—No he escuchado nada, ni de manera oficial ni, ya sabéis, por otros medios. Lo lamento. No obstante, no hay notificación sobre la fecha de vuestro juicio. Eso puede ser una buena señal.
—Claro —musitó el poeta. Apuró el vaso, se limpió los labios con una mano—. Confiemos en eso. Gracias, Albrecht.
Quedó un momento pensativo, inclinado sobre las rodillas. Escuchó los pasos alejarse sin prisa y descorrer el cerrojo de otra celda. Así que nada de Lake, pero al parecer Gus tampoco había montado una de las suyas para tratar de sacarlo. No sabía qué pensar de eso.
Dio vueltas al papel en sus manos, recorrió los dobleces, leyó el poema una vez más, poco a poco. Cerró entonces los ojos y trató de visualizar lo que faltaba, abriendo la puerta a aquellas ideas y aquel mundo en miniatura. No era sencillo conectar con la melodía de otra mente, pero su ojo derecho le facilitaba las cosas. De su habilidad indagando en otros dependía que su plan tuviera éxito.
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Albrecht regresó a la mañana siguiente, y además del plato de gachas y el agua le llevó un lápiz de punta roma, como había prometido. Se lo entregó con rigidez, escondido bajo la manga, sin mediar palabra ni dejar de mirar por encima de su hombro. Parecía más un acto reflejo que otra cosa, pues Viktor dudaba que ningún compañero fuese a espiarlos de pronto a través del ventanuco. No obstante, agradeció el recelo. El tipo parecía de fiar, no le estaba tendiendo una trampa. Tal vez por ello notó un atisbo de culpabilidad que se aprestó en acallar.
Viktor tocó la punta del lápiz con un dedo, luego lo apretó contra el papel. Su trazo era débil, pero al mismo tiempo no haría ningún ruido al escribir y por tanto no levantaría sospechas. Asintió con la cabeza en dirección a Albrecht, haciéndole ver que estaba satisfecho. Apenas se marchó, se levantó del camastro, se sentó de cara a la pared del fondo y apoyó el papel sobre ella. Sus ojos se convirtieron en escalpelos que comenzaron sin demora la incisión en aquellos versos.
Llevaba muchos años sin hacer aquello, y tenía miedo, por supuesto. Miedo de haber perdido su habilidad, de que su conocimiento hubiera quedado oculto o trastocado por la multitud de información que había entrado en su mente desde entonces. Miedo de su osadía, de lo que implicaba. Aunque, por encima de todo, y conforme pasaban las horas, más miedo le daba la ausencia de Lake, su mutismo. Si ni siquiera podía contar con una de sus artimañas, el asunto pintaba más que feo.
Con este pensamiento se alentó para continuar: estaba solo, tenía que valérselas por sí mismo. Allá donde el escalpelo hendía, sus palabras entraban como un ejército bien entrenado. Sus versos suturaban. Todo encaminado a un único fin. El lápiz, silencioso en paradójica contradicción con el frenesí de su cabeza, volaba sobre el papel, tachando, reescribiendo. Pronto la voz del pobre Albrecht en aquellas líneas se convirtió en un susurro ahogado, una llamada desde la lejanía. Lo lamentaba, claro que sí. Nunca estaba bien hacer un estropicio en la obra de otro.
No se detuvo hasta que el lápiz cayó de su mano, cuando notó un súbito pinchazo que le nació en la muñeca y le ascendió por los metacarpianos hasta estallarle en los dedos. Se agarró la mano, se la masajeó, no pudo contener un gemido. Maldita sea, había entrado en aquella suerte de trance, uno de esos arrebatos en los que el mundo a su alrededor se volvía sordo y ajeno. Se limpió con la camisa el rostro empapado en sudor. Se cuidó bien de no tocar el papel hasta que sus dedos se hubieran secado; lo último que necesitaba era que las débiles líneas del lápiz desaparecieran. Para cuando Albrecht volvió a aparecer en la celda, su corazón se había calmado. Le esperó sentado en el camastro, las manos sobre las rodillas, los ojos cerrados. El poema, extendido, se encontraba a su lado.
