Álvaro Pineda Botero - Memoria de la escritura

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Es usual que las memorias se escriban en primera persona del singular y que se ciñan a la vida de quien las escribe y a lo sucedido. Este texto se acomoda parcialmente a tal género porque, además de recuerdos personales, contiene crónica histórica, novela de formación y artificio literario. Está escrito en segunda persona creando una tensión entre quien lleva la voz narrativa y quien vivió. La vida se vive en presente, en forma secuencial, cada instante una sola vez, siempre hacia delante y no se puede modificar lo ya vivido. Quien lleva la voz narrativa y es responsable de la escritura, por el contrario, siempre puede corregir y organizar secuencias buscando efectos estéticos o intereses particulares. Puede, además, callar, sobrepujar, seleccionar o complementar.
Por eso, más que el relato de una vida, ofrecemos aquí una reflexión sobre los procesos de escritura y sobre la profesión de escritor. En el trasfondo, como elemento imprescindible de la vida de las personas, esbozamos la realidad histórica colombiana de buena parte del siglo XX y algunos años del XXI. – Álvaro Pineda Botero

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A medida que John mostraba estas facetas, Cecilia se acercaba a la conclusión de que no era la persona con quien quería establecer relaciones serias. Un día se llenó de valor y lo rechazó. John no se inmutó. Pensó que se trataba de un capricho transitorio; era cuestión de insistir. Entonces cambió de estrategia y buscó tu amistad. Ya habías presenciado alguna sesión de hipnosis en la tienda de la esquina y el tipo te mantenía intrigado. Aceptaste su amistad porque te interesaban sus conocimientos sobre literatura y sobre el control de la voluntad. Su teoría sobre la superación personal te parecía convincente. Fuiste a su casa y conociste a su abuela y a dos tías solteras. Vivía con ellas desde niño; el padre lo había dejado allí; rara vez venía a visitarlo y casi nunca se sabía dónde estaba. Quizá administraba fincas en la Costa o en los Llanos, quizás fuera contrabandista o algo más exótico. John hablaba de su padre como si fuese un héroe de novela, pero lo criticaba y en el fondo lo odiaba. En cambio, nunca mencionó a la madre. Hacían largas caminadas nocturnas. Visitaban arrabales y cantinas “observando la realidad”. Siempre tenía una reflexión inteligente sobre las personas y las cosas. El diálogo era intenso; los temas trascendentales. Una y otra vez venían a cuento las preguntas sobre el origen del universo, sobre la civilización y la historia, sobre el sentido de la vida. También las preguntas sobre la injusticia del régimen capitalista, sobre la necesidad de adelantar la revolución, de luchar contra el imperialismo yanqui. ¿Qué estaba ocurriendo en la inmensidad del mundo exterior? ¿Qué iba a pasar con la guerra fría y la carrera del espacio? ¿Qué importancia tenían para el futuro de la humanidad el Sputnik, la perra Laika, Yury Gagarín y Valentina Tereshkova?

A veces, las caminadas los llevaban por las montañas, hasta el Pan de Azúcar y otros picos y desde allí miraban la ciudad y reflexionaban sobre ella. O iban en tren hasta la estación Pradera, a un par de horas de viaje –donde su familia tenía una finca de piñales y caña de azúcar– y allí recorrían los sembrados, hablaban con campesinos y se bañaban en la quebrada. Fue en uno de aquellos paseos cuando surgió el proyecto de viajar a la Guajira. John mantenía una obsesión por la Guajira, donde vivió su padre y donde le compró a un cacique una muchacha núbil (John enfatizaba la palabra “núbil”). Luego de poseerla incumplió el trato y tuvo que huir para evadir la venganza de la tribu. Contó la anécdota muchas veces y en cada oportunidad cambiaba los incidentes, aumentaba o disminuía la belleza de la muchacha y el peligro que vivió el padre. Pero siempre, en esa aventura, John veía un carácter heroico, un proceder novelesco. En esos momentos parecía enorgullecerse de él y quería recorrer los territorios que él había recorrido. Tú también habías soñado con la Guajira (cuando leíste la novela de Zalamea Borda) y no necesitó mucho para convencerte. Un día de madrugada tomaron un bus de Rápido Ochoa. Fueron muchas horas de viaje por esas carreteras que seguían en construcción. Pasaron por Cartagena, Barranquilla y Santa Marta sin detenerse. Lo importante era llegar a Uribia y al Cabo de la Vela, un territorio que se consideraba exótico, por no decir salvaje y desconocido. Aún no habían construido la carretera de Santa Marta a Riohacha entre la Sierra y el mar; existía una por Valledupar, en realidad una trocha. Pernoctaron en Valledupar y continuaron en un bus que recogía y dejaba pasajeros por el camino. Y, a medida que se acercaban a la Guajira, repetían una y otra vez el propósito de visitar las tribus, conocer a sus mujeres y ver en directo cómo era que las negociaban. Cerca de Barrancas vieron la primera. Esperaba el bus al borde del camino. Subió y buscó un asiento. John no lo dudó: se sentó a su lado y entablaron conversación. Pocos kilómetros más adelante el bus se detuvo, la muchacha descendió, y antes de que tú pudieras reaccionar, ya John también había descendido, llevándose el morral que cargaba. Ni siquiera se volteó para decirte adiós; al momento quedaron envueltos en una nube de polvo. Tu primera reacción fue gritarle al conductor que se detuviera, tú también querías descender. Por fortuna no lo hiciste. No podías seguir a ese loco hasta el fin del mundo y menos ahora que te había dado la espalda en medio del desierto. Allá él, que hiciera lo que le viniera en gana, tu seguirías tu camino. El bus pasó por diversas rancherías y en cada una viste más y más mujeres. Vestían sus atuendos y llevaban la piel cubierta con betún, que les servía para defenderse del sol. Llegaste a Riohacha. Era un poblado de casas de paja y calles de tierra junto al mar. Abundaban las palmeras; también las mujeres y casi todas vestían como indígenas. Las observaste, las seguiste por las calles. Te hospedaste en una cabaña en la playa. Estabas contrariado por la deslealtad del amigo. Por momentos pensabas que tú eras el beneficiado: viajar en solitario permitía ir más lejos. Seguirías hacia el norte, hasta el final, hasta donde se acaba la tierra en el Cabo de la Vela. Tendrías tu propia aventura, nada que fuera compartido. Pero otros momentos pensabas que John iba a aparecer. Te ofrecería disculpas y reconstruirían la amistad. Así estuviste dos días en aquel hotel de playa y no hiciste nada distinto a bañarte en el mar, mirar a las mujeres y caminar por las calles polvorientas. Te animaba una curiosidad infantil y, como no encontrabas a la muchacha núbil con la que estabas soñado, tu arrojo se fue desmoronando. Sobra decir que tu amigo nunca apareció. Al tercer día hiciste cuentas, el dinero no era mucho y decidiste que lo visto y lo vivido era suficiente, que las princesas de aquella tierra no eran para ti y que era hora de tomar la vía de regreso.

