Pilar Mayo - Las maletas del olvido

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Las maletas del olvido: краткое содержание, описание и аннотация

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Amparo es una mujer peculiar llena de supersticiones y de manías que rozan la obsesión.Sus días transcurren sin altibajos, hasta que tras un suceso inesperado, todo su universo parece desmoronarse y el caos asoma a su vida. Amparo no dudará en hacer lo que sea necesario para que sus hijas, Elena e Inés, puedan volver a encontrarse a sí mismas y plantarle cara de aquello que las atormenta. Incluso si eso significa enfrentarse de una vez por todas a un pasado que no es capaz de dejar atrás. Las maletas del olvido es una emotiva historia narrada a tres voces que gira alrededor de un personaje inolvidable: Amparo, que representa el amor incondicional de una madre y su lucha para que sus hijas vuelvan a ser felices.

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Agra­de­ci­mien­tos

«Cual­quier for­ma de re­pro­duc­ción, dis­tri­bu­ción, co­mu­ni­ca­ción pú­bli­ca o trans­for­ma­ción de esta obra solo pue­de ser rea­li­za­da con la au­to­ri­za­ción de sus ti­tu­la­res, sal­vo ex­cep­ción pre­vis­ta por la ley. Di­rí­ja­se a CE­DRO (Cen­tro Es­pa­ñol de De­re­chos Re­pro­grá­fi­cos). Si ne­ce­si­ta fo­to­co­piar o es­ca­near al­gún frag­men­to de esta obra (www.con­li­cen­cia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

_______________

Las ma­le­tas del ol­vi­do

©2020 Pi­lar Mayo

____________________

Di­se­ño de cu­bier­ta: Eva Ola­ya

Fo­to­gra­fía de cu­bier­ta: Shut­ters­tock

___________________

1.ª edi­ción: oc­tu­bre 2020

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mun­do:

© 2020: Edi­cio­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 plan­ta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

____________________

Nin­gu­na par­te de esta pu­bli­ca­ción, in­clui­do el di­se­ño de la cu­bier­ta, pue­de ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en ma­ne­ra al­gu­na ni por nin­gún me­dio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óp­ti­co, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del edi­tor.

A mi hijo Da­niel, por ha­cer mi mun­do un poco me­jor.

CAPÍTULO 1

Gé­mi­nis: Apar­ca tus mie­dos y pon­te a tra­ba­jar para arre­glar una si­tua­ción que está afec­tan­do ne­ga­ti­va­men­te a tu vida. La se­ma­na po­dría com­pli­car­se en lo fa­mi­liar más de lo es­pe­ra­do. Ne­ce­si­ta­rás tiem­po.

Mie­do. Leo el ho­rós­co­po del día y es lo que sien­to, un mie­do irra­cio­nal por­que des­de que me des­per­té ten­go la sen­sa­ción de que algo malo me ron­da y pien­so que la pre­dic­ción para mi signo no pue­de ser más cer­te­ra. La per­so­na que lo ha es­cri­to pa­re­ce ha­ber­se ins­pi­ra­do en mí. Cie­rro el pe­rió­di­co, lo do­blo por la mi­tad y lo pon­go en el cubo del re­ci­cla­je, ¿a qué se re­fe­ri­rá cuan­do dice que arre­gle una si­tua­ción? ¿Y eso de que mi vida pue­de com­pli­car­se más? Ahí se equi­vo­ca, creo que eso es im­po­si­ble. Como si no fue­ra bas­tan­te com­pli­ca­do ya con­vi­vir con una hija amar­ga­da y re­sen­ti­da y sa­ber que tu otra hija es una in­fe­liz, aun­que de cara a la ga­le­ría ten­ga una fa­mi­lia casi per­fec­ta. Y digo casi por­que mi nie­ta es la ado­les­cen­te más re­bel­de y des­di­cha­da que co­noz­co y eso no se pue­de es­con­der.

Des­de lue­go los as­tros no se han por­ta­do bien con las mu­je­res de esta fa­mi­lia. Apa­ren­te­men­te todo fun­cio­na, pero solo fin­gi­mos. Si ras­cas un poco des­cu­bres una pá­ti­na de de­s­es­pe­ran­za en cada una de no­so­tras. Me pre­gun­to si no se­ría me­jor que pa­sa­ra algo gor­do para que reac­cio­ná­ra­mos, a pe­sar del mie­do que me da lo des­co­no­ci­do. Cual­quier cosa que des­es­ta­bi­li­ce lo que se ha con­ver­ti­do en nues­tra for­ma de su­per­vi­ven­cia me ate­rra, por­que ya es­ta­mos un poco ro­tas por den­tro. La pena es que nos he­mos acos­tum­bra­do al do­lor, a ser in­fe­li­ces cada una a nues­tra ma­ne­ra. Lo que real­men­te de­be­ría dar­me mie­do es esta ru­ti­na que nos aplas­ta y no lo que esté por ve­nir. No creo que nada pue­da ha­cer­nos sen­tir aún más des­gra­cia­das.

