—Oh, nada de eso. Entiendo vuestra suspicacia. Pero no hay doble intención en mi simpatía. He oído hablar de vos, os conozco, puesto que yo… —El guardia enrojeció hasta las orejas de repente—. A mí también me gusta escribir poesía.
Dejó unos segundos de silencio, evaluando a Viktor con embarazo. Este se había quedado sin palabras.
—Ah… me parece muy bien. Me siento halagado de que al menos conozcáis mi nombre.
—Ya lo creo, y mucho más que eso —se animó el hombre—. No voy a negaros que he leído más a otros poetas de Heidelberg, a los que considero mi inspiración. Sorecht y Rossler, por ejemplo. —Aquellos nombres eran vagos para Viktor, alejado como estaba de la actualidad cultural de la ciudad—. Pero me gustan vuestros versos, sobre todo los anteriores a… el incidente de la universidad. Yo soy un negado, por desgracia. —El tipo soltó una breve risa —. El tiempo y la práctica me irán puliendo, imagino.
—Nada que surja de la creatividad y la pasión debe ser despreciado —repuso Viktor. Era una máxima que no solía pronunciar en voz alta, aunque guiaba su pluma y su pincel cada vez que se plantaba frente a una obra—. Tengo una idea, ¿por qué no me traéis alguno de vuestros poemas la próxima vez que vengáis a verme? Bueno, si es que volvéis a pasar por mi celda.
—Tengo todo este pasillo asignado, así que sí, volveremos a vernos. Sois muy amable, herr DeRoot. —El guardia parecía emocionado y no se esforzó por ocultarlo—. Será un honor para mí. Ahora, sin embargo, me temo que debo pediros que apuréis ese plato o me retrasaré más de lo prudente en la ronda.
Viktor se conminó a acabar con la masa blanca de unas cuantas cucharadas, y lo hizo pasar todo por su gaznate mediante el agua fresca del vaso. Se despidieron con una inclinación de cabeza. De nuevo, la celda y la soledad se dieron la mano para cerrarse en torno a sus ominosos pensamientos.
No obstante, ahora asomaba un resquicio de luz, por increíble que le hubiera parecido minutos antes. No solo las palabras de halago del guardia lo habían animado. También estaba aquella idea, peregrina todavía, que se había empezado a insinuar entre las sombras de su conciencia. Si le salía bien… bueno, si le salía bien podía meterse en muchos problemas nuevos. Pero a la vez salir de aquel atolladero.
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Sin un rayo de luz solar que se filtrase por las rendijas de las paredes, tan solo con la iluminación del pasillo entrando por el ventanuco de la puerta, no había nada que dijese a Viktor cuánto tiempo transcurría. Para una mente como la suya, que necesitaba aprovechar y exprimir cada instante del día en cosas provechosas, aquello era una lenta tortura.
Primero probó a inspeccionar la celda. En la cárcel de estudiantes, durante las semanas que había estado preso, había podido descubrir todo un submundo inscrito en las paredes. Citas, versos, declaraciones de amor o de odio, nombres grabados con trazos enérgicos como un desafío al paso de los siglos. Dibujos, caricaturas, sátiras en formas más o menos evidentes. Cada uno de los jovenzuelos que había pasado por allí, cumpliendo penas que podían ir desde una borrachera hasta el agravio al cuerpo de profesores o la destrucción de documentos, había dejado una hebra de su historia de algún modo. Para Viktor, aquel mosaico de vidas había resultado fascinante desde el primer momento. Casi se lamentó cuando lo soltaron: sintió que no había sido capaz de encontrar o recomponer todas las historias de los cautivos que estuvieron allí antes que él. Con la perspectiva de los años, acabó por pensar que había sido una experiencia enriquecedora, a solas con aquella miríada de voces silenciosas. La humillación y la deshonra del incidente en la universidad casi quedaron mitigados un tanto.
