Álvaro Pineda Botero - Memoria de la escritura

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Es usual que las memorias se escriban en primera persona del singular y que se ciñan a la vida de quien las escribe y a lo sucedido. Este texto se acomoda parcialmente a tal género porque, además de recuerdos personales, contiene crónica histórica, novela de formación y artificio literario. Está escrito en segunda persona creando una tensión entre quien lleva la voz narrativa y quien vivió. La vida se vive en presente, en forma secuencial, cada instante una sola vez, siempre hacia delante y no se puede modificar lo ya vivido. Quien lleva la voz narrativa y es responsable de la escritura, por el contrario, siempre puede corregir y organizar secuencias buscando efectos estéticos o intereses particulares. Puede, además, callar, sobrepujar, seleccionar o complementar.
Por eso, más que el relato de una vida, ofrecemos aquí una reflexión sobre los procesos de escritura y sobre la profesión de escritor. En el trasfondo, como elemento imprescindible de la vida de las personas, esbozamos la realidad histórica colombiana de buena parte del siglo XX y algunos años del XXI. – Álvaro Pineda Botero

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Ahora surgía una segunda opción: escribir. Y pensabas que lo único que requerías eran directrices, un pequeño entrenamiento. Sin embargo, de igual forma, presentías que tus padres no iban a aprobar esa opción. Iban a calificarla igualmente de estrafalaria. También iban a recordarte que no tenías las aptitudes: ya en la escuela primaria habías demostrado tu incapacidad para la caligrafía y la ortografía. No existían talleres de escritura ni nada por el estilo. Lo más cercano eran las carreras humanísticas, pero la oferta era escasa y nunca oíste hablar bien de ellas. Cuando se mencionaban a parientes y allegados, el primer calificativo que se les ocurría era el de “comunista”. Y en el panorama intelectual de aquella ciudad industrial pero reprimida, la escritura era sinónimo de los peores vicios: José Asunción Silva, amante de los placeres extremos, quien se suicidó joven. Vargas Vila, expulsado del país, muerto en el exilio, panfletario, pornógrafo y contradictor de la Iglesia; sus libros continuaban en el índice y su lectura era motivo de excomunión. Porfirio Barba Jacob, muerto también en el exilio, más recordado como homosexual y marihuanero, aunque algunos admiraban sus poemas. Estaban también Fernando González, recluido en Otraparte (moriría en 1964), con fama de loco y una estela de polemista; nadie imprimía sus libros; y los nadaístas, que se presentaban como escritores y poetas y que comenzaban a causar escándalo, verdaderas lacras sociales. Finalmente, y al igual de lo que ocurría con la música, no habías escrito nada de valor, nada sólido en qué cimentar la confianza, nada que hubiera sido de interés para alguien. Ni siquiera el profesor de literatura reconoció que podías escribir. Estabas, pues, en una encrucijada y sentías que se te cerraban las puertas.

Mientras tú vacilabas, tu padre insistía en que estudiaras una “carrera práctica”, que ojalá garantizara ingresos prontos y efectivos. Amabas el campo y él tenía una hacienda, por lo cual la agronomía se perfilaba como la opción más lógica. La carrera la ofrecía la Universidad Nacional en su sede de Medellín. Allí fuiste con él y recorrieron las aulas, laboratorios, establos y cultivos para las prácticas, en un inmenso terreno ubicado en la base del cerro El Volador. Solo había un inconveniente que pasaron por alto: eran altas las exigencias en matemáticas y por ellas nunca habías mostrado interés. Te inscribiste para los exámenes de admisión. Los cupos eran insuficientes para la enorme demanda y si no pasabas –lo dabas por descontado– solo tenías que esperar seis meses o un año para presentarte a una nueva convocatoria. En ese lapso tomarías clases de refuerzo. (Estabas equivocado: tu amor por el campo era bucólico; lo percibías como un espacio para la imaginación y el sosiego, no como lugar de trabajo ni como fuente de recursos materiales.)

Hubo, además, otro incidente que todavía nos deja pensativos. Con motivo de tu grado de bachiller, y ya tomada la decisión sobre la carrera de agronomía, tu padre no te regaló un manual de ganadería sino las Obras Completas , de Cervantes, en una fina edición de papel cebolla de Aguilar. ¿Cuál era el mensaje? ¿Se trataba de un respaldo velado a tu vocación literaria? Si fue así, no lo entendiste. Lo recibiste como un gesto protocolario. Ninguno de los amigos te había hablado del Quijote . No lo tenías en tus listas de lectura. Estabas fascinado con Kafka, Dostoievski, Miller y otros ídolos del momento. Cervantes no pasaba de ser una referencia de colegio y, por lo tanto, una referencia aburrida y despreciable.

