Mariela González - Götterdämerung

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Europa, principios del XIX. Una época de cambios, de sentimientos encendidos que afloran en forma de nuevos ideales. Aunque lo cierto es que las cosas comenzaron a ser diferentes mucho antes: el día en que se abrieron los Senderos, los seres feéricos empezaron a convivir con los humanos, y los mismos dioses reclamaron su lugar como gobernantes legítimos de las naciones del continente.Viktor DeRoot, como tantos otros poetas y artistas diletantes, busca su fortuna en Heidelberg. Pero hay algo que le diferencia: es uno de los pocos que saben emplear la Alta Poesía, la disciplina capaz de convertir los versos en herramientas para manipular la realidad. Es por ello que tiene una visión muy diferente del mundo que le rodea… bueno, y quizás también por llevar en su ojo derecho el corazón de su amigo Gus, un trasgo de Galiza. El mismo que guarda el alma de Viktor en un tarro vacío. Cosas que pasan en una noche cualquiera, en un encuentro casual.La Alta Poesía es un conocimiento preciado y peligroso a partes iguales, y por mucho que Viktor quiera mantenerse alejado de ella y rehuir los errores de su pasado, se verá envuelto en intrigas, traiciones y juegos de máscaras que le obligarán a asumir un papel que nunca hubiera imaginado para mantener el orden del mundo.

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—Podéis venir por aquí, por favor —llamó Algernon, unos cuantos metros delante de ellos, con voz paciente. Entendía que debía dejarles unos instantes para sobreponerse al escenario. Sin embargo, si de algo podían presumir Viktor y Gus era de una mente que se amoldaba pronto a las novedades. Echaron a andar siguiendo a sus anfitriones hasta el final de la capilla, donde los esperaban al pie de las escalinatas del altar. La mesa larga pensada para que el sacerdote celebrase los ritos seguía allí, pero parecía bastante menos sagrada ahora. Sobre su superficie había vasos y una botella de whisky, y alrededor de ella se sentaban tres personas, dos hombres y una mujer, que jugaban a las cartas. Tres seres feéricos, advirtió enseguida el ojo de Viktor. Por la cantidad de coronas que se amontonaba en el centro de la mesa tenía pinta de ser una de esas partidas que no se pueden dejar a medias. Así que no le pareció raro que uno de los hombres, un tipo ancho de espaldas, medio calvo, de rostro chato y orejas casi inexistentes, levantara una mano para chistar a Algernon cuando este quiso empezar con las presentaciones.

—Un momento, jefe. —El tipo ni levantó la mirada ceñuda de las cartas de su mano—. Los desplumo en un minuto y nos unimos a vosotros enseguida.

El hombre sentado a su izquierda era de menor altura. Mucho menor. Los pies no le llegaban al suelo, aunque no se advertía enanismo en su complexión. Una cresta de pelo cano le cruzaba el cráneo, por lo demás rapado a ambos lados. Sus rasgos eran afilados, su mirada acerada y ceñuda. La diminuta perilla que adornaba su barbilla, también nívea, tembló cuando frunció los labios, al escuchar a su rival.

—Si no sabes poner cara de póquer, Tarasque, no intentes distraernos con chorradas. El que se va a ir a dormir en pelota picada vas a ser tú.

—Ahorradme esa visión —intervino entonces la mujer. De cabello oscuro y corto, mirada calma y piel pálida, parecía mayor que Viktor, pero no carecía por ello de un brillo juvenil. Su Glamerye palpitaba a su alrededor, como un remolino de viento en un día caluroso. Su acento tenía el deje del norte de Europa—. Cuando os machaque a los dos os dejaré que volváis a la cama vestidos.

Algernon carraspeó. Erin se cruzó de brazos con cara de pocos amigos. Dos señales que el trío ya no pudo ignorar. El desplume de quien fuera tendría que esperar un poco, de modo que dejaron las cartas sobre la mesa, boca abajo, no sin muecas de fastidio.

—Nuestros invitados querrán cenar y que les mostremos sus habitaciones. Ha sido un día difícil para herr DeRoot. Así que tengamos un poco de educación, ¿os parece? —les regañó el filántropo, como si se dirigiera a unos niños descarriados.

Los tres jugadores se volvieron en sus sillas hacia los recién llegados. El instante de silencio fue inevitable; ninguno sabía quién debía hablar primero. Fue Algernon quien tomó la palabra, sin duda acostumbrado a llevar la batuta en situaciones así.

—Viktor, Gustavo, os presento a los miembros de nuestra Sociedad. Este de aquí —señaló al tipo menudo— es Juzann. Un genio del aire o djinn, venido de Mesopotamia. Nuestros ojos y oídos en la ciudad, y quien nos trajo la información sobre la fiesta de los Boisserée.

