre. Temblé de rabia. Lo lograría. Ahora que mi sentido maternal había sido activado, estaba segurísima de que jamás volvería a apagarse. Era extraño. Solía aterrarme que alguien resultara importante para mí hasta el punto de volverse indispensable. Ni siquiera a Thomas le permití tal poder, solo a mi familia. Estaba tan acostumbrada a desechar y a desprenderme de las personas en un chasquear de dedos que realmente estaba viviendo en algún tipo de realidad alterna en este momento. Sin embargo, la sensación era innegable e imposible de ignorar.

Mi bebé estaba por encima de todo.

Acabaría con todo lo que impidiera su felicidad.

Me estaba volviendo algo psicópata, lo sabía, pero debía pensar con la cabeza fría. En alto. Ya no más lágrimas. No más dolor. No más arrepentimientos. Estaba convencida de que, de llorar, él lo sentiría; de que, de lastimarme, él también saldría afectado. Si me arrepentía, él lo sabría. No quería que nada de ello sucediera. Ya no. Si tenía que tomar medidas extremas, lo haría. Unos minutos me alcanzaron para trazar un plan, lleno de estrategias y movimientos para lograr mis objetivos.

Las riñas con mi familia acabarían, porque las dejaría atrás. En ellos estaba caer en sus errores por su pasatiempo de juzgar, así como yo ahora quería no sentir su imagen degradada hacia mí y superar mi embarazo. Sabía que no sería fácil, que la venda que tenían sobre los ojos llevaba años allí y que la mía solo había caído por acción de un potente rayo de luz, y que solo el tiempo diría si su decepción pesaba más que su amor por mí. Confiaba, no obstante, en que eventualmente sucedería. Por supuesto que no era tan fría como para no extrañarlos mientras tanto. En realidad, me afligía bastante abandonarlos; mi vida era Dionish, pero quedarme con ellos era exponerme a la inestabilidad y continuar dependiendo del asfixiante abrigo de sus alas. Por más que se rompiera mi corazón, prefería ignorarlos hasta que su perspectiva se volviera más tolerante, hasta que yo me manejara por mí misma.

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