Permanece largo rato en silencio. La mirada distraída vagando por las juntas de las baldosas del piso. La cara pálida apoyada en el hueco de sus manos, con los codos clavados en las rodillas y los dedos tamborileando distraídos sobre las sienes.
Poco a poco va recuperando el color y el dominio de sí mismo. Se refresca la cara, se pasa un cepillo por los cabellos y le sonríe a la imagen del espejo, sintiéndola cómplice de las mil y una ideas que bullen en su mente afiebrada, clamando venganza.
Capítulo vii
–Llegamos señor– la voz del taxista saca a Rogelio de sus cavilaciones. ¡Qué manera de viajar! Desde ayer a la tarde, en que saliera con Laura, no ha parado un momento. Luego de dejar a Graciela cerca de su casa, pasó por el bar donde se reúnen sus amigos, para hacerse ver con el coche deportivo. Lo llamaron en cuanto lo vieron, no pudo resistirse y se pasó toda la noche recorriendo boliches y tomando copas ¡Lo qué puede un auto nuevo! Algún día tendrá el dinero suficiente como para disfrutar del suyo y no tener que hacerle el amor a histéricas cuarentonas, como Laura. ¡Dinero! …¡Dinero!.. ¡Cuánto cuesta ganarlo y qué poco gastarlo!
Entra al taller y busca con la mirada al viejo mecánico. –¡Eh…don Valentín!– grita al no verlo por ningún lado.
–Aquí estoy…–responde una voz cascada desde abajo de un automóvil colocado sobre unos caballetes y una cara apergaminada y sucia, rematada en un viejo gorro de lana, asoma por detrás de una rueda.
–Hola don Valentín, soy el secretario de don Raúl Vergara. Anoche dejaron el coche de la señora Laura frente al taller, pues andaba fallando feo…¿Lo revisó?
–No, todavía no. Como no vi nota alguna, no sabía para qué lo habían dejado. Pero no se preocupe, ya voy…–y uniendo la acción a la palabra, se toma del borde del vehículo y se desliza hacia afuera. Es tan alto, que su figura parece desdoblarse cuando se pone de pie. Con largas zancadas pasa delante del muchacho y pocos minutos después está hundiendo su cabeza entre el capot y el motor del deportivo. Rogelio lo mira divertido, no sólo por lo extravagante que es el viejo, sino pensando qué barbaridad dirá que tiene el coche para justificar sus honorarios. Él sabe que no tiene nada, hace sólo un par de horas que lo dejó allí y andaba perfectamente.
–Mirá muchacho…–comienza a decir Valentín mientras se endereza– decile a tu patrón o a la señora, que yo no le encuentro nada. Quizás haya sido una basurita en el carburador, que ya se salió y ahora el motor regula bien. –baja con cuidado el capot mientras agrega –Llevátelo y cualquier cosa, me lo volvés a traer antes de las seis de la tarde o si no mañana a primera hora. Chau…
Con estas palabras, da por terminado el diálogo y sin esperar respuesta, regresa al interior del taller volviendo a deslizarse debajo del coche que estaba arreglando.
Rogelio, entre divertido y asombrado, retrocede hasta la bocacalle, gira en redondo y haciendo vibrar el escape con la violenta acelerada, se encamina hacia la avenida cercana
Mientras disfruta del vértigo de la velocidad, sigue pensando en todo lo vivido la noche anterior con Graciela. Cómo se le ha metido en las venas la mocosa. Bueno, tan mocosa no es. Hay algo indefinido en ella que lo calma y excita a la vez. Por momentos la siente tremendamente mujer, como cuando la besó y ella respondió casi con furia. Pero otras veces, como luego del beso, ella parece arrepentirse de lo que hace o tener vergüenza de manifestar alguna emoción y vuelve a encerrarse en esa especie de caparazón de timidez, de inocencia casi infantil, que a él lo enloquece y que constituye el mayor desafío a su capacidad de conquista.
