Cuando despertó, se encontró tumbado en un diván. Fue emergiendo poco a poco de las brumas de un sueño confuso, donde las montañas iracundas de Albrecht se habían entremezclado con los ojos brillantes y felinos de Lake. Se incorporó sobre los codos, masajeándose las sienes, para descubrir que el carromato se había convertido en un espacioso salón de paredes blancas recorridas por estanterías. Grandes ventanales hacían entrar de lleno la luz del atardecer que moría, y a sus pies advirtió una alfombra de colores rojo y dorado que ocupaba casi todo el suelo.
Gus estaba sentado a una mesa redonda, en el centro del salón, en una silla medallón del estilo que tanto gustaba a los franceses. Tenía frente a él un cuenco con uvas que comía con parsimonia, chupándose los dedos. Al verlo removerse, soltó un graznido de alegría. Se giró y separó otra silla de la mesa.
—¡Bienvenido de vuelta! Tuve que traerte a cuestas hasta aquí, como si fueras un saco de patatas. Diría que has ganado algo de peso, ¿eh?
Viktor respiró hondo y consiguió girarse sobre el costado, sentarse e, incluso, ponerse en pie tras unos segundos de vacilación sin ceder al mareo. Aceptó la invitación y ocupó la silla junto a su amigo. La visión de las uvas le hizo la boca agua, pero notaba la garganta encogida y pastosa; no creía que pudiera comer nada todavía.
—¿Dónde estamos? —inquirió tras carraspear.
Gus se rascó la barbilla, dejando algo de zumo en el vello.
—Tenía muchas ganas de que me preguntaras eso. Te va a encantar la respuesta. —Sonrió de oreja a oreja y dejó pasar unos segundos antes de proseguir, uno de sus trucos de orador que le funcionaba bien en las tabernas—. ¿Recuerdas ese rumor que corre por Heidelberg sobre un grupo de humanos y fae que resuelve algunos de los problemas menores de la ciudad? Esos que no suelen interesar a la policía bastante para que muevan sus gordos traseros. Trifulcas, estafas, desapariciones de gente que no tiene suficiente dinero en los bolsillos…
—Sí, sí. Claro que lo recuerdo —interrumpió Viktor—. Los Metomentodos, como los llaman por ahí. Más de una vez me he quejado de que me quitaban el trabajo.
—Y de que no te intentaran reclutar, de eso también. —Gus no pudo evitar reírse entre dientes—. Pues bien, resulta que estamos en su, hum, guarida —vaciló. Echó un vistazo a su alrededor durante un instante y le pareció que la palabra no era la más adecuada—. Su… ¿sede? En fin, el caso es que han sido ellos quienes te han rescatado. Y son gente muy interesante. Gente influyente, capaz de mover una red invisible de contactos para sacarte de la cárcel sin alboroto. Aunque me temo que tú te encargaste de hacer justo lo contrario —meneó la cabeza.
—Gente que posee artefactos y argucias feéricas. —Viktor decidió pasar por alto el comentario del «alboroto»—. No me negarás que esas capas que nos pusimos estaban hasta arriba de Glamerye.
—Sí, bueno. Gente con muchos recursos, en resumen. Ni te imaginas de quiénes te hablo. En fin, lo mejor será que vayamos a verlos. Solo una última cosa. —Se inclinó hacia él, su rostro se mostró de repente severo—. Ten la mente abierta, ¿de acuerdo? Intenta no dejarte llevar por los prejuicios cuando salgamos de aquí.
—Te recuerdo que llevo tu corazón incrustado en la cara; mi mente está bastante abierta desde entonces.
Abandonaron la sala y cruzaron un pasillo de suelo tapizado hasta llegar a otra puerta. El trasgo llamó con los nudillos y una voz amortiguada los invitó a entrar. «Está abierto», escucharon. Gus giró el pomo.
La habitación que tenían ahora frente a ellos era de mucho menor tamaño: una salita de las que se destinaban a tomar el té y recibir a los invitados, con cortinas vaporosas en las ventanas, una mesa baja en su centro, un par de sillones a su lado. Quienes se sentaban en ellos se pusieron en pie al verlos.
