El capitalismo y la libre empresa no eran cuestionados. El socialismo y el comunismo quedaban condenados y silenciados de antemano. Y para mantener tal asimetría, el programa evitaba cuidadosamente materias como literatura, filosofía, historia, arte, sociología y antropología. El vacío intelectual lo sentiste desde los primeros días. Estabas acostumbrado a leer y discutir sobre cualquier asunto, sin cortapisas, y el alimento que ofrecían era insuficiente. Algo se hablaba de Adam Smith y de Paul Samuelson, pero nunca mencionaron a Engels ni a Marx. Tuviste que esperar años para conocer a estos dos últimos, lo que sucedió, paradójicamente, en una universidad norteamericana.
Existía otro factor: la falta de cohesión del cuerpo estudiantil protegía a la Escuela –por lo menos en esa primera etapa– contra la formación de comités, asambleas y grupos de estudio distintos a los promovidos por la dirección. El sistema de prácticas mantenía a buen número de jóvenes fuera de las instalaciones. Apenas empezaba a fraguarse una inquietud, un tema, una protesta, ya estaba terminando el semestre y los estudiantes se dispersaban. Los que habían estado por fuera llegaban con preocupaciones diferentes. Por eso la Escuela, como si existiera en otro planeta, quedaba, en la práctica, al margen de los conflictos que afectaban al sistema educativo. Tal fue la institución que conociste hasta tu graduación en 1966.
El modelo parecía tan bien logrado que fue reproducido en otras ciudades. Así surgieron por lo menos una decena de programas de administración copiados de la Escuela (EAN, Los Andes y Externado en Bogotá; Universidad del Norte en Barranquilla; ICESI y la Universidad del Valle en Cali, y otras más). Celosos por tal proliferación, los primeros egresados crearon la Asociación Colombiana de Administradores de Negocios (ACAN), con sede en Medellín y capítulos en otras ciudades, con el objeto de reglamentar la profesión y garantizar que los nuevos programas tuvieran un mínimo de calidad. (José Alonso González fue su presidente en un período y tú lo acompañaste como vicepresidente) Un asunto que ocupó muchas horas de discusión fue el título. Algunos atacaban el de “Administrador de Negocios”, que sonaba demasiado a “Business Administration” (tal como se denomina en Estados Unidos) y preferían “Administrador de Empresas”, que les parecía más auténtico. (Hasta hoy perduran ambas denominaciones). Además, ¿qué validez tenía? La Escuela no era universidad (lo logró años después, durante el gobierno del presidente Pastrana Borrero). Por eso, mientras se llevaron a cabo las gestiones ante el ICFES, los egresados tuvieron que contentarse con una certificación emitida por Syracuse University. Para muchos tal certificación tenía más valor que el diploma de cualquier universidad colombiana.
Pero la condición de oasis de paz no le iba a durar para siempre. La confrontación ideológica y la lucha armada finalmente la afectaron. Quizás la denominación de “universidad” fue el detonante. Al avanzar la década de 1970 se organizaron jornadas y asambleas y unos profesores instigaron a los trabajadores y empleados para crear un sindicato. El Consejo Directivo, compuesto por los presidentes de las más importantes empresas de la ciudad, actuaron de la manera más contundente (en concordancia con el objeto inicial) expulsando a buen número de profesores, empleados y trabajadores y amenazando con el cierre definitivo. Hubo deterioro académico, cancelación de cursos, descontento y represión. Los pleitos laborales instaurados por los expulsados duraron años, lo que implicó enormes erogaciones. Pasaría mucho tiempo antes de que se cicatrizaran las heridas.
