Gonzalo Rojas-May - La revolución del malestar

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¿Qué nos pasó como sociedad? ¿Por qué se produjo el estallido social de octubre 2019? ¿Qué hay detrás de los carteles y las batucadas, de la alegría y las marchas, del caceroleo y las barricadas, así como también del saqueo y la destrucción? El malestar parece ser el síntoma emocional más agudo que se ha instalado en nuestro país en el último tiempo.
A través de una mirada integradora el destacado psicólogo Gonzalo Rojas-May, intenta ofrecer una respuesta sensata a estas interrogantes, comprobando que, la «perspectiva» de tener va siempre asociada a la frustración y al dolor de la «realidad» del no tener. Y que, en este nuevo escenario de redes sociales e inmediatez, la queja, el odio y la mentira funcionan como caldo de cultivo para el enfado sostenido.
La revolución del malestar es una interpretación seria sobre lo que le ocurre al individuo en el siglo XXI y que lo lleva a querer ser parte del profundo cambio social que se está gestando en Chile. Una obra que nos invita a reflexionar, pero sobre todo a actuar, con responsabilidad y rigor intelectual, ya que de lo contrario, cualquier solución que se construya será, según el autor, solo un espejismo cortoplacista.
"Este libro intenta contribuir a clarificar los bordes de este nuevo escenario y, con ello a poder develar la magnitud del desafío que se tiene por delante. La hora del 'control de síntomas' ya pasó, es tiempo de tratar la enfermedad".
El autor

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Y la derecha también estafó a la sociedad. El capitalismo nos prometió que si trabajábamos duro obtendríamos siempre una justa compensación por nuestro esfuerzo. Pero esa declaración voluntarista se difuminó con la aparición de la tecnología digital, precarizando el trabajo y llenándonos de temor frente a su avance inevitable. Me preocupo, me frustro, me angustio, me enojo, el malestar me invade, me empieza a atraer el populismo, sea este de izquierda o de derecha. Cada vez gana más la inmediatez, el «presentismo», la solución concreta a mis dolores, como cuando tengo una hernia cervical y tomo paracetamol, pero no quiero ir al kinesiólogo, no quiero hacer el tratamiento de rehabilitación que mi condición requiere.

Tener un título universitario ya tampoco es suficiente. Tomemos como ejemplo el caso de Chile: en 1965 solo el 2,2 por ciento de los chilenos en edad de realizar estudios superiores iba a la universidad; en 1990, esta cifra aumentó al 14,4 por ciento de la población y, en 2012, el porcentaje alcanzaba a un 54,9 por ciento. Vale decir, en ese lapso de veintidós años el porcentaje aumentó en casi un 400 por ciento.

Durante siglos, la noción de universidad fue la de un espacio para adquirir conocimiento y generar pensamiento. Hoy por hoy, las universidades se han convertido en entidades —empresas públicas o privadas— donde se adquieren títulos y un conocimiento funcional respecto a un determinado saber con algo de investigación, pero muy poco pensamiento y reflexión. El 2011, en Chile, se produjo una gran revolución estudiantil que cuestionó el modelo de educación pública y privada a nivel universitario. Se gastaron horas de análisis televisivos, columnas de opinión e infinitos intercambios de municiones opinantes en redes sociales. ¿Cuántos libros se escribieron? ¿Cuánta investigación hicieron las mismas universidades posteriormente? Muy poca. En definitiva, el malestar de entonces quedó reducido a consignas. Parte de las consecuencias de ello las hemos visto en octubre de 2019.

Chile es un país donde no se piensa, solo se administra. Muy probablemente lo mismo se puede decir respecto a los demás países iberoamericanos. El problema radica en que elegimos a políticos sin mandato. No se trata de que los líderes políticos produzcan pensamiento, su rol es otro. Hacer pensamiento teórico es mucho más complejo de lo que se cree. En Latinoamérica intentamos generar conocimiento tecnológico, producimos manuales que reparan problemas, pero que no se adelantan al futuro. Iberoamérica no está pensando en el futuro, ese es uno de los grandes dramas que tenemos. Por ejemplo, si nos comparamos en materia de estudios científicos con los gigantes asiáticos tal vez podríamos llegar a estar a la par en algunos campos; pero claramente carecemos de una política universitaria y de investigación como la que ellos tienen, que junto a la capacidad de reflexión que han adquirido desde la educación primaria les permite pensarse a sí mismos y planificar a mediano y largo plazo.

