rugby en las que las mujeres colgaban y sacudían las alfombras. Los adultos nos regañaban y salíamos corriendo. Éramos niños polvorientos. En verano corríamos por las calles con pantalones cortos, calcetines hasta la rodilla y tirantes, y con abrigos finos de lana cuando el suelo se cubría de hojas en otoño, y seguíamos corriendo después de que la escarcha invadiera el suelo y el aire nos arañara los pulmones y se nos convirtiera el aliento en nubes ante nuestros ojos. En primavera, el día de Śmigus-Dyngus 1, tirábamos cubos de agua sobre cualquier chica que no fuera lo bastante rápida para escapar, y luego nos perseguíamos y nos empapábamos los unos a los otros y volvíamos a casa calados hasta los huesos. Los domingos lanzábamos piedras a las botellas de leche que había en los alféizares de las ventanas, en lo alto, donde nadie pudiera robarlas, y huíamos con auténtico miedo cuando rompíamos alguna y la leche bajaba despacio por el edificio, chorros blancos que recorrían como lágrimas la fachada cubierta de hollín.
Beniek formaba parte de ese grupo de chicos. Era uno de los más atrevidos. Por entonces, creo que no habíamos hablado nunca, pero yo ya me había fijado en él. Era más alto que la mayoría de nosotros, y algo más moreno, con unas pestañas largas y una mirada rebelde. Y era amable. Una vez, cuando estábamos escapándonos de un adulto, después de alguna travesura que ya no recuerdo, me tropecé y me caí sobre la gravilla hiriente. Los demás me adelantaron levantando el polvo a su paso e intenté ponerme de pie. Me sangraba la rodilla.
—¿Estás bien?
Beniek estaba de pie junto a mí, tendiéndome la mano. La cogí y sentí la fuerza de su cuerpo al tirar de mí.
—Gracias —murmuré, y él me dirigió una sonrisa alentadora antes de salir corriendo. Lo seguí tan rápido como pude, feliz, olvidando el dolor de la rodilla.
Más adelante, Beniek se cambió de colegio y dejé de verlo. Pero volvimos a encontrarnos para nuestra primera comunión.
La iglesia de la comunidad estaba a un tiro de piedra de nuestra calle, pasado el parquecito en el que nunca jugábamos por culpa de los borrachos y más allá del cementerio en el que enterrarían a mi madre años después. Íbamos a la iglesia todos los domingos. Mi abuela decía que había familias que solo iban para las festividades religiosas, o nunca, y a mí me daban envidia los niños que no tenían que ir tan a menudo como yo.
Cuando empezó la catequesis para la primera comunión, nos reuníamos todos dos veces por semana en la cripta. El padre Klaszewski era quien dirigía las clases, un sacerdote pequeño y viejo pero rápido cuyos ojos azules casi habían perdido su color. Era paciente, al menos casi siempre: juntaba las manos y las apoyaba sobre la sotana negra mientras hablaba y nos observaba con esos ojos pequeños y descoloridos. Pero a veces, ante alguna tontería, como cuando nos poníamos a charlar o nos hacíamos muecas, estallaba y, aparentemente al azar, nos agarraba de la oreja, apretaba con fuerza el lóbulo, con un pulgar y un índice cálidos, y tiraba hasta que lo veíamos todo negro y lleno de estrellas. Casi nunca ocurría cuando nos portábamos mal de verdad. Era un arma arbitraria, más temible aún por su carácter aleatorio e imprevisible, como la ira de algún dios irracional.
