Enrique Cury Urzúa - Derecho Penal

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Este primer tomo de la undécima edición de la obra cumbre del profesor Enrique Cury Urzúa incluye los capítulos destinados al estudio de las cuestiones introductorias de la Parte General del Derecho penal, la teoría de la ley penal y, dentro de la teoría del delito, aquellos que tratan de la acción, tipicidad,antijuridicidad y culpabilidad, todos revisados, actualizados y preservados en medios digitales por el autor. La revisión y adecuación del texto a las reformas introducidas en la legislación chilena desde noviembre de 2012 a octubre de 2019 son obra de dos de sus más cercanos discípulos, Claudio Feller y María Elena Santibáñez, quienes lo complementan con algunas notas del editor. Este tomo incorpora el análisis del estado de necesidad, tanto justificante como exculpante, a partir del texto del artículo 10, Nº 11 del Código penal chileno, agregado por la Ley 20.480, publicada el 18 de diciembre de 2010. También contiene la posición adoptada por el profesor Cury, en la etapa final de su vida, en algunos aspectos de la teoría del delito. Alumnos, académicos y aplicadores del Derecho penal encontrarán en esta edición un apoyo sólido para el desempeño de sus respectivas actividades pues es el fruto de más de cuatro décadas de trabajo académico, de la más alta excelencia, realizado por el profesor Cury, enriquecido por la perspectiva orientada a la solución de casos que le dio la función de Ministro de la Corte Suprema que desempeñó durante ocho años.

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A este respecto debe tenerse presente que la ley en sentido estricto es fuente de Derecho punitivo, aunque no revista carácter penal expreso. Por supuesto, toda ley que establece un delito y le impone una pena es una ley penal, pero en las que forman parte de otros ordenamientos pueden encontrarse disposiciones que producen también efectos en el campo punitivo. El art. 129 del C.P.P., por ejemplo, admite la detención por “cualquier persona” en caso de flagrancia. Esto es una consecuencia de la unidad del ordenamiento jurídico, conforme al cual la esencia de cada una de sus ramas solo puede ser aprehendida mediante una referencia al contexto de que forma parte. Y debe acentuárselo porque, tal como muchas veces se incurre en la tentación de trasladar superficialmente a otros campos los conceptos pertenecientes a una de ellas,647 es frecuente también olvidar sus relaciones, sobre todo cuando estas son menos evidentes que en los ejemplos propuestos.

a) No son leyes en sentido estricto y, por consiguiente, no constituyen fuentes del Derecho penal los decretos con fuerza de ley, esto es, aquellas manifestaciones de la potestad normativa del Poder Ejecutivo que, en virtud de una delegación de facultades realizada por el Legislativo, regulan materias propias de una ley.

La posibilidad de efectuar esta clase de delegaciones era cuestionada en general cuando regía el texto original de la C.P.E. de 1925.648 La opinión prevalente las consideraba inconstitucionales y “desaconsejables políticamente”.649 Sin embargo, como esa Carta Fundamental no se refería al asunto –aunque de su historia se desprendía que tal silencio implicaba una desautorización–,650 era posible abrigar alguna duda o eludir un pronunciamiento como en verdad lo hizo constantemente la jurisprudencia.651 La reforma de este texto constitucional, que entró en vigencia el 4 de noviembre de 1970 (Ley 17.984) puso fin al debate. Por un lado, el art. 44 Nº 15 permitía expresamente que el Poder Legislativo hiciera delegaciones de sus facultades respecto de ciertas materias. Por el otro, en la enumeración que se hacía de estas últimas no se incluían (con toda razón) las de carácter penal. A partir de ese momento, la cuestión quedó zanjada, haciéndose patente la inconstitucionalidad de los D.F.L. que crean delitos e imponen penas. Tanto más cuanto que la norma “previene expresamente que la delegación no podrá referirse a materias comprendidas en las garantías constitucionales (con ciertas excepciones que no se extienden al principio de reserva ni a las garantías procesales-penales)”.652 La solución aparece aún más enfatizada en el art. 64 inc. segundo de la C.P.R. de 1980, en donde la prohibición de que la autorización se extienda a materias comprendidas por las garantías constitucionales no reconoce ahora excepción alguna.

A pesar de todo, ni la doctrina ni la jurisprudencia se inclinan a una solución radical del problema que implicaría la declaración de inconstitucionalidad de cada una de las normas penales contenidas en D.F.L. Esa actitud se funda, sobre todo, en consideraciones de carácter práctico. Por una parte, la Corte Suprema sostuvo que decisiones de esa clase importarían una invasión de las atribuciones de los otros poderes del Estado;653 por la otra, se temía privar de vigencia a normas más o menos complejas que regulan actividades de interés social considerable654 y cuya sustitución importaría trastornos de toda índole.