Los europeos, por otra parte, no lo están haciendo mucho mejor con la irresponsabilidad con la que su clase política está manejando los nacionalismos rampantes, el renacimiento del antisemitismo, un Brexit vergonzoso y un populismo de derecha floreciendo en buena parte de los países de la Comunidad Económica. ¿Estarán realmente tomándole el peso a lo que les está ocurriendo y con ello pensando en profundidad su futuro?

En Latinoamérica, en general, lo que queremos hacer siempre es partir de cero cada cuatro, cinco o máximo diez años. El fin de la historia se ha aplicado siempre. América Latina vive en ese juego permanentemente. Aquí no hay una idea de continuidad. En Estados Unidos, a pesar de su situación política actual, el país funciona y probablemente va a salir fortalecido después de la presidencia de Trump. Y no será porque él lo haya hecho bien, o porque la clase política antagónica haya sido capaz de construir una propuesta distinta que cautive al electorado. La razón por la cual Estados Unidos sobrevive siempre a sí mismo es porque tiene en su ADN la idea de continuidad. Hay algo que sostiene y estructura al pueblo norteamericano, a su clase política y a su cultura, y eso tiene un nombre: se llama Constitución. La Constitución estadounidense es una obra maestra no solo por lo bien escrita y pensada que está, sino porque el pueblo estadounidense ha tenido la sabiduría de ir adaptándola en el tiempo y no reescribiéndola o refundándola. Psicológicamente, aunque cueste dimensionarlo, la figura de la Constitución le da al ciudadano estadounidense una percepción de estabilidad, pertenencia y continuidad.

Entretanto, más allá del espíritu refundacional de algunos y el instinto de conservación de otros, Chile es hoy en día uno de los países más desiguales del mundo en términos de distribución de la riqueza. Detrás de esto se esconde también otro de los virus que han venido socavando la promesa capitalista: la especulación financiera en desmedro de la inversión productiva. El fin de las pequeñas y medianas empresas ahogadas por las grandes cadenas, el triunfo del mall por sobre la tienda de barrio. Hasta el retail tiene también sus días contados; Amazon y sus «replicantes» le respiran en el oído.

El discurso del chileno medio no es muy distinto al de cualquiera de sus pares iberoamericanos: «Caí en la trampa del marketing y la publicidad, pasé del ‘yo consumidor’ al ‘yo deudor’. Trabajo para pagar cuotas y, al mismo tiempo, no quiero ni puedo dejar de consumir. La presión social me impulsa a buscar siempre el último modelo de celular, el mejor televisor, a endeudarme para acompañar a mi equipo de fútbol favorito cuando juega fuera de mi país, a intentar cambiar mi auto con la mayor frecuencia posible, a darles a mis hijos todo lo que me piden, todo lo que yo no tuve. Y de pronto, debido a las deudas anteriores, empiezo a pagar el supermercado con la tarjeta de crédito, en cuotas. Acumular bienes no me hace más feliz, todo lo contrario; soy un deudor, estoy atrapado, tengo miedo».

Con todo, aunque somos mucho menos pobres que en el pasado y tenemos acceso a un menú enorme de posibilidades, ello no significa tener acceso verdadero a todas las oportunidades. El capitalismo y la democracia liberal han sido los grandes ganadores y ahora deben pagar el precio por ser insuficientes, por no cumplir los sueños que prometieron.

Para entender esto con mayor perspectiva hay que, necesariamente, oponerse a la inmediatez, concepto que se ha instalado en nuestra psique, trastocando completamente el modo en que desde siempre hemos procesado los hechos para interpretar nuestra realidad. Con la inmediatez de las comunicaciones, con el reinado de internet y nuestra sobreexposición a los estímulos de las redes sociales, se ha instaurado el dominio del «presentismo».

El «presentismo» es una suerte de adicción adquirida en las últimas décadas, el querer vivir solo en el aquí y en el ahora. Soy cada vez más consciente de mi demanda, de mi deseo y quiero satisfacerla de la manera más rectilínea posible. De algún modo, no queremos mirar hacia atrás, pero tampoco hacia delante. Hay miedo en las dos posiciones. Temor para enfrentar, en verdad, el de dónde venimos, lo que hemos hecho y lo que hemos dejado de hacer. Y, sobre todo, no querer reconocer las profundas deslealtades con las utopías a las que en algún momento adherimos durante el siglo XX.

Se trata de una posición de comodidad psíquica, a través de la cual evitamos enfrentarnos al espejo de nuestra memoria. No es que no queramos saber de nuestro pasado; lo que no queremos es hacernos responsables de él. Del mismo modo, intentamos no comprometernos mayormente con el futuro, ya que hacerlo implica, una vez más, asumir la responsabilidad de fallarnos.

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