Gonzalo Torrente Ballester
Crónica del rey pasmado
A mi colega Jesús Ferrero, fraternalmente.
G. T. B.
1.LA MADRUGADA DE AQUEL domingo, tantos de octubre, fue de milagros, maravillas y sorpresas, si bien hubiera, como siempre, desacuerdo entre testigos y testimonios. Más exacto sería, seguramente, decir que todo el mundo habló de ellos, aunque nadie los viera; pero como la exactitud es imposible, más vale dejar las cosas como las cuentan y contaron: si no fue el socavón de la calle del Pez, que quedó a la vista del mundo durante todo el día, y la gente acudió a verlo y a olerlo como si fuera la abada. El percance, según se relata, fue, por ejemplo, así: una vieja, de madrugada, vio salir una víbora de debajo de una piedra: la víbora echó a correr hacia abajo como pudo haber echado a correr hacia arriba; pero lo que vio el talabartero de la calle de San Roque ya no fue una víbora, sino una culebra de regular tamaño, que también echó a correr, hacia arriba o hacia abajo, la dirección no figura. La beata que salía de San Ginés, de oír la misa de alba, vio un verdadero culebrón que, ése sí, llevaba camino del alcázar, más o menos, y, finalmente, alguien de la Guardia Valona que iba al servicio o salía de él (esto no queda muy preciso), lo que pudo contemplar, atónito o desorbitado, fue una gigantesca boa que rodeaba al alcázar, por la parte que se apoya en la tierra o coincide con ella, y parecía apretar el edificio con ánimo de derribarlo, o al menos de estrujarlo, lo que parece más verosímil, el menos desde un punto de vista de la semántica. El guardia valón empezó a pegar gritos en su lengua, pero, como nadie lo entendía, dio tiempo a que la gigantesca serpiente desistiese de su empeño, al menos en apariencia, y se deslizase con suavidad pasmosa hacia el Campo del Moro, donde fue rastreada en vano durante toda la mañana por equipos de expertos que se turnaban cada hora. Lo del tesoro de monedas antiguas se atribuyó a la suerte de un niño, pero había algunas variantes en la localización del hallazgo: según unos, fuera del portillo de Embajadores, conforme se sale, a la derecha; según otros, a la salida de la puerta de Toledo, según se sale, a la izquierda. Ni el tesoro ni el niño fueron habidos.
Las campanas de Santa Águeda tocando solas las oyó todo el mundo; pero, ¿quién es todo el mundo? Lo de las voces angustiosas saliendo de una casa en ruinas vino del barrio de Las Vistillas: unas voces tremendas y doloridas, de condenados al fuego eterno o cosa así, aunque también pudieran corresponder a penitentes del Purgatorio: eran, miren qué cosas, voces pestilentes. Lo que se pudo comprobar por quien quisiera hacerlo fue lo de la calle del Pez: en efecto, había un socavón que atravesaba la calle en línea quebrada, de sur a norte; en un principio, al parecer, salían de la grieta (de la sima, según los primeros testigos, desconocidos) gases sulfurosos, por lo que todo el mundo pensó, y con razón, que en el fondo de la grieta empezaba el infierno, sobre todo, si se tiene en cuenta que, con los gases, salían rugidos de dolor y blasfemias espantosas; pero cuando la gente empezó a juntarse y echar su cuarto a espadas, la sima ya no lo era, y no olía peor que la misma calle. Se conoce que los gases se habían agotado.