Tiene la absoluta seguridad de que no pasará mucho tiempo, antes que Graciela caiga rendida en sus brazos. Nunca se le negó ninguna y menos lo hará una inexperta como ella.Ya le encontrará la vuelta para convencerla. Sólo es cuestión de tiempo… y paciencia.
Una mirada a su reloj le informa que todavía es muy temprano. Se le ocurre una idea. No está muy lejos de Graciela. Si se llegase hasta ella, previo llamado telefónico, quizás pueda verla. ¡El hierro debe machacarse en caliente! Y considera que la muchacha está bastante tibia, probar no cuesta nada. Deja a un lado los bosques de Palermo, sube por la Avenida Sarmiento y ya en la Avenida Santa Fe, estaciona ante el primer cartel indicador de un teléfono público que encuentra.
Recién al tercer intento logra comunicarse. Es la misma Graciela quien lo atiende. Su voz denota alegría y sorpresa al escucharlo. Le comenta que justo estaba por salir, pero si está cerca, puede disponer de unos minutos para tomar un café con él.
Desde casi una cuadra la distingue parada en el borde de la vereda y con la cabeza vuelta hacia su lado, tratando de ubicarlo entre el tránsito que avanza por la Avenida.
–Hola– dice Rogelio parando el coche bien pegadito a la falda de la muchacha que, simulando sorprenderse, da un ligero salto hacia atrás.
–Hola … qué susto me diste– responde ella– ¡Casi me atropellas! ¿Te parece bien? ¿Para esto querías verme?– le recrimina aparentando estar enfadada
–Sí señorita –responde él– ¡Ya me he acostumbrado a atropellar chicas lindas y hoy debo cubrir mi cuota!– ambos sueltan la carcajada y mientras ella rodea el coche por detrás, para ascender, él le abre la puerta desde adentro. Un ligero beso y la visión de unos muslos tostados, bastan para que Rogelio se sienta en el mejor de los mundos.
Poco después, ya instalados frente a sendos pocillos de café, ella le comenta que justo la llamó cuando estaba por salir a ver un trabajo que le había recomendado una vecina.
–¿De qué se trata?– pregunta él, tanto como para mostrase interesado.
–No estoy muy segura…–responde ella, con la vista baja, mientras revuelve distraída su café– Mi mamá habló con una vecina sobre la necesidad de conseguir trabajo para mí. Algo no muy importante, que sirva para costearme los gastos, pero que me deje tiempo libre para seguir estudiando. Otra cosa no quiero
–¿Y…? –pregunta Rogelio– Qué relación tiene eso con tu salida y cómo es que vas a buscar trabajo y no sabés de qué se trata?
–Lo que pasa– aclara ella– es que esa vecina le dijo a mamá que tenía un familiar en un negocio, que necesitaba una empleada y le dio la dirección para que fuera. Pero no estoy muy convencida. No me gustaría trabajar con gente que conozca a mi familia. Cualquier inconveniente que hubiera, justificaría que todos se entrometieran, tanto patrones como familiares y la única perjudicada sería yo– concluye la joven sin levantar la vista del pocillo de café.
–Claro…tenés razón–argumenta él, sin mucho convencimiento, siguiendo con su aparente apoyo.
–Por eso –continúa Graciela– Primero voy a recorrer algunas direcciones que saqué de los clasificados y luego, pasaré por donde me mandó mamá. De esa manera podré comparar y tendré argumentos como para aceptar o rechazar lo que me ofrezca el marido de esa señora– y mirándolo a los ojos le pregunta: –¿Qué te parece?
La pregunta desconcierta momentáneamente a Rogelio, quién mientras oía a la muchacha sin prestar mayor atención a sus palabras, había estado especulando con una idea que se le ocurriera al tocar el tema trabajo y que considera posible de concretar en su favor.
–¡Bien… me parece bien!– se apresura a responder, tratando de ganar tiempo y ordenar sus pensamientos, para agregar de inmediato: –Perdoná que te interrumpa. Decíme qué sabés hacer
–¡Escribir a máquina, nada más!– responde ella– Nunca trabajé, así que no tengo experiencia alguna en ningún tipo de tareas. ¿Por qué– y lo mira interrogante.
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