CARMEN OLLÉ nació en Lima en 1947. Estudió literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En 1981 publicó el poemario Noches de adrenalina , al que siguieron el conjunto de poemas y relatos Todo orgullo humea la noche (1988), el relato ¿Por qué hacen tanto ruido? (1992), y las novelas Las dos caras del deseo (1994), Pista falsa (1999), Una muchacha bajo su paraguas (2002), Retrato de mujer sin familia ante una copa (2007), Halcones en el parque (2012), Monólogos de Lima (2015), Halo de la luna (2017) y Amores líquidos (2019). Fue profesora de Literatura en la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle y actualmente conduce un Taller de Escritura Creativa en el Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar.
RETRATO DE MUJER SIN FAMILIA ANTE UNA COPA
© Carmen Ollé, 2007
© Grupo Editorial PEISA S.A.C ., 2018
Jr. Emilio Althaus 460, of. 202, Lince
Lima 27, Perú
editor@peisa.com.pe
Diseño y diagramación: PEISA
Carátula: Renzo Rabanal / PEISA
Diagramación digital: ebooks Patagonia
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Primera edición, 2007
Segunda edición, julio de 2018
ISBN edición impresa: 978-612-305-125-9
ISBN edición digital: 978-612-305-161-7
Registro de Proyecto Editorial N.º 31501311800691
Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N.º 2018-09790
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¿EL GATO ESTÁ VIVO O MUERTO?
El puente
Hay un puente en Lima que abre los ojos de los mortales ante la verdad de la vida, un puente cubierto de alas de ángel que la comuna se esfuerza por transformar en mirador y sigue atrayendo a los suicidas con su puta verdad limpia y translúcida. Al puente Villena le han crecido alas de tanto ángel que se ha lanzado desde su barandal.
¿Cuál es esa puta verdad? Debajo: peñascos salpicados de hiedra en las laderas de los acantilados, el mar gris o verde, dependiendo de la hora, de la brisa y del plancton. Es el mar agonizante en los poemas románticos que marea al peatón, aturdido como está también por la cima de los edificios, por una que otra gaviota, como en todo litoral, o quizá por un triste pescador. Por lo que se ve, no hay nada extraordinario en el paisaje que anime al ángel a abrazar el abismo. Sin embargo, nadie puede decir de esta agua no beberé.
Difícil saber quiénes son los ángeles del abismo. Y que lo diga si no el mismo puente Villena si es capaz de distinguirlos. Entre sus principales casos destaca el del pintor naïf que se pasaba las horas tomando café en el Haití. Con sus camisas tropicales y su mirada de sabio matemático, el paranoico pegaba su gatazo pues la paranoia y las matemáticas algo se traen entre manos, como almas sedientas.
Aquel hombre sí era un ángel caído. Cliente habitual del cafecito del parque de Miraflores, frecuentaba las galerías de arte, asistía a cuanto vernissage y cocteles había en la ciudad donde se reía estrepitosamente de los cuadros de sus colegas. Se rumorea que también componía poemas rimados, con métrica isabelina, así de culto, así de bardo era el ángel del Villena.
Solitario, frente a la mesa del café, fumando un cigarrillo tras otro, con sus coloridas camisas de tiernas palmeras y excitados papagayos, cualquiera diría que se trataba de un sabio absorto en una ecuación algebraica, de esas con múltiples incógnitas, como fotografías del infinito o las huellas de Dios. El hombre probablemente andaba planificando desde entonces un perfecto clavado al vacío con los ojos aureolados por un fuego interno llamado inspiración.
Al pintor naïf le seguiría los pasos una subcontralora de la nación, una joven mujer no necesariamente encinta ni marcada por el estigma del sida ni bajo la desdicha de un amor imposible; no, nada de cumbres borrascosas en la medianía de su vida. La suya era solo una historia más, no contaminada por la angustia del genio, como en las tragedias personales de Pizarnik o Rimbaud; en su caso no cabía echarle la culpa a la adolescencia y sus tormentas hormonales, pues la subcontralora ya no era una muchachita.