2. El párroco de San Martín, el de la capa, don Secundino Mirambel Pacheco, había estado de joven en las Indias, y del viaje por mar se había traído un catalejo, regalo de un piloto genovés con el que hiciera amistad durante la travesía. Todas las noches, don Secundino escrutaba el cielo con aquel aparato, si la noche era medianamente clara o si las estrellas se distinguían con suficiente fulgor. Durante mucho tiempo, don Secundino no pasó de perito en estrellas, de las que hablaba a sus amigos cuando tomaba el chocolate, por las tardes, y con algunos allegados; pero a la gente las cuestiones de la bóveda celeste no parecían importarle más de lo aconsejado por los predicadores, que solían ponerla como ejemplo de la afición que la Divinidad tenía a la belleza, y también de obediencia, moviéndose como se movían conforme a las órdenes recibidas hace muchos siglos no se sabe cuántos ni conviene investigarlo. Una noche, sin embargo, una noche de sábado, descubrió, además de las estrellas, brujas, y consideró oportuno dar cuenta al Santo Oficio de su descubrimiento. Después de una sesión secreta, el Gran Inquisidor, en persona, encargó a don Secundino un informe semanal sobre la calidad y el número de brujas concurrentes, y posiblemente los brujos que transitaban la noche sabatina de la villa, aunque no fuera más que por razones de estadística. Aquella mañana del domingo, tantos de octubre, una mañana tibia y soleada, don Secundino Mirambel redactó su informe semanal con los acostumbrados escrúpulos y la bella prosa de quien había abrevado en los mejores clásicos latinos y aprendido el castellano en los alrededores de Écija: si ceceaba un poco, el ceceo no se transmitía al papel. Salió de casa con la fresca, entregó el informe a un fámulo de la Santa Inquisición, y regresó a su casa después de decir misa, tomarse un chocolate y beberse un vaso de agua fresca, como le pedía el cuerpo; se acostó sin desnudarse, pues, los domingos y por si acaso, sólo solía echar un sueñecito. El fámulo de la Santa Inquisición pasó el escrito a Su Excelencia, de pie desde la madrugada, con la misa ya dicha y graves problemas en el corazón y en la cabeza. Estaba en su despacho, junto a la gran sala del Consejo. Abrió el pliego de don Secundino, le echó un vistazo, pero, de pronto, algo debió de llamarle la atención, que se puso a leer atentamente, con el ceño fruncido y exclamaciones intercaladas, como:
– ¡Dios nos asista! ¡A esto podíamos llegar! ¡El demonio anda suelto!
Terminó de leer, cerró el pliego, y ordenó que fuesen inmediatamente al convento de San Francisco, y que se personase fray Eugenio de Rivadesella sin otras dilaciones.
3. El conde de la Peña Andrada daba los últimos toques a su peinado delante de un espejito que le había traído Lucrecia. Ella le miraba por detrás, les miraba a él y a su imagen del espejo. Cuando el conde soltó el peine, ella le dio un beso en el cabello y le dijo: «Estás guapísimo.» Y le trajo la ropilla azul celeste para que terminara de vestirse.
– ¿Se habrá despertado tu ama?
– Suele ser remolona, y más los domingos.
– Pues al Rey habrá que despertarlo. Va siendo hora.
– Yo no me atrevo, señor. Hágalo usted. Se acercaron a la puerta del cuarto de Marfisa, y Lucrecia la abrió con precaución de silencio. Un rayo de sol cruzaba la habitación, iluminaba las grandes baldosas, blancas y rojas, del pavimento, y llegaba hasta el borde mismo del lecho. En su penumbra, dormían dos figuras: la del Rey, junto al borde; la de Marfisa, allá en el fondo. El conde se aproximó en puntillas y tocó el hombro desnudo del monarca.
– Señor, es ya la hora.
Su Majestad abrió los ojos perezosamente.
– ¿Qué sucede?
– Hay que levantarse. Es tarde.
Empezaron a dar las ocho en una torre: las campanadas temblaban en el aire caliente, se dilataban, se mezclaban unas a otras, hasta parecer una sola campanada.
– ¿No es muy temprano, conde?
– Tenemos que atravesar la villa.
– ¿A pie?
– Espero que mi carroza nos aguarde.
El Rey se incorporó: desnudo, mostraba su delgadez, delatora de huesos delicados. Apartó la frazada y quedó en cueros.
– Acércame la ropa.
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