Hacia fuera, en relación con su entorno, las universidades de la reforma entran en un rápido proceso de redefinición de sus vínculos con partes interesadas externas. Se vuelven piezas estratégicas para el gobierno, por el mayor peso político y de acción social en las calles de sus estudiantes y por la administración de unas oportunidades de estudio altamente valoradas por los sectores emergentes de la clase media. Además, por el poder de movilización ideológica de los académicos más comprometidos con las luchas político-culturales en la sociedad, a través de sus centros de investigación y sus medios de difusión. En particular, aumenta el peso de estos segmentos académicos y juveniles en los partidos y movimientos políticos a lo largo de todo el espectro ideológico (gremialismo, Democracia Cristiana, Izquierda Cristiana, Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR)). Las universidades alcanzan un inusitado eco en diversas agrupaciones a nivel nacional y local: en comunidades y barrios, en movimientos sociales diversos, entre autoridades regionales y provinciales, en los medios de comunicación y casas editoriales, en las acciones de protesta y los movimientos generacionales, en la industria cultural y los sindicatos, entre los colegios profesionales, las iglesias y los círculos artísticos e intelectuales. Puede decirse que aquellos fueron los años cuando más intensamente brilló el aura universitaria.
La cultura organizacional de las universidades chilenas cambia drásticamente durante este período: si bien el eje axiológico de una orientación predominantemente profesional se mantiene en el centro, se acompaña ahora de una diversidad de sentidos del compromiso: con el cambio social, con los sectores populares, con lo nacional-popular, con la revolución, con las vanguardias políticas, con un sentido de servicio al pueblo o la emancipación de las clases subalternas, etc. Es lo que en su momento Medina Echavarría (1967) bautizó como la universidad militante, aquella que se confunde con los ruidos de la calle.
En cuanto a la gobernanza del sistema, esta continúa articulada en torno a universidades dotadas de amplia autonomía y al decidido apoyo y mecenazgo por parte del gobierno. La diferencia radica en que las organizaciones poseen ahora un componente de representación colegial en su propio gobierno interno y grupos de interés en el interior de los claustros movilizados por diferentes proyectos político-ideológicos e ideas distintas de la universidad y su rol en la sociedad. La intervención conductora, planificadora u orientadora del gobierno sigue siendo débil, a pesar del mayor gasto fiscal destinado a la educación superior. Y los mercados se mantienen completamente fuera del horizonte de las políticas públicas, reduciéndose incluso la escasa competencia por estudiantes, dada la fuerte expansión de las vacantes durante estos años.
Inesperadamente, el juego político en que se vieron envueltas las organizaciones reforzó su autonomía, como quedó consagrado en el Estatuto de Garantías Constitucionales de 1970. De acuerdo con este, las universidades estatales y privadas reconocidas por el Estado son dotadas constitucionalmente del mismo grado de autonomía académica, administrativa y económica, y se establece el deber del Estado de “proveer a su adecuado financiamiento para que puedan cumplir sus funciones plenamente, de acuerdo a los requerimientos educacionales, científicos y culturales del país”. Los sucesivos gobiernos de Frei Montalva y Allende se inhiben de intervenir directamente en las universidades, no así los partidos políticos que apoyan o se oponen a estos gobiernos.
Como se señaló, el protagonismo de las universidades en la esfera pública se incrementa aceleradamente; los medios de comunicación, igual que los partidos y la sociedad civil, se ocupan habitualmente de ellas. A su vez, las instituciones se proclaman inteligencia de la sociedad y conciencia de la nación, elevando su estatus y visibilidad pero, sobre todo, su autoconciencia como pretendidos órganos de una ilustración de masas (masas que entonces permanecerían aún por un buen tiempo extramuros de la universidad). En tales circunstancias, las fuerzas del mercado apenas transmiten una debilísima señal a las universidades: no hay casi competencia por alumnos, salvo por los mejores de ellos medidos con el examen de ingreso; no hay propiamente un mercado laboral académico, pues las adscripciones institucionales de los docentes e investigadores son fuertes y forman parte de identidades teñidas con un alto valor ético-vocacional; las universidades tampoco compiten por recursos, sino que negocian políticamente su presupuesto con autoridades gubernamentales más que dispuestas a invertir en mayor acceso y alianzas con el mundo universitario, y no hay un desesperado intento por sobresalir en un ranking de prestigio académico-institucional, pues las reputaciones no sirven para obtener recursos ni se transan en el mercado simbólico. Por el contrario, este se halla dominado por la circulación de “marcas” político-ideológicas. La emulación entonces tenía como meta situarse en la vanguardia del cambio y, para las instituciones, ser reconocidas por su compromiso ideológico-cultural.
En conclusión, puede decirse que la reforma de 1967 es una suma de procesos que nacen y se consuman dentro de las organizaciones universitarias, pero significan un primer momento de inflexión en la trayectoria de la educación superior moderna de Chile. De hecho, la reforma es la entrada de un sistema de antiguo régimen a un régimen moderno, donde se expande la profesionalización académica, las universidades adoptan una división del trabajo que por primera vez incluye sistemáticamente la producción de conocimiento, hay formas de gestión burocráticamente racionalizadas, se democratizan las formas de gobierno y se politiza el vínculo de las instituciones y del saber con la sociedad y los agentes de cambio. La política gubernamental apenas interviene en estos procesos, a no ser mediante los instrumentos del tesoro público 7. Simultáneamente, la autonomía vuelve aún más autárquicas a las universidades, rodeando su aura simbólica con una garantía constitucional explícita de autodeterminación, lo cual deja al gobierno fuera de juego pero no puede impedir que los agentes de la política —dentro y fuera de las organizaciones— se vean envueltos en la lucha por el poder universitario y su proyección hacia el conjunto de la sociedad.
3. INTERVENCIÓN MILITAR
Ya se anticipó que el momento del golpe militar coincide con el punto en el tiempo en que la educación terciaria chilena comenzaba a transformarse en una empresa masiva. Sin embargo, el 11 de septiembre de 1973 ocurre una de aquellas coyunturas que el análisis neoinstitucional designa como shock externo (Streek y Thelen, 2005), el que en este caso alteró abruptamente la gobernanza del campo organizacional y el paradigma de la política pública dirigida a este sector. En efecto, tan pronto el gobierno democrático fue removido, las universidades fueron puestas bajo control del gobierno militar, las comunidades académicas y estudiantiles reprimidas, el gobierno colegial proscrito y el gobierno de las instituciones fue asumido por rectores delegados de la Junta Militar, dotados de amplios poderes. Según expresó uno de ellos a la prensa en ese tiempo: “No cabe duda que las atribuciones de un rector-delegado son muy amplias, las máximas. El rector-delegado está en condiciones de crear, de suprimir, de contratar, despedir, organizar y reorganizar las estructuras de la universidad”. Otro señaló: “Aquí todos [los profesores] son de confianza del Rector, si no, no estarían en la universidad” (Brunner, 1984, pp. 159 y 160).
La justificación invocada para la intervención de las universidades fue el apartamiento de su rol natural, su politización (marxista) y, por ende, la necesidad de depurarlas y restituir su función propia en la sociedad. La intervención nace pues del imperio de la ideología de la seguridad nacional proyectada a los claustros, dando lugar a la universidad vigilada (Millas, 2012), al mismo tiempo que impone una ideología académica restauradora guiada por el ideal de la universidad “torre de marfil”, alejada de los ruidos de la calle y centrada únicamente en sus tareas propias de formación e investigación.
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