Después del viaje, John volvió a solicitar a Cecilia, pero se encontró con el rechazo definitivo. Tú tampoco querías saber nada de él y ni siquiera le preguntaste cómo había terminado la aventura. Ahora el hombre tocaba a la puerta y nadie le respondía. Pasaba los días en la vecindad causándole a la familia una incómoda sensación de amenaza. Nunca le faltaron los incautos dispuestos a escuchar sus discursos y a presenciar los alardes de magia. Procuraba que Cecilia se enterara de sus hazañas enviándole recados, y se apagaba colillas en los brazos sin expresar dolor, para demostrar el control que tenía sobre cuerpo y espíritu. Como no recibía respuesta, un día dijo que iba a cortarse las venas. Nadie le paró bolas, era otra farsa para atraer la atención. Fijó fecha y hora. Tampoco nadie pensó que era en serio. A la hora señalada vinieron vecinos alarmados a avisar que John estaba en la esquina con una cuchilla de afeitar, listo para morir si Cecilia no se hacía presente. Las tías estaban advertidas y se lo llevaron para un internado psiquiátrico.

Luego de un largo silencio, recibiste varias cartas de John. Te informaba haber iniciado la carrera de derecho en Bogotá y te proponía escribir a dos manos un libro de “diálogos filosóficos”. Se quejaba de soledad. Ahora vivía en un edifico de ocho pisos “hecho para suicidas”. Se pregunta: “¿Hasta cuándo aguantaré?… estoy a punto de reventar. Cadáver, solo eso, bajo tierra, bajo las nubes. Hollarán mi tumba, escupirán, algún borracho meará sobre mi calavera, y sus orines se escurrirán por mis cuencas vacías…”. En la última decide romper toda relación contigo. Explica que se había afiliado al partido comunista y que por lo tanto no podía sostener una amistad con alguien que estudiara la carrera de negocios dentro de la concepción capitalista.

El poder religioso en Antioquia estaba en cabeza de prelados como Miguel Ángel Builes, Tulio Botero Salazar y Félix Henao Botero. Mantenían control férreo sobre las ideas políticas, los libros, los espectáculos, las costumbres, las relaciones entre los sexos, en una palabra, sobre las conciencias. Usaban la excomunión para lograr sus objetivos. La policía, bajo sus órdenes, sacaba al público a empellones de cualquier teatro que exhibiera “cine prohibido” o confiscaba “libros pornográficos” o “ideológicamente inaceptables” de cualquier librería. De Miguel Ángel Builes se conocen sus intervenciones políticas que terminaron en actos de violencia contra liberales y librepensadores. Este ambiente de oscurantismo y represión tuvo su momento culminante en 1961, cuando se llevó a cabo la Gran Misión, un programa de la Iglesia para revitalizar el culto. Del corazón mismo de la España más franquista vinieron sacerdotes para visitar las parroquias y trabajar con los feligreses. Algunos eran oradores notables y lograron cautivar a la sociedad. La Medellín católica, conservadora y tradicional vivió momentos de verdadera exaltación. Monseñor Tulio Botero Salazar, en su mensaje de cuaresma, calificó la misión como “un movimiento extraordinario de las fuerzas vivas de la Iglesia, para la renovación cristiana del individuo, la familia y la sociedad”. La Universidad Bolivariana, por su parte, recién obtenía el título de “Pontificia” y su rector, Félix Henao Botero, mantenía sobre profesores y estudiantes la más dura disciplina religiosa y confesional. En ese ambiente nació el nadaísmo. Gonzalo Arango, oriundo de Andes, llegó a Medellín huyendo de la violencia y quiso estudiar derecho en la Universidad de Antioquia, pero no pasó del tercer año. Tuvo alguna participación en favor de Rojas Pinilla que lo llevó a “exilarse” en Cali, donde encontró un ambiente propicio para el movimiento que se proponía. En 1958, con veintisiete años de edad, publicó en esta ciudad el “primer manifiesto nadaísta”, en el cual los firmantes se comprometieron a “no dejar una fe intacta ni un ídolo en su sitio”. Lo acompañaron Jotamario Arbeláez, Jaime Jaramillo Escobar y otros.

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