Pertenecemos a sociedades con márgenes cada vez más borrosos, y esto se ha convertido en uno de los mayores desafíos que los países estamos enfrentando.
La idea del borde tiene que ver con la frontera, incluso con el límite de nuestra vida. En 1900, la expectativa de vida en países como China e India era de veinticinco años, en tanto que la media europea era de cuarenta años. En la actualidad, la esperanza de vida a nivel mundial promedia los setenta y seis años y en los países desarrollados alcanza los ochenta y dos. A comienzos del siglo XX, cuando nos casábamos «para siempre», estábamos hablando de matrimonios que se esperaba duraran veinte años en promedio. Si aplicamos la misma lógica, hoy los novios deberían saber al momento de dar el sí que les espera una convivencia muchísimo más larga que la que tuvieron sus padres y abuelos.
Lo mismo pasa con la educación. En España, por ejemplo, a inicios del siglo XX solo el 44 por ciento de la población sabía leer y escribir. Los números en América Latina eran aún peores. ¿Cuántos de los jóvenes de Iberoamérica podían entonces elegir qué estudiar o en qué trabajar?
A partir de estos números podemos inferir las enormes restricciones que en todos los ámbitos había para la mayor parte de la población: vivienda, salud, educación, bienes materiales.
Cuando hasta hace unos pocos años se le preguntaba a un individuo qué era lo que más quería, la respuesta solía ser «quiero un trabajo estable, una buena calidad de vida para mi familia, salud, vivir en un país en paz, que mis hijos puedan estudiar y ser más que yo. Eso es lo que realmente me haría feliz». Probablemente ese deseo no ha cambiado demasiado. Sin embargo, los caminos y la velocidad con la que se espera lograr esos objetivos vuelven esas expectativas extraordinariamente complejas. Si uno lo piensa en términos financieros, por ejemplo, ¿qué entendemos por bienestar económico? Nuestros bisabuelos, nuestro abuelos y, en algunos casos, nuestros padres lo entendían como tener trabajo estable y, ojalá, permanecer toda la vida en la misma institución, logrando de esta manera una existencia predecible, pero «segura».
Hoy en día, para la mayor parte de la población mundial el concepto de bienestar económico va mucho más allá de lo que pensaban nuestros ancestros. Hoy se asume que la educación, la salud, la vivienda y el trabajo son derechos fundamentales que las sociedades y los estados deben asegurar a sus habitantes. Y que, además, la calidad y las condiciones de estos deben ser igualitarias. Se piensa que la educación que recibimos nos debe garantizar prosperidad futura, que nos permita alcanzar todos los bienes de consumo que se encuentran disponibles en las vitrinas físicas y virtuales a las cuales tenemos acceso.
Sin entrar a discutir la legitimidad de lo anterior, resulta evidente que, por ahora, todos estos anhelos difícilmente podrán ser alcanzados. No se trata solo de los esfuerzos políticos y económicos que una tarea de esta envergadura supone para el sector público y privado de nuestros países; hay algo mucho más complejo a enfrentar: la insaciabilidad de la naturaleza humana y la profunda necesidad de diferenciarnos del Otro.
Debemos entender que una cosa son las necesidades y otra los deseos. Las necesidades son manifestaciones de algo imprescindible para nuestro bienestar fisiológico, psicológico, social o, incluso, espiritual. Ya en 1943, Abraham Maslow estableció con su célebre «pirámide» su teoría de la jerarquización de las necesidades humanas. De acuerdo con esta, a medida que los individuos satisfacemos nuestras necesidades más básicas, vamos accediendo a otras más complejas.
Por otra parte, los deseos son manifestaciones específicas de ciertas necesidades. Un ejemplo básico es el agua. Si los seres humanos no tomamos líquido, morimos. Podemos pasar un par de meses sin comer, en ayuno voluntario o forzado, pero si una persona no consume líquido, fallece en pocos días. Una cosa es decir «yo tengo sed», esto es, expreso mi necesidad, y otra muy distinta es sentir deseo de tomar agua, Coca-Cola, whisky, cerveza o limonada. Esa es una distinción significativa. El consumo, durante la mayor parte de la historia de la humanidad, siempre estuvo dirigido ante todo a satisfacer necesidades, pero no tenía mucho que ver con los deseos, no porque estos no existieran, sino porque era extraordinariamente difícil para la mayor parte de la población acceder a satisfacerlos.
