Mis inconvenientes económicos, cómo me mantendría y a una miniparte de mí, se resolverían antes de que el efectivo en mi cartera desapareciera. Tenía una licenciatura en Administración y unas ganas de superarme que sobrepasaban límites. También la falta de orgullo que se requería para no negarme a ofertas de trabajo cuya naturaleza no entrara en mis viejos esquemas. Mientras tanto alquilaría algo barato y limitaría mis gastos a los necesarios, ahorrando para la llegada del bebé. Sonreí. Era probable que eso no lo pudiera cumplir al saber su sexo. Ya me veía a mí misma saqueando tiendas para darle la más bonita bienvenida.
Llevé las manos a mi vientre. «No te faltará nada», pensé.
Acariciándolo, detecté un poco más que una leve hinchazón, que podía ser por la comida o por algún malestar, pero que quería creer que era por él. Por lo demás seguía plano. El único punto negro en mis planes era mi supuesta soledad, pero ¿cómo podía estar sola si me acompañaba a todas partes? Apoyé mi cabeza en el frío cristal de la ventanilla del taxi, sonriendo.
Ya éramos dos granos de arena en invierno.
—Señorita, ¿ya sabe adónde quiere que la lleve? —preguntó el conductor.
—Sí. —Limpié los caminos que habían dejado las lágrimas. Llevábamos más de media hora recorriendo las calles de Brístol. Mentía al afirmar. Aún no tenía ni remota idea de dónde pasaría la noche, pero por más amable que fuese, no podía permitirme perder más dinero—. ¿Conoce algún sitio que esté en alquiler?
—¿Tiene preferencias? —Negué. Él me miraba desde el retrovisor—. ¿Tiene alta disponibilidad económica? —Repetí el gesto—. Pues... está Broadmead si le gusta lo comercial. —Al captar cómo fruncía la nariz, rio. Adoraba lo comercial al ser una mujer soltera con una extensión de la tarjeta de crédito de mi padre, pero como madre desempleada, no me veía criando a mi bebé al lado de un centro comercial. Demasiada tentación—. Redcliffe si te apetece navegar. Old City si quieres algo más... histórico y tranquilo.
—¿Seguro?
—En realidad, no es la mejor zona de la ciudad, pero el ambiente es bueno.
—¿Qué otro lugares tiene en mente?
—¿A bajo costo, señorita? Ninguno. Esas zonas son las mejores que le puedo recomendar sin que le saquen un ojo de la cara con el alquiler.
—¿Ninguno más? —insistí.
—No, pero en mi opinión Old City está bastante bien. He vivido toda mi vida allí sin tener ningún tipo de incidente —replicó—. Es bonito.
—Bueno... —refunfuñé, despidiéndome de mi vida de mansiones y apartamentos lujosos. Nadie dijo que abandonar el nido sería sencillo—. Vamos a verlo.
Miércoles, 4 de agosto de 2010
Entendí a qué se refería con bonito cuando salí de su taxi. Old City, la ciudad vieja, era el centro histórico de Brístol en muchos sentidos. Entre ellos estaba la antigüedad de su belleza arquitectónica. Muchos de sus edificios seguían siendo los mismos de siglos atrás. Donde me estaba quedando, por ejemplo, los peldaños de la escalera chirriaban por la vejez de su madera y las tuberías estaban un tanto oxidadas. Lo fascinante era que aquellos defectos resaltaban el aire vintage y excéntrico de la construcción en lugar de restarle valor. Pero claro, debías tener un ojo experto para saberlo; de lo contrario, solo lo verías viejo y feo.
Además de lo agradable que resultaba a la vista, la zona era fresca y la humedad no sentaba tan mal. Aunque la mitad del tiempo me sentía al borde de la gripe o la hipotermia, la otra mitad me satisfacía a mí misma acurrucándome frente a la chimenea y bebiendo chocolate caliente. Con respecto a mi miedo de estar rodeada de tiendas y personas, no tenía de qué preocuparme. Por mi calle solo transitaban ciclistas, motocicletas y estudiantes. Tampoco, a excepción de floristerías y restaurantes, el comercio era tan marcado.
