1 ...7 8 9 11 12 13 ...26 —¡Por supuesto! —respondí sin poder creer que por fin lo había logrado.
—Entonces nos vemos mañana a primera hora.
Lunes, 29 de noviembre de 2010
Nathan
Amanda odiaba las sorpresas.
Esta era una de esas ocasiones en las que tomar el riesgo valía la pena, porque últimamente nuestra relación se había estado deteriorando de forma significativa. No solo era por mí y el asunto de Rachel van Allen, mi sucio secreto, escondido en las más recónditas profundidades de mi mente, sino también por sus estados ánimo. No sabía si se trataba de alguna jodida cosa femenina o pánico al compromiso, pero en lo que a mí respectaba su sonrisa ya no era la misma. A veces se tornaba tan triste que me cuestionaba si nuestra decisión de formar una familia, de vivir juntos, era la correcta para ella.
Eso era cuestionar el futuro que llevaba años armando.
—No, haz como Helga. —Mi secretaria con catarro que se tomó el día libre—. Hazlo sencillo, Megan. Solo cancela lo de hoy. Tengo... tengo cosas más importantes que hacer.
—¿Seguro, señor? La gente de los vinos...
—Seguro —la corté colgando.
La gente de los vinos eran los Van Allen.
Solo pensar en ellos era un puto dolor de cabeza.
Dejando de lado lo laboral, cogí de la guantera la delicadeza de plata que contenía mi primera táctica de persuasión para averiguar qué ocurría. El collar de esmeraldas, adquirido en una subasta de objetos de valor, había pertenecido a lady Elizabeth Lowell, una viuda londinense que se negaba a casarse de nuevo con el hermano de su difunto esposo, lo que esperaban de ella, pero que al final terminó siendo obligada a contraer nupcias y relatando su trágica vida en diarios. Estos también incluían su amor por el mayordomo y el hijo que ambos tuvieron. No era lo más apropiado para Amanda, las joyas no iban con ella, menos una que arrastrara tanto drama; no estaba a la par con su personalidad: sencilla y dulce.
Pero según Natalie las esmeraldas eran lo mejor para sobornar a una mujer.
Durante mi trayecto por el sendero de grava ajusté mi corbata, me cercioré de tener buen aliento y al llegar le eché una ojeada a mi reflejo en los vitrales de la puerta. Era atractivo, inteligente y maduro, dispuesto a hacer lo que fuera para conseguir lo que deseaba. Definitivamente, un buen partido listo para saber cómo recuperar a su mujer.
Pero no para saber la razón de su lejanía.
Al abrir, la escena con la que me encontré era todo, menos un estímulo para hacerme creer que la brecha que se había abierto entre nosotros pudiera cerrar. Amanda estaba en casa, sí. Era todo lo que un hombre podía desear, lo que yo deseaba para el resto de mi vida, sí. Y el motivo de tanta distancia era que también tenía un sucio secreto: estaba besándose con Helga, mi secretaria.
Mujer.
CAPÍTULO 4
Rachel
Le guiñé un ojo al espejo.
—Fabulosa.
—¡Oh, por Dios! —Mi clienta se cubrió la boca con ambas manos. Luego llevó una de ellas al rizo dorado que caía delicadamente sobre su mejilla. Era un espiral de luz. Por fin le sacaba verdadero provecho al montón de lecciones de belleza que mamá me había obligado a tomar desde niña. Clases de cómo maquillarme, vestirme y peinarme para estar a la altura de la reputación de mi familia—. ¡Eres buenísima!
—Lo mejor para mis mejores clientas.
—Por supuesto que sí. No me verás en ningún otro salón. —Le devolví la sonrisa, feliz de tener otra ciudadana de Brístol en mi bolsillo, mientras veía cómo se hipnotizaba a sí misma con su reflejo—. ¿Qué días te puedo encontrar aquí?
La pequeña mujer rubia asistiría a una boda. Vino a mí siguiendo los consejos de su mejor amiga, quien ahora era la envidia en el trabajo, ya que no solo arreglaba su cabello, sino que también violaba los términos profesionales de nuestra relación al involucrarme en su guardarropa al acabar mi turno. Estaba bien con eso. Ir de compras y seleccionar conjuntos habían sido mis actividades favoritas durante años. Ahora sacaba provecho de ello. Con respecto a Melissa, mi actual clienta, ella solo tenía problemas para domar sus rizos rebeldes. Me tomó dos horas hacerme cargo. Si antes era bonita, ahora la novia tendría que tomarse unos minutos para compararse con ella, retocarse, preguntarle quién era responsable de su nueva apariencia y posponer la boda para tener una cita conmigo antes.
