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ANTE EL SILENCIO Y LA OSCURIDAD
© Carmen Orellana
© de la imagen de cubiertas: Miguel Yáñez Orellana
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ISBN: 978-84-18470-01-1
Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.
CARMEN ORELLANA
ANTE EL SILENCIO Y LA OSCURIDAD
Para Miguel, Laura y Hugo
«Es importante saber de dónde venimos; puede ayudarnos a encontrar nuestro camino».
Carmen Orellana (Barcelona, 1948), nieta del protagonista de esta biografía, aficionada a la poesía, pertenece al Aula Poética de Cuenca y ha escrito algún ensayo y poesías, pero esta se trata de su primera publicación.
Su gran afición es la pintura y a ella se ha dedicado intensamente durante los últimos veinte años. Es una lectora incansable con una enorme curiosidad por temas relativos a la mujer y la historia, así como mitos, símbolos y arquetipos.
La vida de su familia, principalmente la de su abuelo, a quien conoció en Bruselas en 1960, le pareció digna de ser contada. Este libro es un homenaje a aquellos que lucharon por mejorar la educación y la cultura en España. Podríamos decir que se trata de un relato que pertenece a la memoria histórica, pero a la vez es una narración llena de avatares, intensa en su contenido.
Carmen se siente muy feliz por haberse decidido a contarla. No descarta publicar en un futuro alguno de sus ensayos relacionados con la mujer y la religión a través de la historia.
Una tarde del verano de 2018, a la salida de una exposición, tomando café con una amiga, empezamos a hablar de un ensayo que había escrito sobre la religión y las mujeres y, sin saber cómo, comencé a hablarle de mi familia paterna. Ella se iba entusiasmando con mi historia y nos encontramos charlando animadamente durante un tiempo, hasta que me invitó a que escribiera todo lo que le estaba contando. Al día siguiente mi hija Laura me dijo que ella también lo había pensado y que era algo que quería comentarme.
En el plazo de veinticuatro horas dos personas me estaban haciendo la misma proposición: que contara algo que se encontraba escondido en el almacén de mis recuerdos. Como suelo escuchar los mensajes de la vida, a principios de septiembre empecé a recopilar documentos y fotos, tratando de poner en orden mis archivos mentales.
La historia que sigue hace un recorrido por una serie de hechos que tuvieron una gran relevancia en España y en Europa, por no decir en el mundo entero. Mi abuelo, don Jacobo Orellana Garrido, es el protagonista. Vivió tres guerras en directo y otras, como la de Marruecos y la de Cuba, en la distancia. Toda la familia fue testigo de la peor pandemia de gripe conocida hasta ahora y de las turbulencias de una República a la que no se le permitió crecer. Como colofón, la guerra civil española.
Cuando alguien se arriesga a cometer la osadía de escribir sin ser un profesional, podría quedarse contemplando su ordenador con la página en blanco y no saber por dónde empezar. Pero esta historia ya estaba escrita. Se había iniciado en agosto de 1960, fecha en la que emprendí, junto con mi padre, un viaje a Bruselas y París. El objetivo del viaje era conocer a mi tío Daniel en París y a mi abuelo y mi tío Leandro en Bruselas. A la esposa de Leandro, Evelyn, y a Diego, mi primo, ya les conocía porque algunos veranos llegaban a Barcelona para embarcar hacia Mallorca, donde pasaban un mes de vacaciones acompañados por los padres de ella.
Era una familia rota por la guerra de España. Sus miembros se separaron en 1938 y mi padre no les había vuelto a ver. Llegamos a Bruselas y, por fin, conocí al abuelo Jacobo.
Nació en Antequera (Málaga) el día 8 de mayo de 1871. En aquellos momentos tenía, por lo tanto, 89 años. Poseía una mente muy lúcida, una memoria sorprendente y una salud que le permitió vivir diez años más.
La casa de mis tíos se encontraba en la rue Servais Kinet, ubicada en una zona que por aquel entonces se consideraba residencial, formada por viviendas unifamiliares con jardines en la parte posterior. Mi tío Leandro trabajaba en una compañía de seguros; el horario de oficina era de ocho a cinco, con un tiempo para comer. A las cinco y media llegaba y muchos días aprovechábamos para hacer algo de turismo. Los fines de semana realizábamos las excursiones importantes.
Hacía cuatro años mi hermana Feli había emprendido el mismo viaje. En aquella ocasión ella iba acompañada por mi tío Jacobo, hermano mayor de mi padre. El motivo de hacer el viaje separados era nuestra modesta posición económica. Ello era debido a la guerra y a las condiciones laborales en las que quedó mi padre como represalia por su condición de republicano.
Quedé impactada con la figura del abuelo. Me habían asignado el dormitorio de mi primo Diego, que era contiguo al de él —ambos situados en la planta baja—, lo que nos permitía tener largas conversaciones. Le veo en aquella habitación, sentado ante una hermosa mesa de despacho al lado de un gran ventanal que daba al jardín. Encima, su máquina de escribir Underwood portátil, que le había acompañado desde España. Un nuevo mundo se me abría, de la mano del abuelo. Y su tremenda personalidad, produjo una profunda huella en mí. Una impresión definitiva, para toda la vida. Allí, bajo ese ventanal, me enseñó su alianza de bodas con Carmen, mi abuela, y me dijo que el día que muriera sería para mí. Precisamente, en ella llevaba grabada la fecha de su matrimonio. Mi abuelo era una persona que se había implicado plenamente en la renovación pedagógica de España y en los aconteceres políticos con un único interés: su compromiso con la vida y con los tiempos en los que le había tocado pasar por ella.
El lector podrá comprobar que detrás de la historia de mi abuelo, lo que hay, es una gran motivación: la de colaborar en el desarrollo intelectual y la modernización de España. Todo desde la generosidad como principio y el tremendo respeto por la cultura casi como obsesión. También es una historia de amor. El profundo amor que profesaba el abuelo a los niños sordomudos y ciegos, le hizo dedicar toda su vida a investigar y desarrollar sistemas para poder hacerles crecer y desenvolverse como seres de pleno derecho.
Por las tardes Leandro tenía una ocupación extra en su domicilio, la de traductor jurado. Él dictaba a Evelyn las traducciones, ella tomaba nota en taquigrafía y al día siguiente las escribía a máquina. Evelyn dominaba el español perfectamente. Eso les permitía poder acabar de pagar aquella bonita casa.
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