Mariela González - Götterdämerung

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Europa, principios del XIX. Una época de cambios, de sentimientos encendidos que afloran en forma de nuevos ideales. Aunque lo cierto es que las cosas comenzaron a ser diferentes mucho antes: el día en que se abrieron los Senderos, los seres feéricos empezaron a convivir con los humanos, y los mismos dioses reclamaron su lugar como gobernantes legítimos de las naciones del continente.Viktor DeRoot, como tantos otros poetas y artistas diletantes, busca su fortuna en Heidelberg. Pero hay algo que le diferencia: es uno de los pocos que saben emplear la Alta Poesía, la disciplina capaz de convertir los versos en herramientas para manipular la realidad. Es por ello que tiene una visión muy diferente del mundo que le rodea… bueno, y quizás también por llevar en su ojo derecho el corazón de su amigo Gus, un trasgo de Galiza. El mismo que guarda el alma de Viktor en un tarro vacío. Cosas que pasan en una noche cualquiera, en un encuentro casual.La Alta Poesía es un conocimiento preciado y peligroso a partes iguales, y por mucho que Viktor quiera mantenerse alejado de ella y rehuir los errores de su pasado, se verá envuelto en intrigas, traiciones y juegos de máscaras que le obligarán a asumir un papel que nunca hubiera imaginado para mantener el orden del mundo.

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—Estoy ampliando mis habilidades para el mal. —Viktor rio sin alegría—. Por qué no me sorprende. El pirado de DeRoot vuelve a las andadas, como a tantos les gustaría. —No, no le sorprendía, pero no dejaba de ser un giro nada agradable para su tranquila vida. De pronto volvió a sentirse agotado. También se convenció del todo de que ese plan de huida suyo había sido una idea pésima. Era el momento de mencionarlo, ya que estaba.

»Hay algo que no os he dicho todavía, y creo que va siendo hora —prosiguió—. Cuando vino a buscarme, Gus me encontró en el pasillo de la cárcel. Me había escapado de la celda engañando a uno de los guardias y usando Alta Poesía. Nada demasiado serio: tan solo creé un golpe de viento, empleando un poema tontorrón, para hacer saltar la puerta. Un truco bobo, pero dada la situación es posible que haya añadido un poco más de aceite al fuego.

Ahora fueron los esposos quienes intercambiaron una mirada preocupada.

—Es una historia que me encantará escuchar al completo —dijo Algernon—. Pero, sí, es posible que haya sido una acción desafortunada. En todo caso, lo hecho, hecho está. Estaremos atentos para ver cómo se transmite la noticia.

—Antes hiciste una pregunta que aún no hemos contestado —intervino Erin—. Te hemos sacado de la cárcel no solo porque creamos en tu inocencia, sino también porque confiamos en que te interese descubrir qué trama Lake, y pararle los pies si hace falta. Si te animas a unirte a nosotros, te contaremos más sobre nuestra Sociedad.

El poeta le sostuvo la mirada de manera directa por primera vez. Pensó que ella la desviaría, pero no fue así. No tenía ni idea de qué le pasaba por la cabeza a aquella mujer que en el pasado había creído conocer tan bien. Le interesaba saber en qué embrollo estaba metido, por supuesto que sí… pero, por estúpido que fuera (y sabía que lo era), lo que ansiaba era pasar más tiempo con Erin, aunque fuera hablando del malnacido de Lake.

—No veo muchas opciones, y no me apetece demasiado dejarme ver por Heidelberg ahora mismo. Además, os mentiría si dijera que no siento curiosidad —sonrió, esta vez en dirección a ambos—. Ahora que sé que Los Metomentodos existen, no puedo irme sin saber más.

****

Por mucho que todos allí fueran amantes de las palabras, había llegado el momento de mostrar y no de hablar, dijo Algernon. Así que los cuatro abandonaron la sala de té. Viktor había visto grabados del edificio, aunque no hubiera estado nunca, por lo que sabía que su planta tenía forma de u, con dos grandes alas que en su momento habían sido las habitaciones de los monjes benedictinos. Cuando la abadía se secularizó y convirtió en una residencia para señoritas, se ordenó también poner en desuso la capilla, un enorme edificio adosado justo en el ala contraria a aquella en la que se encontraban. Se tapió su entrada; los bancos y la imaginería quedaron dentro, sellados como si de una cápsula del tiempo se tratase. Formó parte de una campaña para reducir los símbolos cristianos en la ciudad, promovida, como no podía ser de otro modo, por el mismo Gobierno. La administración de Odín era inteligente, no cabía duda: sabía que no le convenía entrar en conflicto con aquella religión que todavía mantenía tantos adeptos, pero al mismo tiempo prefería que siguieran manteniéndose en minoría. Las minorías, todo el mundo lo sabe, solo sirven para realzar el atractivo del objeto en cuestión y atraer nuevos entusiastas. Pero al menos eran entusiastas controlados, pequeños grupos fáciles de encauzar al redil que no molestaban demasiado.

