Sin embargo, el éxito inesperado levantó la moral de Preuss y le llevó a decir, conmovido, en la introducción de su libro, unas bellas palabras cuyo talante en las obras científicas de nuestros días es raro encontrar: “La psicología del científico generalmente suele ignorarse por la mayoría de los hombres. La inclinación a una actividad espiritual que demanda sacrificio, además de la precisión que en estos trabajos debe observarse, paréceles más bien un síntoma de estrechez espiritual y más aún en los tiempos de preocupaciones económicas que cursamos”.
Se ha dicho también que Preuss no excavó en San Agustín de la manera “científica y exacta” que él mismo apunta. A arqueólogos modernos se les hace casi imposible que hubiera hecho un buen trabajo científico en la extracción de setenta y cinco estatuas en solo ciento ocho días que estuvo en San Agustín. En vez de describir con juicio cada entierro incluyendo la cerámica, se centró únicamente en sacar las figuras monumentales. De esta manera destruyó el contexto en el que estaban enterradas las estatuas y no dejó información para ser estudiada posteriormente. Se le reprocha además que se aprovechara de que en Colombia no había leyes contra el saqueo del patrimonio y se llevara tantos originales.
La tarde caía en medio de un cielo nublado. El vigilante se acercaba a mí a paso lento, haciéndome señas de que el parque estaba cerrando. Lo ignoré hasta que pude, mientras contemplaba la figura, la “mujer del cuenco”. Finalmente, guardé mi libreta de apuntes y mi cámara y me dirigí a la salida. En compañía de algunos de los empleados tomamos un transporte hacia San Agustín. Me tocó ir de pie, en el estribo de la parte trasera de un jeep , aferrado a los fríos hierros del capacete cargado.
Una vez puse el pie en mi cabaña, el aguacero se soltó de nuevo. Tomé una ducha caliente y luego crucé con una pequeña carrera hasta el tibio comedor del hostal. Cené y pedí una copa de vino al final. A cada sorbo aparecía el cansancio en mi cuerpo. Una cierta anestesia me empujó hacia un placentero estado de ensoñación. Las imágenes discurrían por mi mente formando líneas, esquemas simplificados de los recuerdos recientes. El camino hecho durante la jornada se sintetizó en la forma de una simple letra: la V. Había bajado por un costado del cañón y luego había ascendido por el costado contrario. En el vértice de ambos estaba el río, representado por un punto, producto de la unión de las dos líneas oblicuas. No quería volver tan pronto a casa y lo interpreté como una invitación a continuar a lo largo del río, a explorar la metamorfosis de esa escabrosa forma de simetría vertical. Quería observar cómo se profundizaba o se ampliaba y, sobre todo, cómo se proyectaba hacia afuera, hacia una dimensión que creaba un espacio a mi medida, para mis ojos.
Tres Contenido Uno Dos Tres Cuatro Cinco Seis Siete
Los poetas dicen que la ciencia hurta la belleza de las estrellas, meros pegotes de átomos de gas.
Richard Feynman
DESIERTO DE LA TATACOA, HUILA.
Muchas veces había oído mencionar el desierto de La Tatacoa, ese pedazo de tierra yerma enclavado en el valle superior del río Magdalena. Pero hasta el momento me había sido esquivo. El lugar se convirtió en sitio turístico por las formas particulares de sus capas de arcillas, semejantes a castillos de brujas. Además, la sequedad de su cielo y la ausencia de luces de ciudades cercanas lo hicieron ideal para la observación de la bóveda celeste. Yo lo tenía aún más presente por los fósiles de animales que vivieron allí hace millones de años.
Al pasar por Neiva, en vez de dejarme llevar por la autopista que cruza el Magdalena hacia su orilla izquierda, seguí de largo por una vía secundaria rumbo a la población de Villavieja. Allí compré algo de comida y doblé al oriente, alejándome del río hacia la cordillera Oriental.
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