Hasta mediados del siglo XX, el deseo y la necesidad iban muy aparejados. Para vestirnos, nos conformábamos con un par de camisas, un par de zapatos, dos suéteres, un vestido, una cartera, y nos dábamos vuelta con eso durante años. Los reparábamos y los cuidábamos. Eran muy pocas las personas que tenían la oportunidad de darse el lujo de variar la forma en que esa necesidad se satisfacía. Hoy en día hay una enorme cantidad de personas que tienen acceso a cumplir sus necesidades, pero esto también ha abierto la fuente del deseo, la que, como se sabe, es insaciable. La naturaleza humana siempre quiere más. Hace tiempo ya que la humanidad no solo trata de satisfacer una necesidad: con el siglo XXI entramos a la era del deseo. Un ejemplo: «Ya no solo quiero tener un buen trabajo que me asegure el sustento familiar y la posibilidad de realizarme profesional y personalmente, además quiero trabajar pocas horas».
Los bordes en este ámbito son cada vez más complejos, más difusos. ¿Hasta cuánto compro?, ¿cuántas camisas tengo?, ¿tiene el Estado o una supraentidad derecho a decidir cuánta ropa puedo tener? Y lo mismo ocurre en otras áreas.
Como hemos dicho, hasta hace no muchos años un título técnico superior o universitario era garantía de trabajo, casa propia, buena educación para los hijos, satisfacer las necesidades fundamentales y más. A medida que el sistema educacional se fue expandiendo y la situación económica mundial ha ido mejorando, más y más individuos han tenido acceso a la educación superior. El problema con el borde, en este caso, es el límite. La cantidad de periodistas, arquitectos, ingenieros, abogados o psicólogos, por ejemplo, que un país necesita es siempre finito. La creencia de que un título universitario y el prestigio que lleva asociado garantizan una vida holgada en lo económico y reconocida socialmente ha hecho que en las últimas décadas haya habido una epidemia de cesantes ilustrados. Las carreras universitarias, en desmedro de los estudios técnicos, han acarreado frustraciones y malestares impensados hace algunos años.
Los prejuicios, los que, desde luego, no necesariamente son negativos, muchas veces caminan de la mano con las expectativas. Si hiciéramos una encuesta y preguntáramos cuál es la mejor universidad del mundo, probablemente la respuesta mayoritaria que obtendríamos sería Harvard. Y si a continuación preguntáramos cuál es la razón de ello, se nos contestaría que debido a la tradición que posee, los profesores que ahí ejercen y los recursos con los que cuenta para investigación y desarrollo científico. Sin duda todo lo anterior es cierto, pero la principal razón por la cual Harvard es una de las mejores universidades del mundo es porque postula a ella la élite de los estudiantes secundarios a nivel mundial. En otras palabras, no son las universidades ni los institutos técnicos ni los recursos por sí mismos los que aseguran la calidad profesional; es el individuo el que define en buena medida el propio éxito. El estudiante que postula a Harvard ha estado expuesto, en la mayor parte de los casos, desde su nacimiento, a una educación y una estimulación cognitiva por sobre la media.
Entonces, volviendo a la reflexión anterior, ¿debieran los estados definir o transmitir con claridad cuántos profesionales y técnicos va a necesitar cada país en los próximos cinco, diez o veinte años? A primeras luces pudiera parecer que sí, pero el problema es que decir eso devendría en poner un límite, establecer una frontera y ni a las universidades públicas ni a las privadas, a nivel mundial, les conviene eso. Pero, por sobre todo, está la pregunta de si la gente quiere saberlo, porque al delimitarlo, inevitablemente se le corta la esperanza y el sueño a alguien.
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