Bessel van der Kolk - El cuerpo lleva la cuenta

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El cuerpo lleva la cuenta ha sido traducido a más de 20 idiomas y ha vendido millones de ejemplares en todo el mundo. Ha estado de forma intermitente en la lista de bestseller del NYT de la sección de ciencia desde su publicación.
Este libro profundamente humano ofrece una nueva comprensión radical de las causas y consecuencias del trauma, que ofrece esperanza y claridad a todas las personas afectadas por su devastación. El trauma ha surgido como uno de los grandes retos de la salud pública de nuestro tiempo, no sólo por sus efectos bien documentados sobre los veteranos de guerra y víctimas de accidentes y delitos, sino debido a la cifra oculta de la violencia sexual y familiar y en las comunidades y escuelas devastadas por el abuso, el abandono y la adicción.
Basándose en más de treinta años en la vanguardia de la investigación y la práctica clínica, Bessel van der Kolk muestra que el terror y el aislamiento en el núcleo del trauma, literalmente, remodelan tanto cerebro como el cuerpo. Nuevos conocimientos sobre nuestros instintos de supervivencia explican por qué las personas traumatizadas experimentan ansiedad incomprensible y rabia paralizante e intolerable y cómo el trauma afecta su capacidad para concentrarse, recordar, formar relaciones de confianza e incluso para sentirse como en casa en sus propios cuerpos. Estas personas, después de haber perdido el sentido del autocontrol y frustrados por las terapias fallidas, a menudo temen estar dañados sin posibilidad de recuperación.
El cuerpo lleva la cuenta es la inspiradora historia de cómo un grupo de terapeutas y científicos, junto con sus valientes y memorables pacientes, han luchado por integrar los recientes avances en la ciencia del cerebro, la investigación del apego y la conciencia corporal en tratamientos que puedan liberar a los supervivientes del trauma de la tiranía del pasado. Estos nuevos caminos hacia la recuperación activan la neuroplasticidad natural del cerebro para reconectar el funcionamiento perturbado y reconstruir paso a paso la capacidad de «saber lo que se sabe y sentir lo que se siente». También ofrecen experiencias que contrarresten directamente la impotencia y la invisibilidad asociadas al trauma, lo que permite a niños y adultos recuperar la autoridad de sus cuerpos y sus vidas.
Los lectores terminarán este libro asombrados por la resiliencia humana y por el poder que tienen nuestras relaciones, ya sea en la intimidad del hogar o en comunidades más amplias, de dañar y sanar.

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Sherry me dijo que había empezado a pellizcarse la piel porque le aportaba cierto alivio frente a su paralización. Las sensaciones físicas la hacían sentir más viva pero también profundamente avergonzada (sabía que era adicta a estas acciones pero no podía dejar de hacerlas). Había consultado a varios profesionales de la salud mental antes que a mí y le habían preguntado repetidamente sobre su «comportamiento suicida». También había sido sometida a una hospitalización involuntaria por parte de un psiquiatra que se negó a tratarla a menos que le prometiera que no volvería a pellizcarse la piel de nuevo. Sin embargo, según mi experiencia, los pacientes que se practican cortes o que se pellizcan la piel como Sherry, raras veces son suicidas; simplemente intentan hacer algo para sentirse mejor del único modo que saben.

Es un concepto difícil de entender para mucha gente. Como comenté en el capítulo anterior, la respuesta más habitual a la angustia es buscar a personas que nos gustan y en las que confiamos para que nos ayuden y nos den el valor de seguir adelante. También podemos calmarnos realizando una actividad física como ir en bicicleta o ir al gimnasio. Empezamos a aprender estas maneras de regular nuestros sentimientos desde el primer momento que alguien nos alimenta cuando tenemos hambre, nos tapa cuando tenemos frío o nos mece cuando nos hemos hecho daño o tenemos miedo.

Pero si nadie te ha mirado nunca con amor ni te ha dedicado una sonrisa al verte; o si nadie ha corrido a ayudarte (y en lugar de eso te ha dicho «Deja de llorar», o «Ya te daré yo motivos para llorar»), entonces debes descubrir otras maneras de cuidar de ti mismo. Es probable que experimentes con cualquier cosa (drogas, alcohol, bulimia o cortes) que te aporte algún tipo de alivio.

Aunque Sherry acudía obedientemente a cada visita y respondía a mis preguntas con gran sinceridad, yo no sentía que tuviéramos el tipo de conexión vital que es necesaria para que la terapia funcione. Le sugerí que viera a Liz, una terapeuta masajista con la que yo había trabajado anteriormente. Durante la primera visita, Liz colocó a Sherry en la camilla de masajes, y luego se puso al extremo de la camilla sujetando suavemente los pies de Sherry. Allí echada con los ojos cerrados, Sherry de repente se puso a gritar en pánico: «¿Dónde estás?». De algún modo, Sherry había perdido la pista de Liz, aunque Liz estaba justo allí, sujetando con las manos los pies de Sherry.

Sherry fue una de las primeras pacientes que me enseñaron la extrema desconexión del cuerpo que experimentan tantas personas con historias de traumas y de abandono. Descubrí que mi formación profesional, centrada en la comprensión y en la percepción, había pasado por alto la importancia del cuerpo vivo y que respira, el fundamento de nuestro yo. Sherry sabía que pellizcarse la piel era algo destructivo y que tenía que ver con el abandono de su madre, pero comprender el origen del impulso no le ayudaba a controlarlo.

