Oscary Arroyo - Deseos encontrados

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Por despecho Rachel terminó perdiendo su virginidad con un desconocido que resultó ser el socio de su padre. Encerrado en la burbuja de perfección que creía que era su vida, el comprometido empresario la odió por amenazar con explotarla, sobre todo cuando, a través de dicha unión, que ninguno de los dos recuerda, se formó Maddie. Tras prometer no involucrarlo en el error, toma la decisión de alejarse de lo que conoce en búsqueda de un futuro colmado de brillo, amor y glamour para ambas.
En contra de lo que planeó, la historia entre ella y el padre de Madison no concluye ahí. Después de darse cuenta de que todo a su alrededor no era más que una obra de teatro mal interpretada, Nathan se encuentra a sí mismo con el deseo de compartir no solo con la hija que acaba de conocer, sino también con su madre.
¿El problema?
A veces una disculpa no es suficiente.

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Con respecto a mi otro compañero de piso… moreno, pelo al rape, barbilla cuadrada y con cada uno de sus músculos desarrollados, era completamente diferente a su hermano. Mientras Gary era risueño y amable, él era descarado y grosero. Hacía mi vida miserable, pero yo no me quedaba atrás. Pasaba mis noches excusándome en ataques de ansiedad para hacerlo salir a altas horas de la noche a la tienda por cerrarme la puerta del refrigerador mientras guardaba las compras o tardarse más que un modelo en el baño. Su ética policiaca no le permitía dejar que una embarazada saliera a las frías calles de Brístol por comida en la madrugada. Si me sucedía algo y en la comisaría lo vincularan conmigo, ¿cómo qué clase de policía quedaría? Tendría que decir adiós al ascenso que tanto deseaba.

—Todos los días me pregunta si te traje de regreso.

—¿Ah, sí? —Me hice la desinteresada—. ¿Cómo suena su voz cuando lo hace? ¿Pone voz de monstruo? «Rachel, maldita sea, dime lo que quieres para que pueda comprarlo y regresar a dormir» —lo imité poniendo cara de monstruo, haciéndolo reír, pues así era exactamente cómo sonaba y lucía.

—Sí, algo así, pero pone su expresión de estar en un…

—¿En un interrogatorio?

—Exacto.

—Bueno… —Me colgué de su brazo para arrastrarlo a la heladería—. Dile que ya soy una chica grande. Esto lo demuestra. —Señalé mi estómago—. Además, de que dudo mucho que alguien se atreva a atacar a una mujer embarazada tan temprano.

—Ya lo hice.

—¿Y?

—No funcionó. Dice que las estadísticas…

Puse los ojos en blanco, ignorando lo que tenía por decir. Ryan y sus estadísticas no me dejaban dar un solo paso en paz. Apretando aún más el brazo de Gary, retomé con más rapidez mi andar hacia la heladería ignorando las estadísticas sobre mujeres embarazadas que sufrían un accidente al ir por un helado.

Nathan

—Otra ronda —exigí en medio de otro intento desesperado de aliviar mis penas.

La barman, una rubia, me miró seductoramente antes de dedicarse a ello. Tras agregar dos cubos de hielo a mi trago, lo deslizó por el mostrador junto con un papel con su número. Tomé el trago. Arrugué el papel hasta hacerlo una bola y lo arrojé a la pista de baile cuando se dio la vuelta para atender a su siguiente cliente.

Estaba harto de las mujeres.

Una vez que tomé un sorbo, repasé el borde de cristal con la yema de mi dedo mientras fruncía los labios. Si mi vida fuera un partido de fútbol, estaría perdiendo mil a cero contra el otro equipo. En medio del campo estaría Rachel van Allen, la desaparecida, y como goleadora estrella Amanda, mi infiel prometida. Lo que me tenía mal estos días no solo era el rencor de haberme sentido culpable por ambas durante meses, sino el haber quedado donde no quería, pese a que me había comportado como un idiota y hecho cosas terribles para evitarlo. Si nunca hubiera ido a Dionish, si Rachel jamás hubiera aparecido, aun así hubiera terminado igual. Sin mi futuro perfecto.

Tal vez incluso debería darle las gracias. De no ser por la paranoia que nació en mí tras toparme con ella, pude haber ignorado la infelicidad de Amanda y vivido una mentira para siempre.

—Mi vida es una mierda —murmuré en el… ¿décimo? trago semiacostado en la barra completamente borracho—. Soy una mierda.

El barman que le siguió el turno a la rubia, mientras limpiaba la barra, negó.