En mi opinión, ambos argumentos son insatisfactorios, y es de esperar que esta irregularidad sea subsanada por el Tribunal Constitucional, cuyas facultades, contenidas ahora en los arts. 92 y sigts. de la C.P.R., lo habilitan para hacerlo, ponga término a esta irregularidad que la Corte Suprema no supo –o no quiso– enfrentar. Solo una concepción anacrónica del principio de separación de los Poderes del Estado podría apreciar en eso una infracción de sus consecuencias; pues para el Estado de Derecho contemporáneo ese principio no excluye, sino que presupone una interrelación constante entre dichos poderes y, así precisamente, la limitación de cada uno por los otros, en un juego de constante equilibrio y ajuste. Lo cierto es que la Corte Suprema, escudada por lo general en consideraciones formales, renunció una y otra vez a participar en esa delicada tarea, declinando de tal manera quizás la parte más importante de su función social. Por eso, con toda razón esta le fue retirada y transferida al Tribunal Constitucional, que es de esperar la cumpla con mayor fortaleza y acuciosidad, como en principio pareciera dispuesto a hacerlo.655

Por lo que se refiere a las dificultades que generaría la declaración de inconstitucionalidad de aquellos DFL que infringen el nulla poena, creo que se las magnifica. Ella provocaría, por supuesto, algún desorden y el riesgo de una actitud consistente del Tribunal Constitucional lo aumentará cada vez más al declarar sucesivamente inaplicables y posteriormente inconstitucionales los DFL viciosos. Pero un peligro como ese es saludable, pues fortalece el llamado de atención que se dirige a los Poderes comprometidos, induciéndolos a regularizar con prontitud la situación anómala a la que se trata de poner fin.

b) Tampoco son leyes en sentido estricto y, por lo tanto, no constituyen fuente regular del Derecho penal los decretos leyes, esto es, aquellas normas dictadas por el gobierno de hecho durante un período de crisis constitucional, en el que los órganos del Poder Legislativo han cesado de funcionar.

Con todo, el problema que se presenta aquí es distinto del que plantean los DFL pues, como observa ETCHEBERRY,656 en este caso no se trata de enjuiciar la constitucionalidad de tales disposiciones porque ellas son, justamente, el producto de una situación en la que el orden constitucional se ha derrumbado y la Carta Fundamental no rige, de suerte que tampoco es posible vulnerarla.

Lo que ocurre es que en tales períodos existen de todas maneras unas relaciones sociales a las cuales es preciso regular, y quienes detentan el poder tienen que hacerlo mediante actos anómalos cuya vigencia solo depende de la medida en que las autoridades de hecho están en condiciones de imponerlos coactivamente. Por lo tanto, su imperio es una cuestión de hecho que, como tal, no admite una valoración jurídica. Mientras persiste la situación irregular, esta clase de preceptos se cumplen o no, pero su validez está fuera de discusión, puesto que no hay una Norma Fundamental con la cual contrastarlos.

La cuestión surge cuando se restablece el orden institucional, pues entonces sí es necesario evaluar el conjunto de los actos realizados por la administración de facto, incluidos los DL de que se sirvió para ordenar las relaciones sociales mientras ostentaba el poder.657

De acuerdo con lo expuesto, el principio ha de ser que los DL carecen de existencia en cuanto normas y, por consiguiente, sus mandatos y prohibiciones cesan de surtir efectos cuando desaparece la autoridad de hecho que le otorgaba la coactividad en que se basaba su imperio. Lo cierto es que, sin embargo, sobre todo cuando el período de anormalidad ha sido prolongado, las relaciones sociales ordenadas por esas disposiciones pueden ser numerosas y estar entrecruzadas de tal manera con las que se rigieron por normas jurídicas auténticas que resulta imposible separar las unas de las otras. Por esta razón la conducta legislativa más sana consistiría en efectuar un examen conjunto de los DL, descartando sin más todos aquellos cuyo desconocimiento no provoque problemas y formalizando los restantes mediante un procedimiento jurídicamente (constitucionalmente) establecido. Mientras esto último no ocurra, aquellos que han creado delitos y consagrado las penas correspondientes no deben, en mi opinión, recibir aplicación.

La doctrina dominante ha operado aquí con un criterio semejante al que justifica la vigencia de los DFL. Los DL, incluso aquellos que versan sobre materias penales, siguen siendo aplicados después de que concluye la situación anormal, con el pretexto de evitar problemas prácticos.658 Es verdad que en este caso el argumento se funda en hechos más complejos, lo cual acentúa su realismo. Aun así, creo que también aquí una actitud enérgica del órgano jurisdiccional competente contribuiría a una regularización satisfactoria de la situación. Y esto no con el objeto de abogar por un formalismo vacío, sino a causa de que en estas materias el imperio de las formas es muchas veces la única garantía de seguridad jurídica; por eso, habituarse a prestarles acatamiento puede ser fundamental para la preservación de la Libertad.

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