Un mes atrás Old City no habría estado hecho para mí.
Mi versión alterna y embarazada era otra cosa.
—Rachel, cariño, ¿a qué hora vas a salir? —Brigitte, la esposa de Erwan, el taxista que había terminado alquilándome la habitación que solía ser de su hija, salió de la cocina lustrando una olla. Sus rizos grises se escapaban del pañuelo rosa amarrado a su cabeza que los mantenía lejos de su rostro —. Se hará tarde.
Le eché una ojeada al reloj de búho colgado en una de las paredes tapizadas con espirales de la sala. Cinco de la tarde. En general, los operadores no solían responder a esta hora.
No me iría bien.
—Tienes razón —murmuré dejando de leer el periódico. Más que a buscar empleo iría por un poco de aire fresco—. Voy a cambiarme.
Ella asintió y regresó a su lugar favorito del apartamento, la cocina. La creería un fantasma de no ser por su sonrisa amable y habladurías con la vecina. Estar agradecida con ella por dejarme estar en su casa hasta que consiguiera trabajo, como nos insistió su esposo a ambas, no me hacía perdonarla por seguir creyendo que era una potencial rompehogares. Por Dios, ¿no veía la diferencia de edad entre Erwan y yo? ¡Podía ser su nieta! Llevados por sospechas que, de ser ciertas, podrían destrozar su forma de ver el mundo, las personas inventaban de todo. Solo le faltaba decir que era Osama bin Laden usando tetas para pasar desapercibido.
En mi habitación, un cuarto modesto con piso de madera y muñecos de felpa en abundancia, saqué un suéter de segunda mano del armario. Teóricamente agosto era un mes en el que las temperaturas diurnas superaban los veinte centígrados y descendían de forma drástica en la noche para compensar la calidez experimentada, así que hacía frío, y tenía que abrigarnos a mi bebé y a mí, pero mientras transitaba por las calles, «fría» no era un adjetivo que usaría para describir la noche. Se quedaba atrás. Mis manos escondidas en mis bolsillos, mi dificultad para respirar, entre otras medidas para mantenerme en calor, lo comprobaban. Me arrepentía de no haber seguido mis instintos de atarme el cabello en una cola de caballo, ya que me azotaba con violencia el rostro, colándose entre mis labios cuando los entreabría para respirar.
Una celestial sensación de alivio me embargó cuando por fin entré en la cabina. Antes de sacar el montón de panfletos que se arrugaban en el interior de mis vaqueros, tomé aire apoyándome contra la pared de cristal. No encendía mi celular desde que había visitado a Nathan para evitar nuevas decepciones y las ganas irrefrenables de mandar a todos a la mierda a través de un mensaje grupal. La verdad, dudaba de que me quedara batería. Tampoco quería molestar a los Bennett pidiéndoles otro favor al tomar prestado su teléfono, a Brigitte específicamente, por lo que me sentía mejor tomando unas monedas y los volantes que había descolgado de postes. Al recomponerme recobré mi postura, tomé uno al azar y, llenándome de valor, empecé a marcar.
Había llegado la hora de conseguir empleo.
En mi primer intento, mesera en una cafetería, me respondió la contestadora. En el segundo, ama de llaves en un hotel, la recepcionista me dejó esperando de manera indefinida con Hotel California de The Eagles. Fue al tercero, asistente en una firma de abogados, que obtuve una negativa formal por no tener un miembro entre las piernas. El hombre que lo solicitaba quería evitar su divorcio aceptando uno de los tantos requerimientos de su esposa: renunciar a las secretarias. Acabé con la llamada, con sus lamentos patéticos de hombre en abstinencia, al activarse mi alarma de coqueteo.
Pensando en su pobre esposa y en lo que haría de estar en sus zapatos, quizás castrarlo con un abogado hasta dejarlo sin nada, desdoblé mi cuarta oportunidad de obtener un sustento financiero como agregada en recursos humanos.
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