Atravesaron un largo pasillo con habitaciones a un lado, ventanas al otro; Viktor no pudo evitar echar una ojeada al inmenso jardín en el exterior, a la fuente de piedra, sobria en su centro, y por supuesto al Neckar, el río que se insinuaba entre los árboles en la lejanía. El valle parecía tranquilo en la noche recién nacida, solitario e independiente como le habían contado quienes habían estado en alguna de las reuniones o seminarios organizados por Algernon. Se sintió a salvo. Por unas horas, al menos.

Giraron al llegar al final del pasillo, entraron en el siguiente ala. Se detuvieron al término de esta, allá donde, según los cálculos de Viktor, el edificio conectaba con la capilla. Una estatua descolorida de algún santo se erguía frente a ellos: vestía una toga, llevaba un libro apoyado contra el antebrazo derecho y una especie de báculo cuyo puño, en forma de serpiente, se retorcía sobre sí mismo. Calvo, con un halo enmarcándole la cabeza por detrás y una larga barba, tenía toda la cara de alguien que estaba sufriendo mucho por algún motivo. En realidad, no había un solo santo cristiano que no fuera víctima de algún terrible drama. Erin se aproximó, agarró el extremo del bastón y tiró de él como si fuera una palanca. Con lo que sabía por el momento de la extraña Sociedad y su secretismo, al poeta no le sorprendió demasiado ver que la estatua se movía sobre su eje con un sonido pétreo, separándose de la pared y dejando al descubierto una hendidura. A duras penas se podía considerar una puerta, y a duras penas podría pasar por ella alguien grueso. Por suerte no era el caso de ninguno de los presentes.

—Lo lamento, pero somos cuidadosos con el acceso al taller —se excusó Erin. Sin más, atravesó la hendidura y Algernon la siguió. Los otros dos hicieron lo propio, con cierto recelo a causa de la casi inexistente iluminación. Al otro lado, sus pies tocaron una superficie metálica, y sus manos extendidas para tantear asieron una barandilla. Una escalera de caracol bajaba hasta el interior de la capilla; conforme se acercaban al suelo, diversos candelabros colocados aquí y allá permitieron entrever el lugar. Al llegar abajo, no obstante, tanto Viktor como Gus se detuvieron en seco. Su mirada quedó atrapada arriba.

Sobre sus cabezas, sujeto con gruesos cables de metal, pendía un velero con mascarón de proa en forma de dragón. Que hubiera un barco allí suspendido, sin partir el techo de un edificio que tenía más de cinco siglos de antigüedad, no era ni siquiera lo más extraño. Lo inusual era la cantidad de tubos y engranajes que sobresalían de su casco, que se enredaban en sus palos. Era como si aquella embarcación se hubiera peleado contra un enorme mecanismo de relojería.

—Vik… —El trasgo agarró a su compañero y le tironeó del hombro. Soltó un silbido mirando a ningún punto en concreto, tan solo recorriendo con la mirada la estancia. La planta de la capilla era amplia, y no quedaba ya mayor rastro de la presencia cristiana que alguna que otra inscripción en latín en las paredes, las vidrieras de colores que eran parte determinante de su arquitectura y aquellas escalinatas que subían hasta el altar donde se había celebrado la Eucaristía. Los bancos para los fieles, los crucifijos y demás símbolos habían desaparecido. En su lugar, repartidos sin ton ni son, se encontraban toda clase de ingenios, figuras, estructuras y armazones. «Taller», lo había llamado Erin. Bien, no cabía duda de que aquello era un taller… si diez tipos diferentes de artesanos hubieran llegado allí con sus bártulos y se hubieran puesto a trabajar donde mejor les pareciera.

Había mesas largas con probetas, crisoles y matraces. Libros apilados en todas ellas y en el suelo. En otra parte, sin embargo, vieron una hilera de maniquíes con extraños trajes y complementos de todo tipo: cuchillas que sobresalían de un brazo, corsés, botas y chaquetas con mil y un bolsillos y compartimentos. También varios tipos de maquinaria enrevesada cuyo fin no acertaron a adivinar. Carlingas de ornitópteros de diseños extraños; armazones y maquinaria diversa con tubos de metal, lentes, tuercas, ruedas dentadas. Era el sueño de un inventor loco.

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