Oscary Arroyo - Deseos encontrados

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Por despecho Rachel terminó perdiendo su virginidad con un desconocido que resultó ser el socio de su padre. Encerrado en la burbuja de perfección que creía que era su vida, el comprometido empresario la odió por amenazar con explotarla, sobre todo cuando, a través de dicha unión, que ninguno de los dos recuerda, se formó Maddie. Tras prometer no involucrarlo en el error, toma la decisión de alejarse de lo que conoce en búsqueda de un futuro colmado de brillo, amor y glamour para ambas.
En contra de lo que planeó, la historia entre ella y el padre de Madison no concluye ahí. Después de darse cuenta de que todo a su alrededor no era más que una obra de teatro mal interpretada, Nathan se encuentra a sí mismo con el deseo de compartir no solo con la hija que acaba de conocer, sino también con su madre.
¿El problema?
A veces una disculpa no es suficiente.

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Sinceramente, no entendía cómo las mujeres pasaban por esto una y otra vez. Si tuviera dinero, alquilaría un vientre. Después de todo el bebé no lo recordaría.

Ryan, inconsciente de mis pensamientos, señaló otra tienda.

—¿Quieres?

—Bueno —farfullé—. Pero es la última.

—Como quieras. —Se encogió de hombros—. Es tu bebé el que viene al mundo.

—No lo voy a recibir con las manos vacías. Hay un montón de cajas con cosas de bebé en mi habitación —le recordé mientras entrábamos. Gary también insistía en endeudarnos más y más para preparar su recibimiento. Estaba genuinamente agradecida por su colaboración, pero tampoco íbamos a recibir a una estrella de rock que debía vestirse cada dos horas con un atuendo diferente. Ni siquiera yo era tan pretenciosa—. Ryan, Dios, él tiene más ropa que los tres juntos.

—Ella.

—Él.

—Ella. —Me enseñó un vestido blanco con lunares rosas, así como sus dientes al sonreír por el placer que le ocasionaba llevarme la contraria—. ¿No es lindo?

—No es amarillo. — Ya que en contra de lo que deseé en un principio, no quise saber el sexo, sus cosas eran bastante unisex. Todas de un tono amarillo, blanco o verde suave—. Los vestidos están prohibidos.

Metió la prenda en una cesta que no lo vi tomar.

—¿Por quién? ¿Por ti?

—Sí —le contesté tomando un patito de hule: todos los bebés tenían uno.

Y era amarillo.

—¿Y quién eres tú para prohibírmelo?

Lo fulminé con la mirada.

—La que paga.

Se encogió de hombros.

—Este lo invito yo.

—Ryan… —gruñí con su mano sobre mi vientre que me detenía.

A diferencia de cómo sucedía con todas las demás personas, su toque no me transmitía molestia. Estaba acostumbrada; aunque fuera un imbécil, estaba segura de que en verdad le importábamos.

—Es solo un vestido, Rachel. Si no es niña, se lo regalaré al perro del vecino.

Hice un mohín, mis labios temblaban. El vecino tenía un pequeño carlino gruñón bastante varonil, pero también una hija que lo vestía con tutús y lo sacaba a pasear llamándolo su pequeña hada madrina cuando su papá no estaba. Ryan, sabiendo que había ganado la batalla, se dio la vuelta y continuó molestándome, seleccionando vestidos.

Viernes, 31 de diciembre de 2010

Nathan

Estaba caminando por mi casa como un zombi cuando mi dedo meñique se estrelló contra una mesa en el centro de la sala en otra demostración de mi mala suerte. Maldije tanto mientras me sostenía en una pierna que si mi madre estuviera presente, me lavaría la boca con ácido. Cuando el dolor pasó, entré a la cocina y saqué un jamón del refrigerador para hacerme un sándwich. Diez minutos después, al darle un bocado, lamenté no haber luchado por mi sueño de estudiar cocina. De haberlo hecho, seguro habría tenido éxito y desconocería las identidades de Helga y Rachel, además de que con un poco de suerte mi prometida no me habría engañado con mi asistente.

Sería feliz.

Cuando la melancolía pasó y terminé de alimentarme, dejé el plato en el fregadero para que Willa, el ama de llaves, lo limpiara cuando volviera de vacaciones. Si la vida se empeñaba tanto en dejarme como un imbécil, sería el mejor de todos.

Estaba sirviéndome un vaso con agua cuando sonó el timbre.

—¿Qué quieres?

Mi tono sonó más frío de lo necesario, pero no era para menos. Su engaño era un golpe a mi orgullo. Sus gustos sexuales no tenían nada que ver, sí que no hubiera conversado conmigo sobre traicionarme bajo mi propio techo mientras me mantenía ilusionado con un plan que no quería. Además de ello, me dolía porque más que un amor pensé que entre nosotros había una confianza inquebrantable.