Sí. Lo admitía. Separé los brazos a ambos lados de mi cuerpo, alzándolos. Me emborraché hasta los ojos en casa de Rachel van Allen y me desperté con ella sin siquiera saber quién era. Al recapacitar me excusé de forma mental con una violación masculina para sentirme mejor conmigo mismo. Luego, como si ya de por sí no fuera patético, la traté pésimo cuando fue a rendirme cuentas por temor a que el amor de mi vida me dejara. Había sentido miedo de Rachel, de Amanda, de la opinión de mi madre, de las mujeres, de enfrentarme al mundo sin un plan. Era un cobarde asustadizo. Por cómo sentía que me miraban estaba seguro de que podía verse reflejado en mis ojos, que el barman, los de seguridad, el cartero, mis obreros, mi hermano, mis amistades y todo aquel que se detuviera a mirarme lo suficiente lo sabría.

Era la deshonra de la masculinidad.

—Calma, Watusi.—Diego rio. A su lado estaba la barman coqueteándole después de salir de su turno. Al parecer había aceptado su tour alrededor del mundo—. Ya basta, Nathan, ¿no ves cómo te miran? Deja de lamentarte y consigue algo de acción. Seguro que con Amanda no la tenías.

—Amanda quería conservarse para la boda. Ella… —Me costó un infierno completar la frase. ¿Cómo pude haber sido tan imbécil? Todo este maldito tiempo sin tener sexo no era porque quería guardarse, sino porque estaba demasiado ocupada explorando el sexo lésbico—. Quería que nos tomáramos un tiempo de castidad antes de la boda.

—Claro —murmuró entre risas que me hicieron preguntarme, no por primera vez, qué clase de amigo era y por qué mierda lo había llamado.

—Cállate—gruñí.

—Ojalá hubiese conocido esa excusa antes. Quizás así Tara…

—Tara era demasiado buena para ti —intenté devolverle el golpe con el recuerdo de su exesposa. Había estado enamorado de ella, pero se comprometió siendo demasiado joven y tonto—. Solo estaba buscando una excusa para dejarte.

—Quizás. —Se encogió de hombros como si no le importara, pero por cómo forzó una sonrisa supe que había dado en el clavo. Esto, lejos de ser una noche de hombres que se consolaban entre sí, era quién jodía más el corazón del otro para no pensar en el suyo propio—. Pero joder, al menos a mí no me hizo Watusi, Watusi.

Gruñí.

Watusi era el mamífero con los cuernos más grandes del mundo. Diego me lo decía, porque ya sabía la historia, debido a nuestra conversación por teléfono.

—No lo sé, ¿no te preguntas cómo es que se casó tan pronto después de ti?

Diego sonrió con amargura en vez de llorar.

—Le pregunté. Dijo que necesitaba pagar la renta.

—¿Hablas con ella?

—¡Claro! ¿Es que tú planeas romper el contacto con Amanda? Si lo haces, no sabes lo que te pierdes. Si le sigues hablando, puede que un día la nostalgia entre ambos surja y decidan recordar viejos tiempos. En tu caso te envidio. —Tomó un trago de su coñac—. Puedes sobrepasar las fantasías de cualquier hombre teniendo un trío entre tu ex y tu secretaria.

Hice una mueca; esta mierda me afectaba.

—¿Cómo es que terminamos así?

—¿Cómo? —preguntó sin entender mientras rodeaba con su brazo a la barman.

—El futuro que teníamos planeado… tú con Tara, yo con Amanda, ¿cómo se desvaneció, Diego? Hace un año me habría reído.

—Negué—. No lo entiendo.

Dándose cuenta de que realmente había tocado fondo, palmeó mi espalda.

—Quizás la vida nos tiene preparado algo mejor.

Hice una mueca. No imaginaba nada mejor que un futuro con la chica de la cual había estado enamorado desde niño.

Jueves, 30 de diciembre de 2010

Rachel

Amaba gastar el dinero de Lucius al punto en el que solo los guardias, anunciando el cierre comercial, me detenían de llevarnos a la quiebra. Aun con mi actual presupuesto seguía teniendo alma de compradora compulsiva. Pero nada, ni siquiera las compras, me era gratificante con Ryan y siete meses de embarazo por una serie de motivos. Entre ellos destacaban los tobillos de hipopótamo, el planetario en el que se había convertido mi abdomen y las máquinas expendedoras de yogur a las que todavía les decía pechos. Mis cambios de humor eran incontrolables, imparables e impredecibles. Me costaba tanto mantenerme de pie como sentarme. Incluso había renunciado a dormir boca abajo, lo cual amaba.

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