—En realidad, mis silfos son los verdaderos ojos y oídos —aclaró Juzann, saludando con una inclinación de cabeza —. Yo me limito a reunirme con ellos, escuchar sus chismorreos, pedirles favores. Digamos que a gozar de mi posición —se rio—. Pero si tuviera que darme un título en este grupito nuestro, me gustaría el de Maestro de Espías.

—Aquel, como habéis escuchado, es Tarasque. —Algernon señaló al hombretón y este saludó con la mano, con entusiasmo. —Él…

—Tarasque, ¿la bestia mítica? —interrumpió Gus, incapaz de contenerse. Tanto Viktor como él habían captado el Glamerye salvaje, aunque el nombre podía ser un apodo—. ¿La que recorría la campiña francesa hace siglos?

—El mismo —la sonrisa del hombre se ensanchó mientras se arrellanaba en la silla, o al menos una parte de él lo hacía—. Un poco menos escamoso que antaño, como puedes ver. La verdad es que maniobrar estos cuerpos humanos es mucho más cómodo. Pero no debéis inquietaros si habéis escuchado historias sobre mí: lo de aterrorizar ha quedado en el pasado. —Hizo un gesto con la mano como si arrojara algo por encima de su hombro—. Mi única intención es ayudar a ennoblecer un poco más este mundo. A menos que hablemos de jugar a las cartas, donde sigo causando pavor.

La mujer sentada a su lado se rio y meneó la cabeza.

—Mi nombre suele trabar demasiado la lengua a quienes intentan pronunciarlo por aquí. Así que podéis llamarme Mara —se presentó, sin esperar a que lo hiciera Algernon—, y como no me gustan tanto los preámbulos ni las ceremonias como a mis compañeros, os diré que habréis escuchado hablar de los de mi raza más de una vez, en viejas historias, como «jinetes de sueños». Y no es una metáfora: viajamos entre los sueños de los mortales, nos alimentamos de su imaginación, y cuando nos aburrimos dejamos caer alguna que otra pesadilla. Con eso tenéis suficiente —se encogió de hombros—. Encantada de conoceros.

—Y esta es nuestra pequeña Sociedad. Pequeña en integrantes, pero no en arrojo. Desde hace años nos esforzamos por salvaguardar la paz y la tranquilidad entre los humanos y el pueblo feérico en Heidelberg. Hemos dirimido en conflictos a veces serios, otras veces anecdóticos; todos ellos desapercibidos para el común de los ciudadanos, por supuesto. —Algernon parecía satisfecho contando aquello otra vez. Se volvió y con una mano abarcó toda la extensión de la capilla—. En cuanto a esto, nuestro taller, se lo debemos a Erin. Ella es quien ha estado recopilando ideas perdidas y escogiendo proyectos para trabajar. Algunos son diseños de grandes inventores, anulados por el éxito de rivales o caídos en el olvido al no conseguir financiación. Otros proceden de su preclara mente. —La miró con una devoción tan evidente que a Viktor se le encogió el estómago—. En todo caso, es otra de las facetas de nuestra Sociedad: investigamos y ponemos nuestro granito de arena en esta maravillosa era del progreso que estamos viviendo.

—Con una salvedad: no nos quedamos limitados por las barreras de la mecánica —aclaró Erin—. Empleamos Glamerye para llevar las leyes físicas más allá de lo que se enseña en las universidades. Ya habéis tenido ocasión de probar nuestras capas. Pero tenemos muchos objetos mejorados del estilo, pensados para hacernos la vida más fácil, que nos encantará mostraros.

Viktor recorrió con la mirada a aquel grupo variopinto. La verdad es que era una decepción, en cierto modo: ¿así que los famosos Metomentodos no eran más que cinco tipos que ni siquiera imponían demasiado? ¿Eso era todo? Entonces, mucho de lo que se contaba de ellos debían de ser exageraciones. No pudo evitar un mohín de disgusto. Pese a todo, recordó las palabras de Gus: no iba a dejarse llevar por los prejuicios. Le habían sacado de la cárcel sin demasiado esfuerzo, y desde luego aquel taller impresionaba bastante. Quizás tenían más de un as guardado en la manga. Y seguro que no le costaba demasiado tirarle de la lengua a Algernon y saciar su curiosidad, si había tiempo para charlas.

—La verdad es que suena todo muy interesante. —Gus tomó la palabra, con educación, advirtiendo que Viktor se había quedado sumido en sus pensamientos—. Nos encantará saber más de vuestras investigaciones, y sobre todo de cómo planeáis ir tras Lake. No parece poca cosa, ¿eh? Admiro vuestra valentía, pero estamos hablando del Alto Magistrado, protegido por la administración del káiser Odín, nada menos. Creo que deberíamos discutir sobre eso estando más frescos. Si se me permite la sugerencia, votaría por esa cena caliente y esa buena cama a las que habéis aludido, antes de que Vik se caiga redondo al suelo. Mirad qué cara tiene. —Le pasó un brazo por los hombros y le pellizcó una mejilla, ignorando el gruñido de este.

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