Se tensó en cuanto apareció el dueño de la primera sombra al pie de las escaleras. Y detrás de él, otro. Un tipo alto y delgado y otro más bajito, de hombros anchos, que llevaban el rostro cubierto con sendas capuchas. El alto se descubrió… y Viktor dio un respingo, al tiempo que lanzaba un gritito que habría envidiado cualquier caniche.
—¿Qué diablos has…? No se te puede dejar solo sin que la líes —exclamó Gus, adelantándose. Soltó una risa breve —. Vamos, no tenemos demasiado tiempo.
Se giró e intercambió unas palabras con su acompañante. Este asintió y se quitó la capa que llevaba. Al hacerlo, dejó a la vista, debajo, el uniforme de la policía de Heidelberg. Gus tomó la capa y se la tendió a Viktor.
—Ponte esto.
El poeta, notando cómo el aire volvía a circular por sus pulmones, decidió que no era momento de rechistar. Se colocó la capa sin dejar de mirar por encima de su hombro a la celda que había dejado atrás; todavía esperaba ver a Albrecht levantarse y correr en su dirección como alma que llevara el diablo. Gus, frente a él, se cubrió el rostro con la capucha. Sus rasgos se volvieron… diferentes, se dijo Viktor. Era como si una neblina difusa lo oscureciera de pronto, volviéndolo tan anodino como si estuviera contemplando un garabato desdibujado por el tiempo.
—Ya te lo explicaré, Vik, pero ahora mismo no podemos pararnos. —Gus estaba preparado para aquel efecto, por lo visto. Hizo amago de añadir algo más, pero Viktor lo detuvo con un gesto apresurado. Se ajustó la capucha del mismo modo.
—Si esto me va a servir para largarme de aquí cuanto antes, ten por seguro que no voy a hacer preguntas.
Lake se agachó exhalando un suspiro, apoyó los antebrazos sobre las rodillas y miró al centro de aquellas pupilas opacas. Ni un solo movimiento, nada que indicara reconocimiento, temor, curiosidad. No había demasiada diferencia con otros especímenes fallidos. El cuerpo podía ser diferente, más o menos uniforme. Pero al final, lo que le indicaba si estaba ante un ejemplar viable o un despojo más era su mirada. Había vida o no la había.
A su espalda, notó a su subordinado frotarse las manos, moverse nervioso. Lo escuchó carraspear. Decidió adelantarse a sus explicaciones; el juego dialéctico cada vez que bajaba a verlo empezaba a cansarle.
—Esta mañana estaba bien. Ni doce horas después me lo encuentro muerto. ¿Qué me puedes decir al respecto, Berner?
—Me encantaría poder deciros algo con sentido, herr Lake. Pero me temo que no tengo respuesta. Estoy tan sorprendido como vos.
«Vaya, esta vez ni se ha molestado en darme explicaciones inventadas, con terminología científica que cree que no comprendo». Sin duda, la moral de Berner empezaba a desfallecer. Un lujo que no se podía permitir. Sin más, Lake puso la mano sobre la frente de la criatura, quien esta vez sí se agitó un tanto, confusa ante el tacto. Apretó los dedos sobre la carne, las puntas centellearon como si de pronto se hubieran transformado en agujas que se clavaran. Un breve instante, un espasmo y un gemido, y aquello fue todo. Aquella malhadada vida se marchaba, como tantas otras, después de haber disfrutado del mundo durante unas horas. Por así decirlo.
Lo que no se iba era el desagradable sabor del fracaso en su paladar. Y no le gustaba nada. No estaba acostumbrado a eso, maldita sea. Ya iba siendo hora de volver a saborear el hidromiel de la victoria.
—Voy a ser paciente un poco más. —Se incorporó, se dio la vuelta y se encaró, por fin, con Berner. Le sacaba al menos dos cabezas, pero el hombrecillo decidió humillarse encogiéndose aún más ante su mirada ceñuda—. Has sido obediente, y por ello seguiré dándote una oportunidad. Pero de un tiempo a esta parte no me traes más que decepciones y eso tiene que cambiar.
