Ignacio Piedrahita - Grávido Río

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La orilla tenía en este lado la forma de un escalón, pues es allí donde el agua socava su margen. Del otro costado, la tierra entraba al agua como una playa de arena, porque la corriente tiene allí menos velocidad y deposita en el fondo los sedimentos que arrastra. A mis pies, la turbulencia producía pequeños rompientes que azotaban la base de la pared de tierra. El rio lucia grávido bajo la canícula ardiente y el agua parecía un líquido más denso que ella misma.
Me pareció que el color marrón del agua tenía mucho que ver con la sensación que transmitía. El calor y la humedad de las regiones ecuatoriales del planeta favorecen de tal manera la descomposición de las rocas, que las arcillas son fácilmente arrastradas por la lluvia y los arroyos. Y son estas las que, con su gama de ocres, tiñen las aguas corrientes de esta parte del mundo. Al igual que el Amazonas o el Congo, el Magdalena es naturalmente de color café, el color de la tierra.

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Provenimos de esos primeros homininos, a quienes enderezarse les significó además un desplazamiento de la pelvis. El hueso se movió hacia adelante y cerró parcialmente el canal del nacimiento. Sus crías debían nacer más pronto, menos desarrolladas, y la consiguiente relación de dependencia con la madre se alargó, hasta que pudieran valerse solos. Esto marcaría a cada individuo para toda la vida, así como a sus descendientes en los millones de años venideros.

Siete millones de años después –y solo catorce mil años antes de nuestro presente–, los descendientes de esos africanos, ya como hombres modernos, pisaban el istmo de Panamá, esa cuna remota que quizás había dado lugar a su especie. Acaso les sucedió como hoy a nosotros, que a menudo pasamos sin darnos cuenta por encima de huellas que ignoramos, de sudor desecado de otros, de sangre vertida.

Una vez en suelo suramericano, algunos grupos de vanguardia siguieron la ruta de la costa hacia el sur, buscando quizá, de forma instintiva, la gloria de ser los primeros en llegar al fin del mundo. Otros se quedaron en las inhóspitas selvas tropicales, que aunque malsanas, estaban colmadas de frutos y presas de caza. Y hubo quienes sintieron el llamado de las misteriosas montañas de los Andes. Aun a cuatro mil seiscientos metros de altura, en las cumbres del Perú, se han encontrado antiguos lugares de habitación. En la cueva de Cuncaicha, en el monte Condorsayana, se hallaron restos de personas que vivieron allí hace unos once mil o trece mil años. Pareciera increíble que en aquellos tiempos el hombre eligiera esos inhóspitos páramos para quedarse a vivir.

Pero, por otra parte, el sitio bien podía ser la versión prehistórica del paraíso, porque esas tierras altísimas eran entonces un poco más húmedas y por lo tanto más ricas en vegetación. El follaje atraía a los camélidos, animales de carne magra y pelambre espesa. Contaban entonces con una buena alimentación y con pieles para el abrigo. En el páramo las alimañas eran escasas y el ambiente resultaba saludable. De día el sol de la altura los calentaba, y en la noche quemaban pastos secos para hacer fuego. La piedra obsidiana de los alrededores les servía como pedernal para fabricar sus armas de caza y herramientas. Y, como la cantera era abundante, intercambiaban los excedentes por pequeños lujos de las tierras bajas con los nativos de la costa.

Para celebrar esas vidas de otro tiempo elegí un recodo del camino donde había una vista de especial belleza y me senté. Le quité la piel a una de las mandarinas, cuyos poros abiertos, grosor y holgura prometían jugos dulcísimos. Pero, no bien la probé recibí una acidez tal que lo primero que se me ocurrió fue lanzar la fruta al despeñadero. Hice lo mismo con las que había guardado en el morral, como si fueran veneno. Así debió haber sido en aquellos primeros tiempos: ensayo y error permanentes. Puesto que avanzaban de norte a sur, el clima cambiaba y así la flora y la fauna, de manera que lo aprendido en una región poco servía en la otra. No se trataba únicamente de ir recolectando por el camino las frutas y sacrificando las presas ya conocidas. Había que encontrar lo que era comestible, asumiendo riesgos una y otra vez.

De un momento a otro, la figura de un hombre con una roca sobre sus hombros me sacó de mis ensoñaciones. Al verlo subir jadeante por la cuesta me hice a un lado. Le era imposible levantar la cabeza y aún hablar, y pensé que seguiría de largo. Pero vino a descargar la piedra junto a mí. Le ofrecí un poco de agua mientras recobraba el aliento. Luego nos sentamos de cara al abismo y conversamos.

