Ignacio Piedrahita - Grávido Río

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La orilla tenía en este lado la forma de un escalón, pues es allí donde el agua socava su margen. Del otro costado, la tierra entraba al agua como una playa de arena, porque la corriente tiene allí menos velocidad y deposita en el fondo los sedimentos que arrastra. A mis pies, la turbulencia producía pequeños rompientes que azotaban la base de la pared de tierra. El rio lucia grávido bajo la canícula ardiente y el agua parecía un líquido más denso que ella misma.
Me pareció que el color marrón del agua tenía mucho que ver con la sensación que transmitía. El calor y la humedad de las regiones ecuatoriales del planeta favorecen de tal manera la descomposición de las rocas, que las arcillas son fácilmente arrastradas por la lluvia y los arroyos. Y son estas las que, con su gama de ocres, tiñen las aguas corrientes de esta parte del mundo. Al igual que el Amazonas o el Congo, el Magdalena es naturalmente de color café, el color de la tierra.

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Camino arriba, camino abajo, uno y el mismo.

Heráclito de Éfeso

ESTRECHO DEL MAGDALENA, SAN AGUSTÍN, HUILA.

El hostal estaba ubicado en una colina, en las afueras de San Agustín. Los huéspedes se alojaban en tres cabañas de estilo rústico alrededor de la vieja casa principal, donde estaba el comedor. Me correspondió una de las cabañas, que estaba separada del resto del conjunto por un sendero de piedra. Sin duda era un lugar de privilegio para mi tranquilidad. Desde mi ventana se veían los techos de teja de las casas del pueblo, formando un tapiz rojizo y arrugado en medio de la meseta verde.

Contrario a los cielos sin nubes que me habían acompañado en el recorrido, en San Agustín llovía sin cesar. Pasaba el día casi sin salir y pendiente de la lluvia. Me despertaba temprano y me sentaba a tomar un café en el frente de mi cabaña. Desde allí escrutaba las intenciones del cielo cual capitán de barco de aguas nórdicas. Ponderaba luminosidades, desgarrones en la niebla, oscurecimientos repentinos. Pero las nubes me hacían ver que aún tardarían en terminar de entregar su carga de agua sobre la tierra.

Me preguntaba si semejante temporal era producto del mismo fenómeno del Niño, pues, aunque este suele traer una acentuada sequía a buena parte de Colombia, al Ecuador llega con lluvias. Y ahora yo me encontraba no muy lejos de la frontera.

Que lloviera no me importaba. Al contrario, me ilusionaba la idea de estar presenciando un fenómeno que involucra medio mundo. Sin El Niño de por medio, lo normal es que una gigantesca corriente de viento sople a todo lo largo del Pacífico de manera permanente, desde Suramérica hasta Oceanía. Son tan poderosos estos vientos, que son capaces de apilar el agua contra las costas de Australia y sus alrededores hasta medio metro por encima del nivel del mar en Perú. En su continuo soplar, los vientos se llevan para Oceanía la capa superficial y cálida del océano, lo cual da lugar a que en las costas suramericanas surja una corriente marina profunda y fría, cargada de peces. Las temperaturas del mar controlan el clima de ambos extremos del Pacífico. El mar frío impide que llueva en Perú, y el cálido hace que en Indonesia llueva mucho.

Sin embargo, en un lapso de separación de entre dos y diez años, cesan de repente esos vientos magníficos que rigen sobre el Pacífico. Y ante su ausencia las grandes masas de agua caliente apiladas cerca de Australia se devuelven con toda su fuerza hacia las costas del Perú e impiden que la corriente fría submarina suba trayendo los peces habituales. Además de quedar privada de la pesca, la costa peruana, siempre seca, se convierte entonces en un lugar de chubascos e inundaciones salvajes que incluyen al Ecuador, mientras que en Colombia se asienta la sequía.

De vez en cuando una pausa en las lluvias me permitía hacer una visita al pueblo. Pero luego un nuevo aguacero me invitaba a recalar en el hostal. Pasaba el resto del día leyendo en una silla en el corredor, con una manta sobre las piernas para calentarme. Solo el arreciar o amainar de un aguacero me sacaban la vista de la lectura.

Quizá me equivocara y las lluvias de San Agustín no fueran expresión de El Niño. A lo mejor venían del Amazonas o de otro lugar igualmente remoto y maravilloso. En cualquier caso, se trataba de la voz poderosa y etérea de los vientos. Yo, desde mi cabaña, con un libro en las manos, me sentía contagiado de su rara energía. En la noche me acostaba a escuchar la música universal interpretada por la lluvia, al caer sobre la reblandecida techumbre de teja cocida.

