Asimismo, puede producir lesiones, y el 42% de las mujeres víctimas de violencia de pareja refieren alguna lesión a consecuencia de dicha violencia.
La violencia de pareja y la violencia sexual pueden ocasionar embarazos no deseados, abortos provocados, problemas ginecológicos, e infecciones de transmisión sexual, entre ellas la infección por VIH…
La violencia en la pareja durante el embarazo también aumenta la probabilidad de aborto involuntario, muerte fetal, parto prematuro y bebés con bajo peso al nacer.
La violencia contra la mujer puede ser causa de depresión, trastorno de estrés postraumático, insomnio, trastornos alimentarios, sufrimiento emocional e intento de suicidio. Las mujeres que han sufrido violencia de pareja tienen casi el doble de probabilidades de padecer depresión y problemas con la bebida. El riesgo es aún mayor en las que han sufrido violencia sexual por terceros.
Entre los efectos en la salud física se encuentran las cefaleas, lumbalgias, dolores abdominales, fibromialgia, trastornos gastrointestinales, limitaciones de la movilidad y mala salud general.14
El daño moral tampoco es menor. La decepción, el sentimiento de haber sido traicionado, la pérdida del sentido de dignidad y valor inherentes a todo ser humano, entre otras cosas, caracterizan la vivencia de la víctima.
Aquellos que trabajan con víctimas de la violencia doméstica informan que, con frecuencia, las mujeres consideran que el abuso psicológico y la humillación son más devastadores que la agresión física. Un minucioso estudio realizado en Irlanda con 127 mujeres golpeadas que preguntaba: «¿Cuál fue el peor aspecto de la golpiza?», recibió las cinco respuestas principales siguientes: la tortura mental (30), vivir con miedo y terror (27), la violencia física (27), la depresión o la pérdida de toda confianza (18), los efectos sobre los hijos (17); (Casey, 1988).15
Como es lógico suponer, todo esto repercute en la vida total de la persona. Respecto de lo social, el aislamiento, el temor y la desconfianza son característicos. La vida social, aun en la comunidad religiosa, se empobrece o se anula directamente.
En cuanto a lo laboral, son bien conocidos los perjuicios económicos, tal que hoy en día se reconoce la violencia familiar como un problema de salud pública, ya que sus efectos trascienden con creces el ámbito puramente privado. Si una persona tiene un trabajo, el ausentismo y la falta de productividad son los síntomas. Si una persona no trabaja, su miedo a enfrentar la realidad y la baja autoestima, además del aislamiento a la que puede estar sometida, impiden que pueda acceder a la autonomía y al sentido de valor personal que le daría un empleo. Incluso muchas mujeres profesionales que padecen violencia en el hogar nunca ejercen sus profesiones. Todo esto, además, tiende a incrementar la dependencia con respecto al agresor.
Dejemos hablar a las cifras. Los devastadores efectos de la violencia doméstica en las economías impactan cuando se empiezan a conocer los millones de dólares consumidos por los gastos que demanda en salud, policía, justicia y merma de la productividad. Según un estudio del Banco Mundial, uno de cada cinco días activos que pierden las mujeres por problemas de salud se debe a manifestaciones de la violencia doméstica. En Canadá, un informe revela que este tipo de violencia causa un gasto de unos $1.600 millones de dólares anuales, incluyendo la atención médica de las víctimas y las pérdidas de productividad. En Estados Unidos, diversos estudios determinaron pérdidas anuales de entre $10.000 millones y $67.000 millones de dólares por las mismas razones. Para América Latina y el Caribe casi no hay cifras disponibles, ya que recién comienzan a realizarse estudios sobre el impacto económico de la violencia doméstica en la región. Los efectos en la propia mujer víctima de la violencia son los más inmediatamente visibles, gastos en salud, ausentismo laboral, disminución de ingresos para el grupo familiar. Pero ellos constituyen apenas la punta del «iceberg» frente a los costos que el problema tiene para la sociedad, como su impacto global en los sistemas de salud, aparatos policiales y régimen judicial. «Los costos indirectos pueden superar ampliamente a los costos directos», estima Mayra Buvinic, jefa de la División de Desarrollo Social del BID.16
Entre las mujeres cristianas que sufren distintos tipos de violencia también se producen efectos a nivel espiritual. Es posible que experimenten dudas sobre el carácter amoroso y misericordioso de Dios, desconfianza de Él, resentimiento, temor, distorsión de la imagen de Dios, sentimiento de encontrarse abandonada por Él, culpable, indigna de su amor y de la comunión con los hermanos. También se pueden sentir desamparadas por los pastores y líderes que no cuidan o que no ejercitan la justicia de Dios, abruman con mayores cargas a las víctimas y defienden a los maltratadores. En definitiva, también ejercen violencia sobre ellas.
Además de afectar a la mujer física y psicológicamente, también afecta su espiritualidad. Cuando la mujer vejada busca soluciones alternativas, asesoramiento o consuelo en dirigentes e instituciones espirituales, el trato inadecuado e ineficaz que se le reserva la hace sentir sola, traicionada y enojada. Entonces, en medio de su dolor se pregunta: “¿Dónde está Dios y para qué sirve la iglesia?”17
Me parece útil subrayar, en este apartado sobre los efectos de la violencia, qué se considera «grave» en violencia. Tendemos a pensar la gravedad de los hechos según las marcas visibles que producen. Si una mujer aparece con claros indicios de haber sido golpeada físicamente, entonces nos inclinamos a evaluar que el tema es grave y probablemente le prestemos más atención. Hasta podríamos considerar, desde los ámbitos religiosos, la posibilidad del divorcio o la separación. Lo mismo sucede al realizar denuncias. Pareciera que alguien tiene que «exhibir» marcas suficientemente claras para el observador, para que se le crea que es víctima de maltrato y se tenga compasión de ella, o se avale que se tomen medidas para terminar con la violencia. Sin embargo, está cabalmente demostrado que las consecuencias de orden emocional son gravísimas y a largo plazo en todo tipo de maltrato, y en especial en el de abuso sexual y psicológico, que no es fácilmente verificable a menos que el observador sea un experto en el tema o esté debidamente entrenado para «ver» más allá de lo evidente.
Centrarse exclusivamente en los actos también puede ocultar la atmósfera de terror que a veces impregna las relaciones violentas. En una encuesta nacional de la violencia contra la mujer realizada en el Canadá, por ejemplo, una tercera parte de las mujeres que habían sido agredidas físicamente por su pareja declararon que habían temido por su vida en algún momento de la relación. Aunque los estudios internacionales se han concentrado en la violencia física porque se conceptualiza y se mide más fácilmente, los estudios cualitativos indican que para algunas mujeres el maltrato y la degradación psicológicos resultan aún más intolerables que la violencia física.18
Nadie queda a salvo cuando hay maltrato en el hogar. También los hijos sufren cuando hay violencia en la pareja. Por un lado, la violencia en la pareja también suele ir acompañada de maltrato hacia los niños y hacia los ancianos, es decir, hacia los más vulnerables en la familia. A veces, una mujer maltratada por su esposo descarga su frustración y su impotencia sobre los hijos. Otras veces, el esposo puede castigar emocionalmente a la mujer golpeando a sus hijos o a alguno de ellos. Por otro lado, aunque no haya maltrato físico hacia los hijos por parte de los padres, el ser testigo de violencia es también una forma de abuso emocional que tiene consecuencias de efectos duraderos sobre ellos.
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