Era un artesano que tallaba figuras de suvenir con los motivos de las estatuas agustinianas. No era de la región, sin embargo. Había crecido en la ciudad, donde ejercía como vigilante. Un día, cansado de esa vida, decidió marcharse al campo. Mientras se alquilaba como jornalero, una curiosidad por el trabajo manual lo llevó a intentar con las figuras. Y con el tiempo llegó a convertir ese arte en un oficio.

Sacó un par de representaciones de su mochila y me las enseñó. Me pareció que hacía un buen trabajo. En este caso, la semejanza con las estatuas reales era importante, y él lo conseguía. No usaba formones, me dijo, sino radios de llantas de motocicleta. Eran resistentes y tenían la forma adecuada, además eran baratos y fáciles de conseguir. Saqué algunas guayabas y comimos.

Me acerqué a la piedra que venía cargando y la observé con cuidado.

—¿Es una andesita? –le pregunté.

—Una toba, me parece –dijo.

Aunque aquel hombre no era dueño de un conocimiento formal de la geología, había aprendido a identificar las rocas. El contacto con el material volcánico de la región lo convirtió en un experto local. Sin embargo, en ocasiones mencionaba alguna especie que no existía –que seguramente había leído en un libro y tergiversado–, de modo que resultábamos hablando de meras invenciones, aunque con el mismo cariño, igual que de las piedras convencionales. De cualquier manera, sabía dónde encontrarlas, así como reconocer sus texturas y predecir la respuesta a las herramientas sobre cada tipo de material rocoso.

Paradójicamente, me dijo, la dificultad de su oficio estaba en hallar la piedra. Primero tenía que encontrar una cantera, extraer la roca y luego transportarla hasta su taller. Uno de sus maestros había muerto cerca del lugar donde ahora nos encontrábamos. Había hallado una especie de cueva en la que era necesario desprender la roca del techo, y un día terminó sepultado. Otras canteras estaban dentro de fincas privadas. Sin embargo, por esos días se había acomodado con un cultivador de café, a quien le estorbaban los bloques de piedra dispersos en su parcela.

En ese ir a buscar la piedra, partirla y lidiar con su gran peso, y luego acarrearla a su lugar de trabajo y finalmente tallarla, había un bello homenaje al esfuerzo de la antigua cultura de San Agustín. No quería irme sin comprarle uno de sus trabajos y le pedí que me mostrara lo que llevaba consigo. Me llamó la atención una figura femenina, que según él era conocida como la “mujer del cuenco”. Era la imagen de una mujer de cuerpo entero, sosteniendo un recipiente con las manos a la altura de su pecho.

Nos despedimos antes de que él se echara encima de nuevo su carga. Quise ayudarlo, pero intervenir en tan preciso envión habría roto el equilibrio.

Con el idolillo en mi mochila, reanudé el camino. Al lado opuesto del cañón se veía cómo, cada tanto, a lo largo de la pared de roca cubierta de lianas y arbustos, se desprendía un hilo de agua que caía al vacío, abriéndose espumoso hasta atomizarse. En el camino de descenso no me había topado hasta el momento con chorros de ese tipo, pero sí con pequeñas cascadas que bajaban lamiendo la roca irregular. Entonces, el sol asomó por segunda vez en el día con fuerza renovada. Su gran disco se reflejaba en el agua sobre el camino. El efecto que causaba me daba la sensación de que estuviera pisando perlas que se escabullían bajo las suelas de mis botas.

En cuanto a más paseantes, ninguno aparte del tallador. Nadie subía ni bajaba, solo me acompañaban unas maripositas del color de la miel, que salían en grupos de a dos y de a tres. Su movimiento azaroso coincidía a veces con mi propio parpadeo, de modo que me era imposible determinar dónde estaban exactamente. Luego asomó una mariposa azul del tamaño de un puño, cuyo vuelo parecía apoyarse gentilmente en el aire como si este fuera líquido. En un momento me vi manoteando con mis propios brazos, queriendo atraparlas en una insólita danza. Y, más aún, me escuché balbuceando cualquier cosa, como transportado a esa edad infantil en la que no nos avergüenza hablar solos.

El estrépito del agua aumentaba conforme descendía por la pendiente, hasta que llegué a la propia orilla del río. En la base del cañón las laderas amenazaban con cerrarse del todo, azuzadas por el vértigo de la turbulencia. Los tonos de verde, la piedra oscura y las aguas color café se reunían sobre la movilidad violenta de la corriente.

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