Nadar en la oscuridad
Tomasz Jedrowski
Traducción de Bruno Álvarez Herrero y José Monserrat Vicent
Primera edición: septiembre de 2021
SWIMMING IN THE DARK COPYRIGHT © Tomasz Jedrowski, 2020
© de la traducción: Bruno Álvarez Herrero y José Monserrat Vicent
© de esta edición: Dos Bigotes, A.C.
Publicado por Dos Bigotes, A.C.
www.dosbigotes.es
ISBN: 978-84-122925-9-6
Depósito legal: M-23061-2021
Impreso por Kadmos
www.kadmos.es
Diseño de colección:
Raúl Lázaro
www.escueladecebras.com
La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.
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El papel utilizado para la impresión de Nadar en la oscuridad es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel reciclable.
Impreso en España — Printed in Spain
A Laurent, mi hogar .
«La obra que está a punto de comenzar transcurre
en Polonia; es decir, en ninguna parte».
Alfred Jarry, Ubú Rey
« Wszystko mija, nawet najdłuższa żmija » («Todo pasa, incluso la más larga de las víboras»). Stanisław Jerzy Lec, Pensamientos despeinados
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Agradecimientos
TÍTULOS DE DOS BIGOTES
No sé qué es lo que me ha despertado esta noche. No han sido los golpes de la rama del castaño contra la ventana, ni Pani Kolecka tosiendo en la habitación de al lado. Ya no. Tal vez hayan sido los fantasmas de esos ruidos, arrastrados por el viento, acarreados a través del océano para llamar a la puerta de mi conciencia. Tal vez. De una cosa sí estoy seguro: siento el cuerpo agotado, como un país extranjero tras una guerra. Y, sin embargo, no puedo volver a dormir.
Pienso en ti. El rostro que mi memoria es capaz de evocar a grandes rasgos, pero con los pequeños detalles, con los ojos azules grisáceos, del mismo color que el mar Báltico en invierno. Pienso en tu rostro mientras me levanto, mientras me muevo en la oscuridad, de la cama a la ventana, con la ropa tirada por el suelo como pensamientos inconclusos. Y entonces me acuerdo de la noche de ayer, y un escalofrío me obliga a pararme en seco. La radio estaba encendida; era la hora en que ponían canciones, como cada día después de trabajar. Sonaba algo ligero, no recuerdo el qué. Estaba de pie en la cocina, buscando el café, cuando la música cesó.
«Interrumpimos la programación para ofrecerles un comunicado especial —dijo una mujer con una voz dulce y profunda—. Esta mañana, a trece de diciembre, se ha declarado la ley marcial en el Estado socialista de la República Popular de Polonia. Es el resultado de semanas de huelgas y disturbios por parte de los manifestantes prodemocráticos y del ascenso meteórico del primer sindicato independiente del bloque comunista, Solidarność —dijo mal pronunciado—. En un discurso televisado, el gobierno ha anunciado una serie de medidas drásticas: se han cerrado las escuelas, las universidades y las fronteras del país, y se han impuesto toques de queda. Les mantendremos informados de cualquier novedad».
Volvió a sonar la música.
Me resulta imposible expresar cómo me sentí en aquel momento. Fue una parálisis total. Se me debió de bloquear el cuerpo antes de que mi mente pudiera reaccionar. No tengo ni idea de cómo llegué hasta la cama.
Enciendo un cigarro junto a la ventana. Fuera, la calle está vacía y la lluvia nocturna brilla sobre el asfalto, reflejando los edificios de dos plantas y la luz de neón crepitante. «24 horas», se lee sobre la hamburguesería del final de la calle. «Supermercado Wanda’s Greenpoint», susurra otro neón en rojo y blanco. Se oyen sirenas de policía a lo lejos. Curiosamente, suenan igual que las de casa. Cada vez que oigo una, se me eriza el vello de los antebrazos. Me recuerdan a la noche en que ese mismo sonido estridente se propagó por una ciudad lejana. Antes de que dicha ciudad se convirtiera en un esbozo, algo que aparece en las noticias extranjeras. Antes de que la soledad me cubriera como el alquitrán azul de la noche.
No sé si quiero que leas esto, pero sé que necesito escribirlo. Porque llevas demasiado tiempo en mis pensamientos. Desde aquel día, hace doce meses, en que me subí a un avión y volé a través de las espesas capas de nubes del océano. Un año sin verte, un año que he sentido como un limbo; desde entonces he estado engañándome a mí mismo. Y ahora que estoy aquí atrapado, en la temible seguridad de los Estados Unidos, mientras nuestro país se desmorona, ya no pienso fingir que te he borrado de mi mente. Hay cosas que no se pueden borrar con silencio. Hay gente que tiene ese poder sobre ti, te guste o no. Ahora empiezo a verlo. Hay personas y hechos que te hacen perder la cabeza. Son como guillotinas; te dividen la vida en dos: lo vivo y lo muerto, el antes y el después.
Es mejor empezar por el principio, o al menos lo que a mí me parece que fue el principio. Ahora me doy cuenta de que nunca llegamos a hablar mucho de nuestro pasado. Puede que las cosas hubieran cambiado si lo hubiésemos hablado. Puede que nos hubiéramos entendido mejor, y todo habría sido distinto. ¿Quién sabe? En cualquier caso, seguro que nunca te he hablado sobre Beniek. Él llegó más de una década antes que tú. Yo tenía nueve años, y él también.
Conocía a Beniek de casi toda la vida. Vivía a la vuelta de la esquina, en nuestro barrio de Breslavia, compuesto por calles curvadas y edificios de apartamentos de tres plantas que, vistos desde el aire, formaban un águila gigante, el símbolo de nuestra nación. Había setos y patios amplios con un pequeño jardín para cada piso, sótanos fríos y húmedos y áticos polvorientos. Nuestras familias no llevaban ni veinte años viviendo allí. En nuestros buzones todavía ponía « Briefe» , en alemán. Todos —quienes habían vivido allí antes y quienes los habían sustituido— se habían visto obligados a abandonar su hogar. De un día para otro, las fronteras del continente habían cambiado, redibujadas como las líneas de tiza de la rayuela cuando jugábamos en la calle. Al final de la guerra, el este de Alemania se convirtió en Polonia, y el este de Polonia, en la Unión Soviética. La familia de mi abuela se vio obligada a abandonar su tierra, cerca de Leópolis. Los soviéticos se apropiaron de su casa y se los llevaron en los mismos trenes de ganado que habían transportado a los judíos a los campos un año o dos antes. Acabaron en Breslavia, una ciudad habitada por los alemanes desde hacía cientos de años, en un apartamento que acababa de abandonar una familia que nunca llegaríamos a conocer, con los platos aún en el fregadero y las migas de pan sobre la mesa. Ahí es donde crecí.
En las amplias calles, bordeadas de árboles y bancos, jugábamos juntos todos los niños del barrio. Jugábamos al pillapilla y a la comba con las niñas, y correteábamos por los patios, gritando y saltando por las barras dobles que recordaban a postes de
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