El so­ni­do del tim­bre me so­bre­sal­ta y me in­quie­ta. En esta ur­ba­ni­za­ción de ca­sas ado­sa­das, to­das igua­les, no sue­le ha­ber na­die a es­tas ho­ras, la gen­te está tra­ba­jan­do; solo vie­nen a dor­mir. Un pe­rro la­dra a lo le­jos rom­pien­do el si­len­cio. En­se­gui­da otros se unen a él y me pa­re­ce que es una se­ñal de lo que he leí­do hace un mo­men­to; como si las ma­las no­ti­cias es­tu­vie­ran lla­man­do a mi puer­ta, los ani­ma­les lo de­tec­ta­ran y esa fue­ra su ma­ne­ra de avi­sar­me para que no les per­mi­ta la en­tra­da.

Des­tie­rro esos pen­sa­mien­tos y, al abrir, veo a Mu­riel ves­ti­da de ne­gro de la ca­be­za a los pies, lle­na de pier­cings , con unas oje­ras que ha­cen jue­go con su ropa y una ex­pre­sión de des­am­pa­ro y tris­te­za que te da­rían ga­nas de abra­zar­la si te la cru­za­ras por la ca­lle, aun­que no la co­no­cie­ras de nada.

—Mu­riel, pasa, pero ¿qué ha­ces aquí a es­tas ho­ras? —le pre­gun­to mien­tras mi vis­ta se de­tie­ne en una mo­chi­la enor­me que trae con ella—. De­be­rías es­tar en el co­le­gio.

La arras­tro al in­te­rior y cie­rro la puer­ta. Hace mu­cho frío y no lle­va abri­go, solo un jer­sey va­rias ta­llas gran­de que pa­re­ce que quie­ra en­gu­llir­la.

—Odio a mi ma­dre, me he ido de casa —me dice mien­tras llo­ra abra­za­da a mí.

Mu­riel, mi nie­ta, que se lla­ma así por­que su ma­dre lo leyó en una no­ve­la y le gus­tó, ¡vál­ga­me Dios! Aun­que a mí el nom­bre me gus­ta, qui­zá por­que quie­ro a esta niña más que a nada. Da­ría todo lo que ten­go por­que fue­ra fe­liz. Es re­bel­de y no se ca­lla nada. Me re­cuer­da tan­to a mí que pa­re­ce más hija mía que de su ma­dre. Re­cuer­do con nos­tal­gia el día que na­ció, tan gor­di­ta, con ese olor a vida, ese co­lor ro­sa­do y esa mata de pelo ne­gra y abun­dan­te. Nada que ver con lo que es aho­ra: del­ga­da y tan pá­li­da que pa­re­ce un vam­pi­ro. El mie­do me obli­ga a ce­rrar los ojos mien­tras la abra­zo. Sé que lo que nos es­pe­ra no será me­jor que lo vi­vi­do. Sé que hay mu­cho ren­cor guar­da­do, in­jus­ti­fi­ca­do, en mi opi­nión. Si hay al­gún mo­ti­vo ocul­to, a mí se me es­ca­pa, y es muy di­fí­cil en­con­trar una so­lu­ción cuan­do no sa­bes lo que se su­po­ne que es­tás ha­cien­do mal.

—No di­gas eso nun­ca más. No es ver­dad. Tu ma­dre lo hace lo me­jor que sabe.

—Tú no tie­nes que vi­vir en esa casa. Son odio­sos los dos, unos em­bus­te­ros a los que solo les im­por­ta el di­ne­ro.

—Mu­riel, ca­ri­ño, ten­drías que ha­cer un es­fuer­zo para so­lu­cio­nar las co­sas con tu ma­dre, por­que si no el día de ma­ña­na te arre­pen­ti­rás. Aho­ra es­tás en­fa­da­da y no pien­sas con cla­ri­dad. Ve y deja la bol­sa en la ha­bi­ta­ción de Inés, anda, mien­tras lla­mo a tu ma­dre para de­cir­le que es­tás aquí.

Ya sa­bía yo que el ho­rós­co­po no se equi­vo­ca­ba: se ave­ci­na tor­men­ta. Cojo el te­lé­fono y lo sos­ten­go unos ins­tan­tes an­tes de mar­car, no quie­ro de­cir nada de lo que pue­da arre­pen­tir­me.

—¿Sí?

—Hola, Agus­ti­na, pá­sa­me a Ele­na, por fa­vor.

—Hola, se­ño­ra Am­pa­ro. La se­ño­ra no está en este mo­men­to. Si quie­re de­jar un re­ca­do…

—Agus­ti­na, dé­ja­te de cuen­tos y dile a mi hija que se pon­ga al te­lé­fono si no quie­re que me pre­sen­te en su casa con la bata y las za­pa­ti­llas que tan­to le gus­tan. —Se hace el si­len­cio al otro lado de la lí­nea. Al mo­men­to, mi hija, esa que no pa­re­ce hija mía y que se aver­güen­za de su ma­dre, se pone al te­lé­fono.

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