Allí fue donde volví a ver a Beniek. Me sorprendió que estuviera allí, porque nunca lo había visto en la iglesia. Había cambiado. El niño delgado que recordaba se estaba convirtiendo en un hombre —o eso pensaba yo— y, aunque tuviéramos solo nueve años, ya se veía la virilidad floreciendo en su interior: un cuello fuerte con un espacio destinado a la nuez, unas piernas largas y robustas que asomaban de sus pantalones cortos mientras nos sentábamos en círculo en la sacristía, con los músculos visibles bajo la piel y el vello fino que le empezaba a brotar por encima de las rodillas. Seguía teniendo el mismo pelo revuelto, rizado y negro; y los mismos ojos, oscuros y algo traviesos. Creo que ambos nos reconocimos, aunque no dijimos nada al respecto. Pero, tras los primeros encuentros, empezamos a hablar. No recuerdo sobre qué. Cuando eres un niño, ¿cómo entablas amistad con otro niño? Quizás sea tan solo a través de intereses comunes. O quizás sea algo más profundo, según lo cual todo lo que dices y haces es un código involuntario. Pero el caso es que empezamos a llevarnos bien. De manera natural. Y después de catequesis, los martes y los jueves por la tarde, cogíamos el tranvía hasta el centro de la ciudad, pasando por el zoo y su león de neón encaramado en lo alto de la puerta de entrada, pasando por el edificio abovedado del Centro del Centenario que los alemanes habían construido para conmemorar el aniversario de algo que a nadie le importaba recordar. Atravesamos los puentes de hierro sobre el río Odra, en calma, marrón. Había muchos solares vacíos a lo largo del recorrido; la ciudad era como una boca a la que le faltaban dientes. En algunas manzanas tan solo se alzaba un edificio solitario y cubierto de hollín, como una isla sucia en un mar negro.
No le hablamos a nadie de nuestras escapadas; nuestros padres no lo habrían permitido. Mi madre se habría preocupado por los veteranos de rostros colorados que vendían baratijas en la plaza del mercado con los miembros amputados al descubierto y por los «pervertidos», palabra que emergía de sus labios como una serpiente de dos cabezas, peligrosa y fascinante. Así que nos escabullíamos sin decir nada y nos imaginábamos que éramos piratas recorriendo la ciudad por nuestra cuenta. Me sentía a la vez libre y protegido en su compañía. Íbamos a los quioscos y pasábamos los dedos por las páginas grandes y lisas de las revistas caras, señalando cosas que apenas comprendíamos —monjes asiáticos, miembros de tribus africanas, clavadistas de México— y maravillándonos ante la inmensidad del mundo y los colores que brillaban tras el blanco y negro de las páginas.
Empezamos a vernos también otros días, después de clase. Casi siempre íbamos a mi casa. Jugábamos a las cartas en el suelo de mi minúscula habitación, del ancho de un radiador, mientras mi madre estaba trabajando, y mi abuela venía a traernos leche y pan espolvoreado con azúcar. Solo fuimos a su casa una vez. La escalera del edificio era igual que la nuestra, húmeda y oscura, pero por alguna razón parecía más fría y sucia. Dentro, el apartamento era diferente: había más libros y no había cruces por ningún lado. Nos sentamos en el cuarto de Beniek, del mismo tamaño que el mío, y escuchamos los discos que le habían enviado sus familiares desde el extranjero. Fue allí donde escuché por primera vez a los Beatles, cantando Help! y I Want to Hold Your Hand , canciones que me transportaban al instante a un mundo que me encantaba. Su padre estaba sentado en el sofá del salón leyendo un libro, con la camisa blanca más brillante que había visto nunca. Era tranquilo y afable, y yo envidiaba a Beniek. Lo envidiaba porque yo nunca había tenido un padre de verdad, porque el mío se había ido cuando yo era todavía un niño y no se había preocupado demasiado por verme desde entonces. A su madre apenas la recuerdo. Nos preparó pescado a la plancha y nos sentamos juntos en la mesa de la cocina. El pescado estaba salado y seco, y me pinché el interior de las mejillas con las espinas. Ella también tenía el pelo negro y, aunque tenía los mismos ojos que Beniek, cuando sonreía parecían ausentes de un modo extraño. Aun por aquel entonces me pareció raro que yo, un niño, sintiera lástima por un adulto.
Una noche, cuando mi madre volvió del trabajo, le pregunté si Beniek podía venir a vivir con nosotros. Quería que fuera como mi hermano, que estuviera siempre a mi lado. Mi madre se quitó el abrigo largo y lo colgó en el gancho de la puerta. Se le veía en la cara que no estaba de buen humor.
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