Tomasz Jedrowski - Nadar en la oscuridad

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Nadar en la oscuridad: краткое содержание, описание и аннотация

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En los años ochenta, 
Ludwik, un estudiante universitario polaco, inconformista y lector voraz, se ve obligado a asistir a un campamento de verano de agricultura. Allí conoce a 
Janusz, un chico atractivo y despreocupado por el que comienza a sentirse fascinado, aunque el temor no le permite bajar la guardia. Un encuentro fortuito junto al río los conduce a
una aventura intensa, excitante y absorbente. Aislados de la sociedad y sus restricciones, y unidos por un ejemplar ilegal de 
La habitación de Giovanni de James Baldwin, ambos se enamoran profundamente. Pero en el mundo real les espera
un país católico y comunista donde la pasión que comparten es inconcebible. El amor secreto entre los dos jóvenes se verá desafiado por sus 
diferencias ideológicas, en un esfuerzo por sobrevivir en un régimen al borde del colapso.

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—Sabes que Beniek no es como nosotros —me dijo con una mueca despectiva—. No podría formar parte de la familia.

—¿A qué te refieres? —le pregunté confuso.

Mi abuela apareció por la puerta de la cocina, con una alfombra en las manos.

—Déjalo, Gosia. Beniek es un buen chico y va a tomar la comunión. Y venid los dos, que la comida se enfría.

Un sábado por la tarde, Beniek y yo estábamos jugando a la pelota en la calle con otros niños del barrio, al lado de nuestro edificio. Recuerdo que era un día cálido y húmedo, en el que el sol se asomaba solo a veces entre las nubes. Jugábamos y corríamos, animados por el aire cada vez más caliente, sintiéndonos protegidos bajo el techo que formaban los castaños. Estábamos tan concentrados en el juego que apenas nos dimos cuenta de que había empezado a oscurecer y a llover. El asfalto se ennegreció con la lluvia, y disfrutamos de la humedad después de un día abrasador, con el pelo pegado a la cara como si fueran algas. Recuerdo con claridad a Beniek así, corriendo, sin ser consciente de nada más que del juego, alegre, completamente libre. Cuando estábamos ya agotados y con la ropa calada, corrimos hacia mi apartamento. Mi abuela estaba en la ventana, llamándonos para que volviéramos a casa, gritándonos que nos íbamos a resfriar. Una vez dentro, nos llevó al cuarto de baño y nos hizo desvestirnos y secarnos. Me di cuenta de que quería ver a Beniek desnudo, y me sorprendió la celeridad de ese deseo, y me dio un vuelco el corazón cuando se quitó la ropa. Tenía un cuerpo robusto y lleno de misterios, blanco, plano y fuerte, como el de un hombre —o eso creía yo—. Tenía los pezones más grandes y oscuros que los míos, y el pene más grande, más largo. Pero lo más confuso era que tenía la punta al descubierto, como las bellotas con las que jugábamos en otoño. Nunca le había visto el pene a nadie más, y me preguntaba si el mío tendría algún problema, si a eso se referiría mi madre cuando decía que Beniek era diferente. En cualquier caso, esa diferencia me excitaba. Después de secarnos, mi abuela nos envolvió en unas mantas grandes y me sentí como si hubiésemos vuelto de un viaje a una tierra maravillosa.

—Venid a la cocina —nos dijo con una alegría inusual. Nos sentamos a la mesa y tomamos té negro caliente y gofres. No recuerdo haber comido nunca nada que supiera tan bien. Estaba embriagado; sentía un cosquilleo en mi interior, como un dolor muy leve.

Llegó la excursión que hacíamos los que íbamos a tomar la comunión. Fuimos al norte, hacia Sopot. Era principios de verano, esa época que te hace olvidar cualquier recuerdo de las demás estaciones, cuando la luz y el calor te abrazan y te alimentan hasta la plenitud. Fuimos en autobús, unos cuarenta niños, a un centro de ocio acordonado cerca de un bosque tras el que se encontraba el mar. Compartía habitación con Beniek y otros dos niños; dormíamos en literas, yo encima de él. Dábamos paseos, cantábamos y rezábamos. Jugábamos a juegos bíblicos que organizaba el padre Klaszewski. Visitamos una vieja capilla de madera en el bosque, oculta entre arboledas de pinos, y rezamos con rosarios como un ejército de ángeles obedientes.

Por las tardes éramos libres. Beniek, algunos chicos y yo solíamos ir a la playa, a nadar en las aguas frías y revueltas del Báltico. Después Beniek y yo nos secábamos y nos separábamos de los demás. Trepábamos por las dunas de la playa y recorríamos el paisaje lunar hasta que encontrábamos una cresta perfecta: alta y escondida como el cráter de un volcán inactivo. Allí nos acurrucábamos como cigüeñas cansadas después de una travesía marítima y nos dormíamos con el agradable viento veraniego en la espalda.