—Todos los días de nueve de la mañana a siete de la noche, excepto domingos.
—Oh…
—¿Tienes algo el domingo?
—Sí, una reunión con la familia de mi novio.
—¿La primera vez?
—Sí. Estoy muy nerviosa. He oído que su madre es muy gruñona.
Saqué una tarjeta con mi número.
—Toma. Llámame entre semana y acordamos una hora.
—¡En verdad, eres genial! —Se levantó pegando un salto para abrazarme. Le devolví el gesto con incomodidad que, por fortuna, notó, separándose—. Lo siento, lo siento, lo siento. Olvidé que estás embarazada. —Puse los ojos en blanco. Mi vientre estaba enorme. No verlo era como no ver agua desde un barco en medio del océano—. ¿Cuántos meses tienes?
—Seis —contesté acariciando mi abdomen por encima de la camisa para embarazadas, la mejor oferta que había encontrado en una boutique de diseñador.
No tener dinero no significaba vestirme mal.
—Seguro será tan hermoso como tú. —Cerré los ojos cuando hizo eso de alargar su mano para frotarme como una esfera de cristal. No era la primera vez. Todos amaban invocar espíritus a mi costa—. Aunque apuesto que es una niña.
Fruncí los labios. Lo dudaba. Pateaba mucho. Se movía dentro de mí como burbuja en una lámpara de lava. Imaginaba más un minijugador de fútbol, pero no tenía preferencias. Los uniformes deportivos de fútbol para niñas también eran adorables.
Para evitar que se hiciera más tarde para ambas—a ella la esperaba una boda nocturna y a mí, un nuevo capítulo de The Vampire Diaries, mi adicción desde que ver televisión se había convertido en un pasatiempo—, la envié con Miranda. Cuando se fue, me despedí de Cleopatra, lo más parecido que tenía a una amiga, y agité mi mano a las otras chicas mientras colgaba mi delantal en el perchero. Eran como mi segundo hogar. Habían reforzado todos mis conocimientos, mejorándolos.
Amaba mi trabajo.
Amaba despertarme por las mañanas y tener la posibilidad de tomar lo primero que encontrase en el armario, porque no habría nadie para criticarme. Amaba poder comer a mi gusto. Amaba escuchar a las chicas reír sin necesidad de burlarse de otras personas. Amaba las historias de mis clientas. Amaba la sensación de independencia que me embargaba, la cual terminaba cuando veía a Gary parado junto a la puerta de la entrada fumando un cigarrillo, esperándome.
—Sabes que no es necesario que hagas esto —susurré con la vista clavada en la heladería de la esquina.
Tenían un helado de mantecado con zanahoria que me volvía loca.
—Lo hago por el bebé. Si no fuera por mí, te comerías quinientos de esos al día. —Se arrodilló en la acera, pegó el perfil de su rostro a mi vientre y habló en voz baja, dramático como siempre—. Tranquilo. El tío Gary evitará que seas naranja y estés relleno de vainilla.
—Eh…
—Y Ryan se enfadará si no te acompaño —añadió levantándose.
Fruncí el ceño.
—¿Por qué tendría que molestarse?
Ryan Parker era su hermano y nuestro compañero de piso. Con el empleo en el salón de la abuela de ambos, Teodora, vino el ofrecimiento de mi jefe de alquilarme una habitación cuando supo que necesitaba un lugar donde quedarme. Al principio creí que era otra obra de caridad. Esa sospecha se esfumó al conocer los gastos que compartiríamos. Como alguien que nunca se vio en la necesidad de pagar una factura de luz, por fin entendí la queja global del coste de los servicios, alquiler, entre otros. Sin embargo, el precio final de vivir con ellos valía la pena. El departamento era amplio. Contaba con vigilancia, áreas verdes y estacionamiento múltiple —aunque de momento en los nuestros solo estaba la motocicleta de Ryan, posicionada en forma horizontal para impedir el paso a nuestro territorio—, además de todos los servicios.
Читать дальше