Se descarta también que la mujer haya incursionado en un terreno cenagoso como el de la falta de fe o la pérdida súbita de esta. No había filosofía de por medio ni física cuántica que la atormentara con eso de que las partículas constituyen un todo indivisible aun cuando pueden estar separadas en el espacio. Una cosa como esta acaso justificaría saltar al vacío, pero la subcontralora no dejó indicios de haber incursionado en ningún universo holográfico.
No se descarta un problema de autoestima en la subcontralora. El mismo puente, incluso, parecería haber asimilado la falta de autoestima de sus víctimas, con lo que se cierra un ciclo en la vida de la ciudad.
Hay puentes que se desploman solos, como el de Kafka, agobiados por problemas personales y caen sobre los peñascos, personas para las que el sueño empieza bajo un puente de Lima, gente que termina sus días como un alma en pena con su hatillo bajo el brazo y una colcha para el invierno. Existe la creencia de que en las entrañas de un puente golpeado por la vida aumentan las posibilidades de ser libre, idea que acompaña otra no menos extravagante: la de que los artistas geniales buscan refugio allí, como sucede en las novelas norteamericanas.
Bajo el puente Villena una verde alfombrita se precipita por la ladera rocosa a la orilla de la carretera que bordea el mar de Grau. Los héroes también vienen hasta acá. Imaginemos que estamos en diciembre: algunos pastores con sus carneritos y vaquitas y un par de llamas y guanacos van rumbo al pesebre, como en un Nacimiento de papel maché, y todos se esfuerzan por poner cara de ángel a la carranca acerba1, como en su momento hicieron Georg Trakl y Alejandra Pizarnik. Para Lima, diciembre es un mes de cadáveres al vuelo y de comparsas de villancicos y renos halando trineos en el falso invierno.
El puente Villena es también conocido como el puente de los vampiros –estos personajes, hartos de su vida eterna, pretenden constantemente probar su poder, atrayendo a sus víctimas como si ellas fueran granos de luz–. A diferencia de los ángeles del puente, para quienes la destrucción del yo es la meta codiciada, los hombres y mujeres comunes anhelan que la vida continúe y se postergue indefinidamente el final.
Una anécdota más acerca del pintor naïf: cierta vez, este hombre se encontraba en uno de esos raros momentos de sociabilidad e invitó a sentarse a su mesa a un parroquiano. El pintor refirió a su ocasional invitado que en una oportunidad una pregunta existencial lo había mortificado profundamente, al extremo de intentar saltar la baranda del puente Villena, pero que un sereno se lo había impedido. «Oiga usted», le había dicho el sereno, «no me complique mi fin de semana. ¿Por qué ha de matarse un hombre como usted, que no está en mi miserable puesto, incómodo y mal pagado?».
–Mire usted –dijo el pintor naïf a su contertulio–, no le faltaba razón al sereno, pero la tentación siguió hincándome. Se trata de lo siguiente: ¿por qué si ha transcurrido tanto tiempo (¿cuánto, lo sabe usted?), un tiempo infinito tal vez, antes de que yo naciera, continúo vivo, cuando a la fecha deberíamos haber muerto usted y yo? La gente como usted, perdóneme, pone siempre una mirada estúpida cuando me escucha decirlo y no es que yo me esté volviendo loco, porque un día descubrí en uno de esos libros herméticos, aunque interesantes, la causa de mi problema y su posible tratamiento. La respuesta la encontré en Kant, en su Antinomia de la razón pura. Dice él, y convendrá conmigo en que Kant no tenía nada de retrasado mental, pese a que pudiera estar equivocado, que si el universo es eterno y no tiene ni principio ni fin, todo evento tendría que haber ocurrido ya. Eso pensaba el filósofo alemán para mi propio bien. No, no diga nada, no querrá que me arrepienta de haberlo invitado a mi mesa. Ahora se dice que el tiempo ha sido creado y tendrá un final y, por lo tanto, mi vida es un evento que aún no termina. Esa es la razón por la que aún estoy aquí.
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