—¿Qué quieres, mamá?
Contesta con voz de fastidio, ni siquiera está avergonzada por haber dicho que no estaba.
—Tu hija está aquí con una mochila llena de ropa y, lo que es peor, otra llena de resentimiento y pesar, esa va a ser más difícil vaciarla.
Cuelgo sin darle tiempo a contestar, solo quería que supiera que Muriel está aquí, aunque quizá no debería haberla llamado y que se hubiera preocupado un poco. Qué mal he debido de hacerlo con ella como madre. Es triste que tu hija sienta vergüenza porque no estés a la altura de lo que ella espera de ti. Lo sé y me duele no ser la madre que a ella le hubiera gustado tener. Es como si la insultara con mi presencia.
Elena siempre fue especial, jamás trajo a ningún chico; no hubiera soportado que vieran que su casa era humilde, con tapetes de ganchillo en los brazos del sofá y unos muebles que más que de madera parecían de cartón. Lo debió de pasar fatal el día que vino por primera vez con el que ahora es su marido. Un amago de sonrisa aparece en mi cara al acordarme de aquel día. Se presentó en casa con un abogado que, a pesar de su juventud, ya ganaba mucho dinero. Trabajaba en el bufete de su padre, que tenía como clientes a la crème de la crème de la ciudad. Ya entonces era clasista. No me gustó nada para ella, presentía que no la haría feliz y no me equivoqué.
Me veo reflejada en el cristal de la vitrina y me recoloco el pelo, al que ya le hace falta un tinte. Cierro los ojos porque no me gusta verme, pienso que así es cómo me ve mi hija: una vieja con el pelo estropeado y una bata ancha encima de la ropa gastada y cómoda que me pongo para estar por casa.
Muriel regresa y se sienta conmigo en el sofá, el mismo que su madre aborrece.
—La tía Inés está cada día más gorda.
—Cada uno lleva su pena como puede. —Y al decir eso siento que yo tampoco gestiono muy bien la mía—. Ahora cuéntame qué te ha pasado.
—Mi madre no me deja ir a una fiesta el sábado por la noche. Hago siempre lo que quiero y le da lo mismo, pero el sábado viene el socio de mi padre a cenar y tenemos que interpretar a la familia feliz. Quiere que me disfrace con un vestido que me ha comprado, y yo le he dicho que antes me corto las venas. —Pone énfasis en cada palabra, como si así tuviera más razón y a mí no me quedara más remedio que reconocerlo—. Entonces ha empezado a decirme unas cosas horribles y yo le he dicho que era una puta, por acostarse con el amigo de mi padre. Me ha dado un bofetón y yo he vuelto a llamarla puta.
La última frase la dice bajito, como si supiera que no voy a justificarlo, aunque me gustaría que fuera porque está arrepentida.
—Muriel, por Dios. ¿Cómo le has dicho eso a tu madre?
—Porque es verdad, todo el mundo lo sabe. Tú también.
Aparta la mirada de mí porque imagino que sabe que ha traspasado una línea que no debía.
—No vuelvas a decir eso de tu madre nunca más, y mucho menos delante de mí, recuerda que es mi hija. —Muriel abre la boca para replicarme, pero se arrepiente y no dice nada. Baja la mirada y la fija en sus botas. Imagino que el cariño que me tiene pesa más que la rabia que siente hacia su madre; o quizá algo en mi mirada le advierte que es mejor que se calle—. Ya te he dicho que cada uno lleva su pena como puede. Escucha bien lo que voy a decirte: nunca juzgues a nadie, jamás, aunque su comportamiento te parezca horrible y pienses que tú no actuarías así. A veces la vida te pone a prueba y no te da opciones. Tienes tanto que aprender…
Nos quedamos en silencio y el zumbido de la nevera es lo único que se oye, eso y el ladrido de los perros, que me está poniendo los nervios de punta.
—Lo siento —susurra.
No contesto, es mi manera de decirle que estoy enfadada, pero cuando bajo la mirada y veo sus calcetines con un estampado de gatitos, que asoman bajo las enormes botas, caigo en la cuenta de que es una niña y que no se merece pasar por esto. La agarro por el hombro y la atraigo hacia mí. Ella se deja abrazar y se acomoda en mi pecho, como si quisiera esconderse del mundo y desaparecer.
Elena
«Puta». Todavía puedo ver a Muriel escupiéndome a la cara esa palabra. Puta. Lo mismo que deben pensar muchos. ¿Qué sabrá la gente? Y qué sabrá esa mocosa. Me pregunto cómo se habrá enterado de lo de Arturo. Soy muy cuidadosa o, al menos, eso creía. Miro a mi alrededor y descubro lo falso que es todo lo que me rodea. Nunca imaginé que mi vida llegaría a estar tan vacía. Mire adonde mire todo me sobra. A lo mejor tiene razón mi hija y soy una puta, porque me acuesto con el amigo de mi marido. Pero yo sé que él se tira a la mujer de su socio. Y no es que se cansara de mí, no tuvo tiempo; fue así desde el principio. Nuestro matrimonio fue un negocio, no le hubieran servido las mujeres de su círculo, porque al tener un colchón económico donde refugiarse le hubieran dado la patada en cuanto hubieran descubierto la clase de persona que es. Fui una ingenua. Él solo buscaba una cara y un cuerpo bonito para poder presumir. Claro que yo solo quería su dinero, poder vivir en una casa enorme con calefacción en invierno y aire acondicionado en verano, tener a alguien que hiciera por mí las tareas de la casa, poder comprarme todo lo que me viniera en gana, una posición social, fiestas… ¿Qué se puede esperar de una relación que empieza así?
Aunque si él no me hubiera engañado primero no sé si yo le estaría poniendo los cuernos. Supongo que sí, porque la vida que imaginé juntos no resultó ser lo que esperaba.
Y mi madre, ¿quién se cree que es para dar consejos? Una mujer cargada de supersticiones que no la dejan vivir. ¿En serio cree que no nos damos cuenta de sus manías? La tele, con el volumen en el número veintidós o en el doce, según el ruido que haya de fondo, ni uno más ni uno menos; las pinzas de tender la ropa de color amarillo, siempre en la cesta, jamás las usa, porque el amarillo da mala suerte, pero tampoco las tira; los zapatos bien colocados, alineados como soldados el día del desfile. Lo que me parece más increíble es su forma de hacer la compra: siete tomates, siete manzanas, siete patatas, da igual si somos dos o doce a comer, siempre siete; en cambio, si tiene que comprar lechugas solo coge las que necesita. ¿Por qué las ensaladas no tienen que ser siete? ¿Y qué pasa con las sandías o los melones? Parece que tampoco tienen que ser siete, gracias a Dios. Está obsesionada con el horóscopo: se cree todo lo que lee y cada mañana busca el significado de lo que ha soñado en un diccionario de sueños. Esas supersticiones son típicas de gente inculta y de pueblo. Me pone enferma cuando sale de casa con esa bata de los chinos encima del pantalón y con las zapatillas de andar por casa, aunque sea para ir a casa de su amiga, que está a una manzana.
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