Al final las cosas se dieron de manera casual y sorpresiva: ese semestre fundaron en Medellín la “Escuela de Administración y Finanzas” (luego se convirtió en “Escuela de Administración y Finanzas e Instituto Tecnológico” y, finalmente, en “Universidad EAFIT”; por ahora la llamaremos “la Escuela”). Aunque parecía un proyecto endeble y efímero, Jorge sugirió presentar los exámenes de admisión, “por si no pasas en agronomía”. Tales exámenes se llevaron a cabo en diciembre. Los de agronomía, para los que estabas inscrito, se iban a dar en enero. Tomaste los de administración, sacaste excelentes resultados y te olvidaste de la agronomía.

EL NADAÍSMO. Tu hermana Cecilia fue una mujer pretendida. A la casa llegaban jóvenes buscando su amistad. No faltaban los ramos de flores, las serenatas, las invitaciones, las visitas en la sala. Lo más molesto eran los carros que pasaban pitando, inclusive a altas horas de la noche y, sobre todo, las serenatas. Recibió muchas, con los tríos más cotizados. Algunas son memorables porque los pretendientes llegaban acompañados por amigos borrachos y presentaban espectáculos bochornosos, que luego daban mucho de qué hablar a los vecinos. Jorge entraba en cólera y en más de una ocasión salió para amenazarlos con llamar a la policía. Y Cecilia prorrumpía en llanto ante la posibilidad de que el pretendiente de turno no regresara.

Pero un día llegó un joven diferente. No estaba acompañado por una barra de adláteres, ni venía en el carro de la familia y ni siquiera llegó en motocicleta. Llegó solo y a pie. Tenía un nombre corto y sonoro: John. Era buen conversador, saludaba atentamente y Regina pensó que, por sus apellidos, podía ser bien recibido (su bisabuelo había sido un famoso constructor de puentes). Vivía a poca distancia, en el barrio Prado, en casa de los abuelos. Cecilia lo atendía en la puerta, como era costumbre, ante la vista de todo el mundo. Luego pasó a la sala. Poco a poco, sin embargo, aparecieron rasgos que pusieron a pensar a la novia y a la familia. John descreía de los curas, abandonó el colegio, según dijo, para “hacerse cargo de su propia educación”; era un hábil jugador de ajedrez y ganaba dinero en el Metropol compitiendo con profesionales. Se consideraba a sí mismo un genio, iba a ser escritor y proyectaba una obra filosófica que, según decía, superaría a la de Hegel. Llevaba libros bajo el brazo tomados de la biblioteca del abuelo, que saqueaba sin contemplaciones. Citaba de memoria a Dostoievski, Schopenhauer y Nietzsche, era capaz de hablar horas sobre la falta de sentido de la vida y del universo y con frecuencia concluía que el último refugio del sabio es el suicidio. También estudiaba las 14 lecciones sobre filosofía yogui y ocultismo oriental , de Yogi Ramacharaka, “para encontrar la serenidad”. Lo más llamativo, empero, eran sus conocimientos de hipnosis. Llevaba años estudiándola. Conocía un buen número de libros sobre el tema y hacía demostraciones por las esquinas y tiendas del barrio. Ya tenía fama y muchos incautos se prestaban para sus prácticas. Y, en efecto, hipnotizaba a uno o dos adolescentes con la mirada penetrante, movimientos bien estudiados de las manos y una voz profunda que modulaba las órdenes con decisión. Sin duda, conocía el oficio. Los ponía a bailar, a decir tonterías, a reír a carcajadas o a llorar. Hacía que sus músculos se pusieran rígidos y, con la ayuda de los presentes, los extendía entre dos taburetes a modo de puente, sostenidos en la nuca y los talones. Era “la prueba de la catalepsia”. O los chuzaba con agujas y les daba órdenes post-hipnóticas. Hablaba mucho del tema: con el hipnotismo era posible curar enfermedades, dejar de fumar o de amar, superar la timidez, aumentar el arrojo y controlar el miedo, recordar los detalles más nimios de la niñez, revivir los sueños más escondidos, desarrollar nuevos gustos y nuevas capacidades intelectuales. Se refería a la auto-hipnosis. Decía que la había practicado con resultados sorprendentes. A través de ella era posible controlar las facultades del espíritu, fortalecer la voluntad, ser más inteligente, más inspirado. A ella le debía sus triunfos en el ajedrez. A veces se extendía en especulaciones sobre lo para-normal –telequinesia, telepatía, adivinación del futuro– que dejaba boquiabiertos a los espectadores.

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