—Herr DeRoot —saludó el guardia, con la bandeja de la cena en una mano. De nuevo aquellas lentejas insípidas y vino—. Habéis escrito, por lo que veo —dijo, ilusionado, clavando enseguida la vista en el papel garabateado de lápiz.
—Sí, así es. No podré daros nunca las gracias por esto, Albrecht —dijo Viktor—. Dejad que me llene la barriga primero, por favor —con gesto ansioso, tomó las lentejas y las engulló. Se puso en pie a continuación, tomando el papel con ambas manos.
»He hecho algunos añadidos y modificaciones a vuestro poema. Si me lo permitís, os lo recitaré. —No esperó confirmación.
Los versos de Albrecht hablaban sobre un viaje a las montañas y el sobrecogimiento que le había producido verlas en el horizonte, la sensación de comunión con la naturaleza. Era un poema descriptivo que seguía las estructuras más básicas. Poesía en estado puro, proveniente de una experiencia personal. La mano experta de Viktor, no obstante, había entresacado los hilos, había dejado al descubierto las costuras. Los sentimientos vivos. La agreste naturaleza también podía ser salvaje, despiadada. Albrecht había depositado suavemente los bosques y su verdor; Viktor los había arrancado de cuajo, había tomado sus raíces y había rasgado con ellas el paisaje idílico. Las montañas podían aullar, resquebrajándose en un repentino terremoto, en vez de ser aquel remanso de paz. Incluso podían inflamarse de ira y reventar con el fuego de sus entrañas.
Aquel era el poder de la Alta Poesía: retorcer los versos para dar la vuelta a la realidad, convertir las metáforas y los símbolos en vida y fuerza. En manos de un experto como Viktor, aquella disciplina servía para mucho más que para encender los corazones y provocar suspiros.
No recitó con sus labios, sino con su mismo espíritu, y el aire a su alrededor comenzó a estremecerse. No era ya mero arte o simple exaltación de la belleza; estaba llamando a la energía en estado puro, conminándola a manipular el entorno. Declamó cada verso, llamó a la violencia y la fuerza de los elementos representados en él. Albrecht no tuvo tiempo de darse cuenta de lo que sucedía antes de que un vendaval terrible, venido de ninguna parte, lo azotara y mandara contra la pared, haciéndole perder el sentido del golpe. En un segundo envite, toda la furia del viento surgido de ninguna parte se dirigió hacia la puerta. Una puerta de madera recia, pero también enmohecida y estropeada con los años. No le resultó difícil hacerla saltar de sus goznes.
La calma regresó al entorno, tan de súbito como se había marchado. Con el corazón acelerado, notando la energía escurrírsele entre los dedos temblorosos, Viktor arrugó el poema y se lo guardó en un bolsillo. Se aferró a la fuerza que le quedaba, alcanzó la puerta y echó a correr por el pasillo, sin pensar apenas a dónde dirigirse. Ahora notaba el miedo más que nunca atenazar su garganta y colocar grilletes en sus tobillos. Cuando llegó al final de la hilera de celdas, al pie de una escalera que llevaba al piso superior, se frenó en seco. ¿Qué plan tenía en aquella huida?
—Maldito seas, Lake —bufó—. Si vas a aparecer, ahora es el momento.
Escuchó gritos y el sonido de pasos apresurados. Por supuesto, los compañeros de Albrecht no podían estar lejos. Como no podía ser de otro modo, habrían oído el estruendo. Imbécil, se recriminó, ¿pensabas que esta cárcel iba a estar al cargo de un solo hombre? Un par de sombras empezaron a bajar por la escalera, las vio crecer en la pared. Se echó aún más hacia atrás, notando que le faltaba el resuello. Los ojos se le empañaron.
«Tan cerca. Todo este esfuerzo para nada».
Se encogió sobre sí mismo y apretó los puños. Si tenía que revolverse cuando fueran a apresarlo de nuevo, lo haría. Después del rastro que había dejado tras de sí, poco importaba ya que añadieran agresión a la autoridad. Ah, lo que le gustaría sería ver bajar a Lake por las escaleras. Esa sí que sería una agresión que cometería con gusto…
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