Carmen Ollé - Retrato de mujer sin familia ante una copa

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Esta obra literaria puede considerarse como una novela híbrida, pues en ella se mezclan diversas fuentes como experiencias autobiográficas, relatos de ficción, reportajes imaginarios con materiales de índole ensayística y reflexiones filosóficas. Ollé experimenta con las formas narrativas y nos da un gran fresco, donde la soledad, la sexualidad y la literatura son los ejes que construyen el periplo de una escritora limeña, que inicia su recorrido cuando es estudiante en los años setenta, luego viaja por Europa y finalmente regresa a Lima.

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A las seis de la tarde entrego el libro de los sonetos y salgo a caminar por una Lima que me depara alguna que otra sorpresa, un don que en realidad no proviene de Lima sino de mi juventud. Los viejos están cansados, han perdido ese don y por el contrario temen ser sorprendidos. La luz del atardecer ilumina las piedras ornamentales de la iglesia de La Merced. Permanezco clavada en el pórtico, aturdida por el enjambre de vendedores ambulantes. Uno de ellos, que sufre de párkinson, me ofrece una lotería; la mujer sin zapatos tiene la nariz roja de tanto beber; otra, con un niño a sus espal­das, vende velitas Misioneras; solo parecen faltar los saltimbanquis como Esmeralda y su cabrita blanca. Las gitanas van y vienen por el jirón de la Unión, delgadas, coquetas, con su baraja de naipes en la mano.

No he de entrar esta vez a la iglesia, pese a que se está oficiando una misa de difuntos y el cura que sahúma el templo debe estar esperándome. Represento la tentación y él lo sabe. Por eso huye de mí cuando le pido una cita para confesarme. Me la niega. Su negativa me da risa y me inspira, floto por toda la nave como un maligno pícaro. En realidad no me importa, pues hace dos años que ya no creo en Dios. Ocurrió de pronto, después de leer a Simone de Beauvoir. No entiendo por qué Los mandarines y La invitada me apartaron de Dios.

Me propongo seguir mortificando al sahumador porque me excita verlo vestido con su sotana negra perfumando de incienso a los fieles. Pero esta vez decido seguir caminando. Enrumbo hacia la plaza San Martín. La multitud me protege, me deslizo en ella como por las axilas de mi madre, sintiendo su aroma inconfundible, su humor cálido. En la vereda de enfrente veo a Ada, mi ex condiscípula. Pasa de largo conversando con una muchacha bajita; va vestida de manera graciosa: un saco sastre y una corbata roja. Sonríe, le sonríe misteriosamente a su amiga. ¿De qué hablan? Segura­men­te, de cuando abordó un avión como aeromoza para viajar a África, llena de sueños y, repentinamente, movida por una ira incontrolable, bajó las escalinatas del avión Faucett y nunca más regresó.

Desde que terminamos el colegio visito con frecuencia el jardín de su casa. Ada ha instalado allí su atelier de pintura. En uno de nuestros encuentros le confieso mi amor por el cura de La Merced. Eso de amor me suena ahora a tontería, diría más bien mi obsesión surrealista, y Ada, que anda disfrazada de pintor del siglo XIX, con un guardapolvo blanco y un sombrero de ala, me escucha atentamente. Sus tupidas y rizadas pestañas velan sus ojos de tanto en tanto pero no critica ni se burla. Entramos a la casa y se dirige despacio a su piano, a los restos de él, ya que la mayoría de las teclas han salido disparadas, y ejecuta una melodía imaginaria sobre el esqueleto del instrumento. Lo hace con la moral baja, dice, con la moral chorreada, precisa risueña.

Ada se suicidó dos meses después de que nos cruzamos en el jirón de la Unión, la noche del Año Viejo de 1966. Dibujante desconocida, pintó rostros de ojos grandes y oscuros como los de ella, con un resplandor de bondad y odio íntimo que aún me estremece. El día del velorio, busqué por toda la casa sus poemas y pinturas. Mientras, los amigos y parientes habían organizado una especie de cruzada en pos de su diario. Reconocí su letra en un poema que hallé al abrir un cajón. El trazo era vertical y las letras se alargaban intermitentemente en forma de agujas o astillas sobre el papel rayado. De inmediato cerré, nerviosa, el cajón, como si Ada me hubiese visto y estuviera molesta conmigo. Me estaba observando desde el más allá, pues yo no buscaba el diario, como los demás, para explicarme su suicidio en una frase escrita quizá premonitoriamente. Quería sus poemas y dibujos para acariciarlos y guardarlos en mi pecho y desentrañar el misterio que siempre la rodeó.