Algernon Wilkins y Erin Davies.
****
Algunas veces, el nombre acudía a las conversaciones como motivo de risas y burlas; otras, en cambio, se mencionaba con respeto. En algunas ocasiones, incluso se hacía con gratitud. Lo cierto era que no había una opinión sólida en Heidelberg sobre Los Metomentodos, de quienes se hablaba desde hacía muchos años. Nadie sabía quiénes formaban ese grupo, o si existía siquiera: para algunos no era más que un mito, una historia surgida de los susurros en los callejones y los cotilleos de la universidad, como consecuencia de ese espíritu idealista que movía a gente anónima a buscar alternativas a la pasividad de las autoridades. Se decía que no solo se dedicaban a resolver nimiedades, sino que también ayudaban con asuntos peliagudos de vez en cuando, como el secuestro del hijo de los Busiek o el del incendio de la panadería de herr Heven. Incluso habían ayudado a aplacar los ánimos cuando se había desatado cierta tensión en el barrio judío. De eso último no hacía más que dos o tres semanas. Un problema que empezaba a despuntar en bastantes ciudades de la Confederación y podía haberse vuelto mucho más serio. Cuando se comentó que Los Metomentodos habían estado implicados, muchos dejaron de pensar en ellos como poco más que unos ridículos entrometidos.
«Si es que existían, claro», se volvió a recordar Viktor. Al final no dejaban de ser rumores. Se mencionaban nombres, pero nadie sabía decir a ciencia cierta quiénes formaban el enigmático grupo. El poeta había participado más de una vez de las chanzas, no podía negarlo. Aunque, como decía Gus, también había deseado alguna que otra vez que Los Metomentodos fueran reales, a pesar de que el nombre fuera tan humillante. Le resultaba agradable pensar que alguna gente todavía se levantaba por las mañanas con algo más que sus propias metas e intereses en la cabeza. Que la justicia no estaba solo en manos de los adoctrinados y los poderosos. Pese a todo, ni en sus sueños más locos habría pensado que se acabaría topando con ellos. Y mucho menos que uno de sus miembros tendría el rostro de Erin.
El estupor no había terminado de disiparse de la mente de Viktor cuando Algernon se adelantó y extendió una mano hacia él.
—Herr DeRoot, cuánto me alegro de teneros al fin por aquí. Es todo un placer. —Los modales de Viktor actuaban por su cuenta, por muy ofuscada que estuviera su cabeza, así que estrechó la mano sin dudar un instante—. Confío en que el viaje no haya sido demasiado agitado.
—Herr Wilkins —se limitó a decir el poeta, aturdido—. Os debo una. Aunque no sé qué podría hacer un poeta miserable como yo por vos.
Miró a Erin, esta vez sin vacilación y sin disimulo. La mujer lo saludó con un cabeceo y una sonrisa leve.
—Vik, me alegro de verte.
El diminutivo. La calidez en su tono. Sintió que todo aquello equivalía a un abrazo durante minutos interminables. No sabía decir cuántas veces había evocado su voz, esforzándose por recordar la inflexión, el acento. Le aterraba llegar a olvidarlos, que su memoria hiciera confluir las palabras con las de tantas otras gargantas anodinas que tenía que escuchar a lo largo del día. Y ahí estaba, de nuevo real, hablándole a él. Contra todo pronóstico.
Pero quien ocupaba ahora su campo de visión y reclamaba su atención, le gustara o no, era Algernon. El tipo de rostro bien afeitado, ojos grandes y sinceros, y cabello como el ala de un cuervo, como habrían dicho en Escocia, volvió a tomar la palabra enseguida.
—¿Sabéis dónde estáis? Quizás hayáis escuchado hablar de este sitio, el lugar por el que toda la vida cultural de Heidelberg nos conoce.
Viktor desvió la mirada hacia la ventana. La oscuridad y las cortinas no dejaban ver demasiado de las montañas que parecían rodearles, o algún otro edificio que destacara sobre ellas. Sin embargo, el nombre acudió enseguida a su memoria. Era lo más probable.
Читать дальше