CAÑÓN DEL MAGDALENA SAN AGUSTÍN HUILA Una mañana cualquiera la lluvia cesó - фото 5

CAÑÓN DEL MAGDALENA, SAN AGUSTÍN, HUILA.

Una mañana cualquiera la lluvia cesó, como si un dios hubiera cerrado de repente su enorme puño. Ahora era posible salir a caminar sin terminar empapado.

Quería ir hasta el sitio arqueológico del Alto de los Ídolos, al norte de la población. Para ello era necesario cruzar el cañón que el Magdalena había cavado en la meseta. El río había nacido a unos cuarenta kilómetros de allí, en la laguna de la Magdalena, a más de tres mil metros de altura sobre el nivel del mar. Y al pasar cerca de San Agustín, bajaba por el fondo de una garganta de unos ciento cincuenta metros de profundidad.

Aún receloso del clima entré en la cabaña y empaqué algunas cosas en mi mochila, mirando alternativamente por la ventana. Un vaho de vapor de agua comenzaba a levantarse de la superficie de la tierra, como si los rayos del sol renovado escarbaran en ella. Me puse las botas de caucho y descendí la cuesta del morro donde estaba ubicado el hostal. Tomé la carretera que sale del pueblo por uno de sus costados, subiendo, hasta llegar al punto desde donde parte el camino que conduce a los Ídolos. El aviso municipal decía que me esperaban seis kilómetros hasta el destino. Tendría que bajar al río y luego volver a subir, y avanzar sobre la meseta del lado opuesto hasta el sitio arqueológico.

Sobre el camino pantanoso se veían pisadas de caballos, que los visitantes suelen alquilar para esas travesías relativamente alejadas. El barro no era profundo, pero en cada pisada sentía que mis botas se enterraban hasta la altura del tobillo. Me di cuenta de que iba andando a un ritmo acelerado para el recorrido que aún tenía por delante. Rebajé el paso y traté de poner atención al paisaje, marcado por colinas sucesivas, separadas unas de otras por pequeños cursos de agua. Eran gruesas capas de lavas antiguas, cortadas con el tiempo por los riachuelos y moldeadas por la vegetación. En la roca disgregada por el calor ecuatorial, las corrientes de agua forman surcos, y escasamente queda un solo lugar en el que no crezcan árboles y plantas.

En los cercados de alambre de púas que encajonaban el sendero abundaban los árboles de guayaba repletos de fruta. Por lo visto había más producción que comensales. Durante los días de lluvia habían caído tantas guayabas que alcanzaban a formar círculos amarillos alrededor del tallo, del tamaño de las copas de los árboles. Y, puesto que una parte de esos círculos quedaba dibujada sobre el lodo negro, me hice la fantasía de que estaba pisando entre medialunas descolgadas durante la noche. Llené la mochila de guayabas, para írmelas comiendo durante el recorrido.

El camino se estrechaba a medida que la meseta se acercaba al borde del cañón del Magdalena. Y muy pronto se recostaba contra la pared rocosa debido a la fuerte pendiente. Al costado de mi cuerpo estaba la piedra, sólida y segura en apariencia, y del otro estaba el vacío. Sin embargo, este último no era tan terrible como podría parecer. La vegetación abundante que crecía a la vera del camino le proporcionaba a la vista un objeto cercano en donde entretenerse y sentirse a salvo. De no ser por esa facultad de la mente de distraerse en lo cotidiano, veríamos abismos a cada paso que damos. Intuir el vacío es a veces tan provechoso como sentirse tentado por él. Y, más aún, verlo por momentos en toda su magnitud, cuando el sendero hacía quiebres en zigzag, me proporcionaba una irresistible y hasta placentera falta de aliento.

A pesar de que ya no llovía, el camino estaba hecho un manantial. El agua caída durante la noche y las primeras horas de la mañana hacía todavía su lento tránsito hacia el fondo del cañón: bajaba por los tallos de los árboles y luego por el suelo cubierto de hojas caídas y retoños, empapando las raíces y la tierra hasta llegar al cauce del río, empujándose una molécula de agua tras otra como en peregrinación. A mi lado, elásticas gotas permanecían aún aferradas a hojas y ramas con sus fuerzas capilares. Manojos de pasto alto tocaban a veces mi cuello soltando de paso toda su humedad, con una caricia que me producía un leve escalofrío sobre la piel.

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