Los monitores nos organizaron un baile la última noche de nuestra estancia, una celebración de la ceremonia que estaba por llegar. Convirtieron el comedor del centro en una especie de discoteca. Había kompot de fruta muy azucarado y palitos salados y música que provenía de una radio. Al principio todos parecíamos tímidos; sentíamos que nos estaban empujando hacia la adultez. Los chicos nos quedamos en un extremo de la sala, con nuestros pantalones cortos y nuestros calcetines hasta las rodillas; y las chicas en el otro, con sus faldas y sus blusas blancas. Después de que una chica le pidiera salir a bailar a su hermano, todos empezamos a movernos hacia la pista de baile, algunos en parejas, otros en grupos, meciéndonos y saltando, excitados por la bebida y la música y saber que habían montado todo aquello para nosotros.

Beniek y yo estábamos bailando en un grupo desperdigado formado por los chicos de nuestro cuarto cuando, sin previo aviso, se apagaron las luces. Fuera ya había caído la noche, y de repente también había inundado la sala. Las chicas gritaron y la música continuó. Me sentí eufórico, embriagado de repente por las posibilidades de la oscuridad, y una barrera que no sabía que existía se replegó en mi mente. Vislumbré la silueta de Beniek cerca de mí, y la necesidad de besarlo surgió arrastrándose de la noche como un lobo. Era la primera vez que era consciente del deseo de acercar a alguien hacia mí. Y ese deseo me llegó como un mensaje claro desde lo más profundo de mi ser, de un lugar que nunca había sentido antes pero que reconocí de inmediato. Me moví hacia él como si estuviera en trance. Su cuerpo no opuso resistencia cuando lo atraje hacia el mío y lo abracé, sintiendo la dureza de sus huesos, mi cara contra la suya y el calor de su respiración. Fue entonces cuando las luces volvieron a encenderse. Nos miramos con los ojos llenos de temor, conscientes de que había gente a nuestro alrededor, mirándonos. Nos separamos. Y, aunque seguimos bailando, yo ya no escuchaba la música. Me transporté a una visión de mi vida que me mareó tanto que me empezó a dar vueltas la cabeza. La vergüenza, pesada y viva, se había materializado, conformada a partir de miedos y deseos enterrados.

Aquella noche me tumbé en la cama a oscuras, en la litera de encima de Beniek, y traté de estudiar esa vergüenza. Era como un órgano que acababa de aparecer, monstruoso y palpitante, que de repente formaba parte de mí. No se me pasó por la cabeza la idea de que Beniek pudiera estar pensando lo mismo. Me resultaba imposible creer que otra persona pudiera estar en mi misma situación. Repasé mentalmente ese momento una y otra vez; me vi atrayéndolo hacia mí, mientras giraba la cabeza de un lado a otro sobre la almohada, deseando que desapareciera. Casi había empezado a amanecer cuando el sueño al fin me liberó.

A la mañana siguiente les quitamos las sábanas a las camas e hicimos la maleta. Los chicos estaban todos entusiasmados, hablando de la discoteca, de las chicas más guapas, de sus casas y de la comida de verdad.

—Me muero de ganas de comerme una tortilla de cuatro huevos —dijo un chico regordete.

Otro le hizo una mueca.

—Pedazo de tragón insaciable.

Todo el mundo se rio, incluso Beniek, con la boca abierta y mostrando todos los dientes. Pude verle hasta las amígdalas, colgando en la parte posterior de la garganta, moviéndose al ritmo de su risa. Y, a pesar de la oleada de alegría compartida, no pude unirme a ella. Era como si hubiera un muro que me separaba de los otros chicos, uno que no había visto antes pero que ahora era evidente e irreversible. Beniek trató de mirarme a los ojos y yo me giré avergonzado. Cuando llegamos a Breslavia y nos recogieron nuestros padres, sentí que volvía como una persona diferente, pútrida, y que nunca podría volver a ser quien había sido antes.

A la semana siguiente ya no tuvimos catequesis, y mi madre y mi abuela terminaron de coserme la túnica blanca para la ceremonia. Empezaron a cocinar y a prepararlo todo para las visitas de los familiares. En casa era palpable la emoción, pero yo no compartía ni una pizca de ella. Para mí, Beniek constituía el recuerdo de que había desatado algo terrible y lo había liberado al mundo, algo precioso pero peligroso. Sin embargo, seguía queriendo verlo. No me atrevía a ir a su casa, pero esperaba a que llamaran a la puerta con la esperanza de que fuera él. Pero no vino. Lo que sí llegó fue el día de la comunión. Apenas pude dormir la noche anterior, sabiendo que volvería a verlo. Por la mañana, me levanté y me lavé la cara con agua fría. Era un día soleado, en esa semana del verano en la que las bolas de semillas, blancas y etéreas, vuelan por las calles y cubren las aceras, y la luz de la mañana es radiante, casi cegadora. Me puse la túnica blanca de cuello alto que me llegaba hasta los tobillos. Era difícil moverse con ella. Tenía que mantenerme erguido y serio como un monje. Llegamos temprano a la iglesia y me quedé en la escalinata que daba a la calle. Las familias pasaban a mi lado a toda prisa; las chicas, con sus túnicas blancas de encaje y con coronas de flores en la cabeza. El padre Klaszewski estaba allí, con una casulla larga de mangas rojas e hilos dorados, hablando con los padres emocionados. Todo el mundo estaba allí, excepto Beniek. Me levanté y lo busqué entre la multitud. Las campanas de la iglesia empezaron a sonar, anunciando el comienzo de la ceremonia, y sentí un vacío en el estómago.

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