Pero si aquella reclusión había sido catártica, esta otra era infame, vejatoria. Poco halló en las paredes, inspeccionándolas a tientas a la trémula luz. Nombres grabados a duras penas, muchos ya desvaídos e ilegibles; quejas hacia algún que otro miembro del Consejo Administrativo de la ciudad o insultos al alguacil. Nada ingenioso, ningún mensaje preclaro o enigmático al que dar vueltas. Ninguna clave secreta. Aquellas cuatro paredes no solo le estaban privando de su libertad. Más terrible aun: también de cualquier estímulo, de todo lo que no fuera percibir el mundo desde la mirilla gris que utilizaban el resto de mortales comunes. Durante un breve tiempo fue un cambio soportable, un alivio. Después, sin embargo, todo su ser empezó a quejarse como si le faltara el agua, como si la sangre se le estuviera secando y convirtiendo en una pasta que a duras penas bombeaba su corazón.
Se entretuvo tratando de hilar versos. Tanto aquel entorno como la conversación con el guardia lo habían llevado a pensar en sus poemas. Se los imaginaba desamparados en su buhardilla, preocupados por que no hubiera regresado desde la noche anterior. Eran como gatos, esquivos e independientes por el día, ávidos de su calor y atención por las noches. Dio gracias cuando el guardia volvió a aparecer y por tanto pudo saber, o entrever, qué hora era. El atardecer, al menos. Era la hora en la que Gus hacía su ronda habitual por las tabernas y trataba de improvisar alguno de sus poemas picantes. Si había suerte, si le caía en gracia al tabernero y la concurrencia, volvía con algunas monedas y una botella para endulzar la cena. Se preguntó cómo se estaría tomando su amigo todo aquello. Al fin y al cabo, el alma de Viktor estaba en un tarro de judías custodiado por aquel trasgo despreocupado, pero el corazón de este latía en su cuenca derecha, y tampoco debía de sentirse tranquilo sin saber cómo estaban tratando a una parte tan vital de su ser.
El guardia le dijo su nombre, Albrecht, y además de una cena consistente en un plato de lentejas apelmazadas y un vaso de vino blanco le llevó una hoja de papel doblada en cuatro partes, que le ofreció con un leve temblequeo. «Mi poema», le dijo. En el que estaba trabajando en aquellos momentos, el único que le parecía bueno como para enseñarlo a «alguien como él». Pese a que no era el mejor admirador que podría desear, Viktor no pudo evitar un ramalazo de orgullo.
Lo desdobló, lo leyó con atención. Era demasiado ripioso en algunos puntos, pero en otros había buenas metáforas, inspiradas en las de poetas conocidos. Por algún sitio había que empezar siempre. Sonrió, miró a Albrecht con toda la amabilidad que fue capaz de componer en su gesto cansado. No era material inservible, sobre todo para su plan.
—No está nada mal —aseguró, y añadió un silbido de fingida admiración para reforzar sus palabras. El guardia se hinchó de placer—. Será para mí un honor ayudaros a mejorarlo, si no os importa que mis manazas toquen vuestra obra.
—¡Por favor! Cómo iba a importarme. No os imagináis cuánto os lo agradezco. No tengo conocidos que me ayuden a mejorar mi escritura. Creo que el destino, si bien cruel con vos, ha sido propicio en nuestro encuentro. —No debía de estar pensando mucho en lo que decía si consideraba que podía consolar a un cautivo con aquella frase, se lamentó Viktor.
—Eso sí, necesitaría una pluma. O un lápiz al menos. Algo para que pueda escribir y anotaros mis consejos.
—Hum… —Albrecht miró por el ventanuco y bajó la voz hasta dejarla en un susurro—. Puedo tratar de conseguiros un lápiz. No me será difícil pasarlo. Una pluma, me temo, podría causarme mayores problemas si fuera descubierta.
—Claro, lo comprendo. Con un lápiz será suficiente.
—En tal caso, mañana mismo lo tendréis, bien temprano.
—Una última cosa —añadió Viktor, mientras terminaba el plato de lentejas deprisa—. ¿Ha dado Lake señales de vida? ¿Alguien más ha preguntado por mí?
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