Pero regresemos a los inicios y detengámonos en los protagonistas. Bernard Hargadon fue la estrella; un tipo de treinta y cuatro años, alto, delgado, enérgico, entusiasta y simpático, que desde el primer día supo ganarse la atención y el cariño. Enseñaba contabilidad. Armando Múnera, de la primera promoción, le sirvió de traductor, pero, dado el lento avance de las clases, pronto prescindió del traductor e intentó expresarse en español; un español incipiente, lleno de palabras en inglés, y les solicitaba a los alumnos que lo iluminaran con el término que necesitaba para completar la idea. Es decir, mientras él aprendía el idioma con ustedes, ustedes aprendían contabilidad y algo de inglés con él. Realizó el milagro de convertir esa técnica sosa, mecánica, generalmente aburrida, en una materia interesante, mejor dicho, apasionante. (De aquellas jornadas surgió el libro Principios de contabilidad , que por décadas fue el texto obligado sobre la materia en Colombia) Además, este curso fundacional le señaló a la institución un camino que luego supo afianzar con otros magníficos profesores –como Héctor Ochoa– para hacer de la contabilidad un instrumento administrativo y financiero de la mayor utilidad. En ti determinó en buena medida tu desempeño como administrador. Aunque dejaste de practicarla profesionalmente, es un área en la que te sientes cómodo, porque conlleva una organización mental que es útil en todos los aspectos de la vida.
Los profesores de Syracuse fueron Allen Dikerman, Virgil Cover, Herbert Wachsmann, William Phips, Andrew Barta, Karl Vogt y otro de apellido Hauk, cuyo nombre hemos olvidado. Enseñaban relaciones humanas, procesos industriales, finanzas, distribución y marketing (aún no se usaba la palabra “mercadeo”) y, al igual que Hargadon, no sabían español y las clases las dictaban en inglés. (Los textos también eran en inglés) Bernardo Pérez, Bernardo Upequi y Álvaro Estrada, entre otros, les sirvieron de traductores. Una de las primeras iniciativas fue el sistema de casos. Recién había sido introducido en la escuela de negocios de Harvard y ya cundía como una novedad por las demás escuelas en ese país. La misión de Syracuse pretendió trasplantarlo a Colombia. Para tal efecto trajeron ejemplares de un grueso texto que los estudiantes debían adquirir. Allí estaban los famosos casos. Se trataba de historias de treinta o cuarenta páginas sobre problemas de empresas reales o ficticias con información sobre finanzas, personal, ventas y demás aspectos. El estudiante debía establecer el conflicto central, seleccionar los datos pertinentes, sugerir soluciones, las formas de llevarlas a cabo y las posibles consecuencias. El método pretende estimular la imaginación, razonamiento, análisis crítico e iniciativa. Pero los estudiantes de la Escuela no estaban preparados para esta técnica maravillosa, porque los casos se referían a empresas norteamericanas. Al ser leídos por provincianos de este país subdesarrollado, es decir, fuera del contexto cultural en el que fueron construidos, parecían ciencia ficción. Estaban redactados en inglés y la sola lectura demandaba un esfuerzo demasiado arduo. Además, la educación primaria y de bachillerato que recibiste y recibieron los de tu generación consistía, como hemos visto, en memorizar y repetir verdades absolutas, no en crear conocimiento nuevo. No estaban, pues, mentalmente preparados. Cuando estas dificultades fueron evidentes, las directivas propusieron que los profesores y los mismos estudiantes redactaran casos en español de empresas colombianas, propuesta que tampoco tuvo éxito porque no habían sido entrenados en técnicas de escritura creativa. En conclusión, el ensayo duró un par de años y tuvo que ser sustituido por sistemas más convencionales.
No vamos a hablar de todos aquellos profesores. De Phips me ocuparé más adelante y de Barta diré que había recorrido muchos países, que era un verdadero sabio y la figura más sobresaliente del grupo. Logró notoriedad en su país durante los oscuros años de los cincuenta por desarrollar y difundir un pensamiento de libre empresa independiente y a veces contrario al macartismo. Ahora era un viejito jubilado que recibía a los estudiantes de la Escuela en su residencia en el edificio Claret (en Sucre con Maracaibo) y les daba té con galletas (que adquiría en el Astor). Sus pláticas destilaban humanismo y respeto dentro de la concepción de los negocios. Si los gerentes comprendieran y resolvieran aspectos esenciales de la vida de los trabajadores, el comunismo no iba a prosperar en ninguna sociedad. Su carácter sosegado, su paciencia, su tino para enseñar el difícil arte de mantener la paz, la concordia, la justicia y la productividad dentro de esas estructuras competitivas y despiadadas que son las empresas, procurando siempre que los individuos, tanto jefes como subalternos, entreguen lo mejor de su capacidad creativa, fueron verdaderas enseñanzas de vida que no has olvidado.
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