Pero ella la rompió al usarme como tapadera para su homosexualidad.

—No, lo pensé mejor, no me digas. No me interesa. —Intenté cerrar la puerta, pero su pequeño pie se interpuso—. Vete.

Hizo caso omiso.

—Te traje esto.

Bajé la vista a la tarta de cumpleaños que reposaba en sus manos.

—Fue la semana pasada —gruñí.

—Lo sé. —Tragó antes de continuar—. Lo siento por no llamarte. Temía acercarme y comprobar que me odias, pero Helga me animó a que viniera. Ella se dio cuenta de cuánto te necesito para…

—¿Cómo te animó? ¿Acostándose contigo? —No soportaba que mencionara a la pelirroja que, gracias a Dios, nunca más había aparecido por la oficina y me había ahorrado el trabajo de despedirla renunciando—. Aunque mierda, para aparecerte aquí imagino que eres la valiente de las dos. Debes tener unos… —Tomé aire—. Que no vi antes.

—Nathan...

Su voz, al igual que su precioso rostro de nariz respingona, ojos azules y pecas, se quebró y parte de mí, la que seguía amándola, con él. Pese a lo sucedido en mi corazón, porque en mi mente ya no, todavía era la pequeña rubia de personalidad calmada, generosa y dulce que amaba.

Me masajeé las sienes.

—Amanda, lo mejor que puedes hacer ahora es irte.

—¿No te lo quedarás? —Negué. Ella lo dejó en el piso—. Bi… bien.

—Comenzó a sollozar y yo, a cerrar la puerta de manera definitiva. Esperaba que el perro del vecino lo notara cuando se escapara de alguno de sus paseos y se diese un banquete —. Te quiero, lo sabes ¿no? Mi error fue no ser sincera, pero te quiero. En eso nunca te mentí. Eres el mejor amigo que tengo.

Lo último que vi del exterior fueron las tres velas encendidas del pastel, una por cada década de mi miserable vida llena de mentiras y equivocaciones.

—Adiós, Amanda.

Rachel

Me levanté pensando que sería un día hermoso. El conjunto que tenía planeado usar para recibir el año no pensó lo mismo al encogerse en la secadora, por lo que ahora tendría que asistir a la fiesta que Gary había organizado en nuestro departamento usando una bata de baño. Al parecer era lo único en lo que entraba mi cuerpo.

—Nada me queda bien, Gary —mascullé entre hipidos con la frente enterrada en la camisa de mi amigo, manchándola con mis lágrimas—. Estoy horrenda.

—Estás fantástica. —Acarició mi espalda—. Mírate.

Visualicé mi reflejo en el espejo.

¿Estaba ciego?

Tenía los tobillos hinchados. Mi pelo se veía grasoso. La piel de mis manos estaba seca. Mi abdomen a duras penas permitía que la toalla se cerrara. Mi cutis estaba rojizo. Estaba en mi peor momento y Gary se atrevía a decir que estaba fantástica.

—No mientas. —En la indignación retorcí mis puños en la tela de su prenda—. No voy a salir, Gary; estoy fea. Menos hoy que es Año Nuevo y todos estarán luciendo geniales en sus estúpidos atuendos hechos a medida. —Las hormonas hablaban por mí—. No saldré de mi habitación.

—Luces hermosa. No te dejes llevar por las emociones del embarazo. —Me abrazó más fuerte—. Eres bonita hoy, mañana y siempre.

—No sabes lo que dices. —Estaba deslumbrante como un diamante con su traje oscuro, buena forma y linda cresta. Él no entendía—. Tú no sabes cómo me siento… —Las lágrimas se deslizaban por mis mejillas—. ¡No lo sabes! ¡Eres atractivo!

—No miento, lindura. —Amarró mi cabello en su mano, haciendo resaltar mis pómulos—. Solo tienes que arreglarte. —Me dejó en el centro de la alfombra mientras se dirigía a mi armario y sacaba un vestido plateado con elástico que todavía tenía la etiqueta de nuevo, una chaqueta de cuero con algunas perlas que la adornaban y sandalias de tiras ajustables—. Ponte esto.

Lo hice. Una vez que tuve la ropa puesta, me sentó frente al espejo y se dedicó a mi cabello como si fuera una de sus exclusivas clientas. Rizó cada mechón como si le hubiese pagado millones. También me maquilló. Cuando terminó, mis ojos se llenaron de lágrimas, que no derramé por respeto a todo el trabajo que le había costado hacerme lucir hermosa.

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