—Pondré mi empeño en mantener saludables a los ejemplares de los que disponemos. Necesito entender por qué llegan a este declive repentino —aseguró aquel, abarcando con un gesto amplio las jaulas que tenían a su espalda, de las que emergían multitud de sonidos diferentes—. De hecho, si me permitís la sugerencia, creo que lo más sensato sería paralizar los nacimientos hasta que tengamos asegurado al grupo actual.
—El tiempo corre en nuestra contra, Berner, no te olvides de eso. Pero si crees que es lo más adecuado, tienes vía libre por mi parte. —Lake estaba impaciente por conseguir resultados, pero no iba a lanzarse de cabeza a un precipicio sin red. No era tan idiota como para contratar a un experto y después desconfiar de su criterio—. Además, si todo va bien, pronto podré traerte a ese tipo del que hablamos. Su colaboración con nuestro proyecto puede cambiarlo todo.
Una ráfaga cálida los envolvió a ambos en ese momento, apenas hubo terminado la frase. No había ninguna ventana que diera al exterior en la estancia, por lo que enseguida supieron de qué se trataba. El viento caracoleó un instante en torno a ellos, a la derecha de Lake. Giró sobre sí mismo hasta convertirse en un remolino, en cuyo centro parecían danzar una suerte de llamas espectrales; comenzaron a definirse las extremidades, el rostro, el torso. La conocida figura de Yon’Fai se materializó frente a ellos unos segundos después, sólida y tangible. Tieso como un palo, inclinó la cabeza en señal de respeto hacia Lake.
—Mi señor, me temo que nuestros planes pueden haber sufrido… contratiempos. Tal vez la visita que esperamos tarde un poco.
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Para una vez que se sentía con ganas de montar gresca y no iba a ser necesario, se dijo Viktor con amargura. Toda aquella adrenalina que le había embargado, desperdiciada. Pues, al contrario de lo que había pensado en un primer momento, aquella no fue una huida espectacular, abriéndose camino con bravura a base de puñetazos y fintas. Nada de eso. Subieron las escaleras, cruzaron el patio empedrado, llegaron hasta el arco de entrada y lo atravesaron saludando con una inclinación de cabeza a los guardias dentro de la garita. Con el rabillo del ojo, sin atreverse a levantar demasiado la mirada, Viktor advirtió que ninguno les prestaba más atención que a una brisa que la incipiente noche trajera frente a ellos. «Dos entraron y dos han salido, eso es todo lo que les interesa», le dijo Gus en un susurro. Pero el poeta sabía que había algo más. Podía notar el cosquilleo del Glamerye en la piel, en el rostro y en los brazos, allá donde le tocaba la tela de la capa. Era evidente que aquella prenda los camuflaba, tal como le había parecido, por medios sobrenaturales. No cambiaba su rostro ni nada parecido, pero lo volvía insignificante a ojos comunes. La clase de semblante al que no hay por qué prestar atención.
Mantuvieron el ritmo despreocupado durante un par de calles más, pero fue al llegar a una plaza pequeña, rodeada de edificios destartalados y en su mayoría abandonados, cuando el trasgo le dijo que debían apretar el paso. Un carromato pequeño, tirado por un percherón moteado de gris, los esperaba allí. En el pescante había una figura encogida, un tipo rechoncho y de rostro sonrosado que se limitó a indicarles, con un gesto de cabeza y un gruñido, que subieran al interior. A partir de entonces todo fue mucho más rápido. El carromato recorrió calles que Viktor no supo identificar; no ayudaba que el ocaso estuviera ya dando sus últimos coletazos y cada esquina le pareciera igual debido a la iluminación mortecina. Tampoco era de mucha ayuda el que sus párpados, de repente, se hubieran convertido en losas. Hizo todo lo posible por mantenerlos abiertos, pero sabía que no podía culparse de perder aquella batalla. Conocía el porqué de la somnolencia que lo embargaba de repente; la había sentido muchas veces, en el pasado, cuando investigaba con Alta Poesía. Era un gasto de energía inmenso y su mente se resentía, abandonándose al descanso reparador. Con el tiempo había conseguido domeñarla, claro. Pero hacía tanto de aquello. Era un Viktor diferente. Y el de ahora estaba tan cansado…
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