Piedrahíta, Ignacio
Grávido Río / Ignacio Piedrahíta. -- Medellín: Editorial EAFIT, 2019
186 p.;21 cm. -- (Letra x letra)
ISBN 978-958-720-593-0
1. Magdalena (Río, Colombia) – Descripciones y viajes. II. Tít. III. Serie
918.61 cd 23 ed.
P613
Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas
Grávido Río
Primera edición: agosto de 2019
© Ignacio Piedrahíta
© Editorial EAFIT
Carrera 49 No.7 Sur-50
Tel. 261 95 23, Medellín
http://www.eafit.edu.co/fondoeditorial
Correo electrónico: fonedit@eafit.edu.co
ISBN: 978-958-720-593-0
Edición: Juan Felipe Restrepo David
Corrección: Emma Lucía Ardila
Diseño y diagramación: Alina Giraldo Yepes
Imagen de carátula: Mark, Edward Walhouse, España 1817-1895. Mompox en el Magdalena -1845. Colección del Banco de La República
Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial
Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158, emitida el 13 de febrero de 2018
Editado en Medellín, Colombia
Diseño epub: Hipertexto – Netizen Digital Solutions
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Escribo sobre la Tierra, porque no hay una sola parte de ella que no se refiera al ser humano.
Walt Whitman
EL RECORRIDO.
Uno Contenido Uno Dos Tres Cuatro Cinco Seis Siete
Me es igual dónde comience; pues volveré de nuevo allí con el tiempo.
Parménides de Elea
RÍO MAGDALENA, SUR DE HUILA.
De nuevo en mi casa en el campo, intento recobrar el origen del viaje. Miro hacia atrás en el tiempo como rastreando con el dedo el nacimiento de un río sobre un mapa. Sigo esa línea ondulada que conduce a imaginarias cumbres y me lleva tres meses atrás, al final de un día inusualmente seco de marzo. Eran las cinco y media de la tarde y el sol comenzaba a sumergirse tras la serranía de las Baldías. La luz tenue hacía ver la tierra negra de un color azul, mientras el aire fresco de los dos mil quinientos metros de altura inundaba el pequeño valle montañoso.
Me puse un abrigo ligero y salí a caminar. Era ya un viejo ritual dar un paseo durante esa hora, en la que el día se retira. Descendí de la colina y tomé la carretera de piedra que lleva hacia la parte alta de la montaña. Con las primeras cuestas sentí la agitación de mi aliento. Su vaho caliente comenzaba a hacerse visible. Caía la noche. En los potreros a mi alrededor las vacas lecheras estiraban su cuello en busca de pasto. Al arrancar los mazos de hierba con la fuerza de su lengua producían un sonido opaco, de efecto narcótico. Las manchas blancas de su cuerpo brillaban como continentes desconocidos entre el oscuro océano de su piel.
Los campesinos terminaban de lavar los establos después del segundo turno de ordeño; la penumbra encubría aún más su ciega concentración. Me detuve a saludar a uno de ellos bajo el portal del ordeñadero. No me vio ni tampoco me escuchó. El continuo cepillar del piso de cemento, roído y descascarado por las pisadas de las vacas y la acidez del estiércol, no se lo permitió. Estuve ahí de pie, observándolo por largos minutos, sin que notara mi presencia. Sus movimientos eran seguros y enérgicos, a pesar de demandar los últimos esfuerzos de la jornada.
Sobre las montañas iban apareciendo casas campesinas como puntos de luz, replicando en la lejanía el alumbrar cercano de los cocuyos. A veces, estos insectos me golpeaban con un ingenuo toquecito de luz, atontados quizá por su propia fosforescencia. Siempre que me veía rodeado por ellos pensaba en el médico Charles Saffray, un viajero francés que recorrió el país en el siglo diecinueve. Contaba que, en algún pueblo a orillas del Magdalena, a las muchachas adolescentes las adornaban con coronas luminosas de cocuyos atrapados. Saffray solía ser desmedido en sus recuentos, pero no me importaba que la imagen fuera solo fantasía.
Llegué a una parte elevada en la montaña casi en completa oscuridad. Desde allí podía ver mi altiplano escasamente poblado, y mucho más abajo, el cañón de mil metros que se precipita hacia el oriente. En la parte baja del abismo alcanzaba a ver la línea punteada de luces de la autopista norte, cuyo trazo levemente curvado resumía los meandros del río Medellín que corría a su lado. Ya en ese punto había atravesado la ciudad, que yacía en una gran hondonada a mis espaldas, del otro lado de la cuesta. El curso del río, sugerido por las luces en la carretera, creaba una visión artificial que sin embargo me seducía.
Me quedé allí algunos minutos, mientras la niebla propia de esa hora ascendía la cuesta. Pronto un manto blanco me envolvió con su humedad, y como si viniera directamente de él, escuché una voz que me decía: sal de viaje. Sonreí con sarcasmo, pues rara vez hago caso a la superstición. Sin embargo, la oí.
La situación me recordó las primeras escenas de Hamlet. Un espanto se deja ver justo en el cambio de guardia en el brumoso castillo de Kronborg, en Elsinor. Los soldados hacen rodar la voz y una noche el príncipe Hamlet acude a reunirse con él. Sigue un momento conmovedor. El fantasma se revela como el padre recién muerto del príncipe. Retorna al mundo de los vivos para encargar a su hijo la tarea de vengarlo ante su tío, usurpador del trono.
Mi situación carecía de semejante drama, pero la sola sugerencia del viaje significaba un reto. Al cabo de varios años de estar viviendo en la montaña, no quería apartarme de ella. Esa forma de pensar me había asustado en un principio, pero luego terminé por aceptarla. Si ahora me decidía a emprender un nuevo viaje, este actuaría como una especie de antídoto contra esa condición que me había dominado.
Mientras bajaba la cuesta de regreso a casa, se me ocurrió que en todo ello había una prosaica coincidencia. La raza de las vacas lecheras de los alrededores era originaria de la región de Schleswig-Holstein. Esta zona, en el norte de Alemania desde 1864, fue históricamente un feudo del reino de Dinamarca, donde sucede el famoso drama shakespeariano. Las vacas Holstein se extendieron por su abundancia lechera a todos los rincones del mundo, así como, por su grandeza, las letras del famoso escritor.
En los días que siguieron, mi destino se definió hacia San Agustín. Tiempo atrás había partido en viaje por la cordillera de los Andes, y quizá por la magnitud del recorrido, había pasado de largo por ese poblado arqueológico que siempre había llamado mi atención. Quería visitar las estatuas talladas en piedra por aquellas culturas ancestrales, ubicadas en el lugar geográfico donde nace la cordillera Central de Colombia. Puesto que el lugar donde ahora vivía –así como la ciudad de Medellín donde había crecido– quedaba en esa misma cordillera, no quería ir más allá de su poderosa influencia.
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