Ada hacía autostop cuando en Lima ni se pensaba leer En el camino de Kerouac. Fueron los poetas del setenta, los hippies horazerianos quienes lo pondrían de moda. La obsesión de Ada por África tampoco correspondía al culto que le rendían estos poetas a Joseph Conrad y su libro El corazón de las tinieblas. No creo que Ada hubiese leído a ninguno de los dos y mucho menos a Rimbaud, el explorador, el poeta vagabundo. Sin embargo, ella estaba más cerca de él que Juan Ojeda, Chacho o Luis Hernández.

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Cielo también se suicidó 36 años después de que lo hiciera Ada, con una mezcla de folidol y leche. Cielo cayó al cauce del río Rímac frente al bulevar Chabuca Granda ya iniciado el siglo XXI, supuestamente drogada. Cielo o Tatiana Poémape era pirañita. Dormía en la ribera del río y se mantenía inhalando pegamento, la biblia de todos los chicos de la calle. Con el pegamento, Dios los ama y cobija.

Me pregunto: ¿Qué puede unir las vidas de estas dos suicidas, si no es tan solo el hecho de estar muertas? Imagino que Ada y Tatiana puedan estar juntas en algún lugar, hablando del tiempo o de lo difícil que se ha puesto Lima para una chica, comparando entre ellas sus respectivas edades y etapas. Ada de 21 años, muerta en 1966; Tatiana de 19, muerta en el 2004. No me conformo pensando que son dos mujeres contemporáneas que optaron simplemente por quedar off the record ante la indiferencia de su tiempo.

¿El gato está vivo o muerto?

En la vasta y dispersa comunidad de aspirantes a escritor, la vida personal de cada uno se convierte, por lo general, en una mentira, pues de ella extrae, el iniciado, una copia que no permanecerá en estado original, aunque tampoco se apartará del todo del mode­lo. Es como el gato en la paradoja de Schrödinger, en el campo de la mecánica cuántica1. En un cincuenta por ciento, es probable que el gato esté vivo y en otro cincuenta por ciento, que esté muerto.

En esa misma lógica hay que situarse ante una mentira como la del escritor, que afirma su calidad de verdad ante los ojos del lector. No sé si gana o pierde el lector ideal si solo atiende a la musicalidad, a los enigmas visuales de un ideograma chino o a una palabra en griego, aunque no llegue a desentrañar los enigmas mismos del arte: Alejandra Pizarnik escribe el cuerpo del poema con su propio cuerpo y se inmola. Rimbaud deja de ser libre al buscar la libertad en la remota Abisinia y después de años pasados como explorador y traficante de armas, vuelve convertido en un negro africano para morir en Marsella2.

Veo a Rimbaud, el poeta adolescente, atravesar los Alpes, perderse en canteras ardientes, en las inhóspitas tierras abisinias, para luego regresar moribundo a Marsella. El hombre que vuelve de ese viaje no es él. Si el viaje nos hace otros, él no era el muchacho de Charleville, tampoco su sombra moribunda. ¿Quién era entonces? Los críticos del granuja no han logrado revelárnoslo, ni Daniel Rops, Jacques Rivière o Yves Bonnefoy. Quizá por eso no deja de atraernos, de la misma manera que lo hacen todos los vagabundos. Irse, marcharse, perderse en lo ajeno y en la lejanía acaso se parezca a la fascinación que ejerce sobre nosotros la muerte, el llamado de lo oscuro, la provocación del deseo hacia lo oculto o el viaje del vampiro, que ennoblece nuestros corazones viajeros y los vuelve extraños a la rutina, a lo sedentario, a la molicie, a la gordura.

Alejandra Pizarnik es la enamorada de la muerte y extrae de su sufrimiento –léase Extracción de la piedra de la locura– sus notas más altas. Pero detrás de Alejandra también está Georg Trakl, intoxicado por el opio, con sus cuervos agoreros y el incestuoso amor por su hermana Grette. En sus poemas los muros leprosos y los pescadores atrapan la luna, la nieve se tiñe de sangre y los racimos de uva amenazan traspasar la realidad de la página en blanco. Es Rimbaud, sin embargo, quien preparó su cuerpo y su mente para escribir de acuerdo con el desarreglo razonado de todos los sentidos: «Mi superioridad consiste en que no tengo corazón», le escribe a su profesor Izambard. De este apóstrofe y de sus poses de truhan nace la leyenda del poeta maldito.

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