PERDER EL CUERPO

Una vez estuve al corriente de ello, me sorprendió descubrir cuántos pacientes me decían que no podían sentir áreas enteras de su cuerpo. En ocasiones, les pedía que cerraran los ojos y me dijeran qué había puesto en sus manos extendidas. Ya fuera la llave de un coche, una moneda de veinticinco céntimos o un abrelatas, a menudo no podían adivinar qué tenían en la mano: sus percepciones sensoriales no funcionaban.

Se lo comenté a mi amigo Alexander McFarlane, de Australia, que había observado el mismo fenómeno. En su laboratorio de Adelaida, había estudiado la siguiente pregunta: ¿cómo sabemos que estamos sosteniendo la llave de un coche sin mirarla? Reconocer un objeto en la palma de la mano requiere percibir su forma, peso, temperatura, textura y posición. Cada una de estas experiencias sensoriales diferentes se transmite a una parte diferente del cerebro, que luego debe reintegrarlas en una única percepción. McFarlane descubrió que a las personas con TEPT solía costarles reconstruir la imagen. 2Cuando tenemos los sentidos amortiguados, dejamos de sentirnos totalmente vivos. En un artículo titulado «What is an Emotion?» (¿Qué es una emoción?) de 1884, 3William James, el padre de la psicología americana, describía un sorprendente caso de «insensibilidad sensorial» en una mujer a la que entrevistó: «No tengo sensaciones humanas–le dijo–. Estoy] rodeada de todo lo que me podría hacer la vida feliz y agradable, pero no tengo suficiente facultad de disfrute y de sentimiento… Todos mis sentidos, cada parte de mi propio yo, es como si estuvieran separados de mí y no pudiera permitirme ningún sentimiento; esta imposibilidad parece depender de un vacío que siento en la parte frontal de mi cabeza y estar debida a la disminución de la sensibilidad por toda la superficie de mi cuerpo, ya que me parece que en realidad nunca alcanzo los objetos que toco. Todo esto puede parecer poco importante, pero da como resultado aterrador, que es la imposibilidad de tener cualquier sentimiento y cualquier tipo de disfrute, aunque experimento la necesidad y el deseo de tenerlos, lo cual convierte mi vida en una incomprensible tortura».

Esta respuesta al trauma suscita una pregunta importante: ¿cómo puede la gente traumatizada aprender a integrar las experiencias sensoriales ordinarias para poder vivir con el flujo natural de sus sentimientos y sentirse segura y completa en su cuerpo?

¿CÓMO SABEMOS QUE ESTAMOS VIVOS?

Muchos de los primeros estudios de neuroimagen en personas traumatizadas eran como los que hemos visto en el capítulo 3: se centraban en cómo reaccionaban los sujetos a recordatorios específicos del trauma. Más adelante, mi compañera Ruth Lanius, que realizó los escáneres cerebrales a Stan y Ute Lawrence, planteó una nueva pregunta: ¿qué sucede en el cerebro de los supervivientes de traumas cuando no están pensando en el pasado? Sus estudios sobre el cerebro en reposo, la «red neuronal por defecto» (RND), abrió todo un nuevo capítulo en la comprensión de cómo el trauma afecta la conciencia de uno mismo, específicamente la conciencia sensorial de uno mismo. 4

La doctora Lanius seleccionó a un grupo de dieciséis canadienses «normales» para hacerles un escáner cerebral mientras no pensaban en nada en particular. Esto no es fácil de lograr (mientras estamos despiertos, nuestro cerebro no para) pero les pidió que centraran la atención en su respiración y que intentaran vaciar la mente al máximo. Luego, repitió el mismo experimento con dieciocho personas que habían tenido historias de maltrato crónico grave durante la infancia.

¿Qué está haciendo nuestro cerebro cuando no tenemos nada concreto en la mente? Resulta que prestamos atención a nosotros mismos. El estado por defecto activa las áreas cerebrales que trabajan conjuntamente para crear nuestra percepción del «yo».

Cuando Ruth analizó los escáneres de los sujetos normales, observó la activación de regiones de la RND que anteriores investigadores habían descrito. Me gusta llamarlo la «cresta» de la autoconcienciación, las estructuras de la línea media del cerebro, que empiezan justo sobre los ojos, discurren por el centro del cerebro hasta la nuca. Todas estas estructuras de la línea media están implicadas en nuestra percepción del «yo». La región más brillante en la parte posterior del cerebro es el cíngulo posterior, que nos da la percepción física de dónde estamos (nuestro GPS interno). Está fuertemente conectado con la corteza prefrontal medial (CPFM), la torre de vigilancia que mencioné en el capítulo 4 (esta conexión no aparece en el escáner porque la RMf no puede medirla). También está conectado con las áreas cerebrales que registran las sensaciones procedentes del resto del cuerpo: la ínsula, que transmite los mensajes de las vísceras a los centros emocionales; los lóbulos parietales, que integran la información sensorial; y el cíngulo anterior, que coordina las emociones y el pensamiento. Todas estas áreas contribuyen a la conciencia.

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