Jill Shalvis
Un extraño en la oscuridad
Jamás olvidaría la primera vez que la vio. Ni la segunda. Entró como si fuera la dueña del lugar, y a pesar del caos que lo rodeaba, la mirada de Mike Wright fue directamente hacia ella.
Todo estaba indeleblemente grabado en su mente: la dura tormenta del exterior que aporreaba las ventanas empañadas de la cafetería del hotel; las luces que titilaban a medida que la electricidad alcanzaba picos de descarga con los incesantes truenos y relámpagos; la música de Bruce Springsteen que salía por los altavoces; e incluso las voces más altas de la multitud que lo rodeaba, charlando, riendo, coqueteando.
A él lo había preocupado la razón de su presencia en Huntsville, Alabama.:. el trabajo de su vida, pilotar transbordadores espaciales. El primer piloto del STS124 se había roto una pierna al saltar en paracaídas y el primer piloto de respaldo tenía hepatitis. Lo cual lo dejaba como principal candidato. Lo habían llamado a Rusia, donde había estado destinado por la NASA durante la última década para colaborar con la agencia espacial rusa.
A Mike le encantaba ser astronauta, su vida llena de testosterona. Pero también le encantaban las mujeres. Todas, de todas las formas y tamaños, colores y temperamentos, y todo lo demás desapareció cuando ella entró… la tormenta, la multitud, el ruido, todo.
Estaba empapada, con el pelo oscuro pegado a la cabeza, la ropa moldeándole el cuerpo. Otra pobre y desprevenida víctima del clima de Huntsville. Sintió simpatía por ella, después de llegar del clima más predecible de Rusia. Pero esa mujer no parecía la pobre y desprevenida víctima de nadie, no con esa actitud, ese fuego y furia que salían por sus ojos.
Adivinó que estaba empapada y molesta. Divertido, la observó mientras se abría paso entre la clientela, y a pesar de su pequena estatura, la gente se apartó de su camino.
Podría haber sido el hecho de que fuera una mujer, cuando la mayoría de los clientes eran hombres. Pero a Mike le pareció más probable que fuera por su mirada altiva. Se fue acercando a la barra y, por coincidencia, a él.
Algo caliente le pidió a la camarera, mientras apoyaba una mano en la barra y dejaba la bolsa del viaje en el suelo, haciéndose un hueco. Miró a ambos lados, con la expresión evidente de que esperaba que alguien se bajara del taburete para que ella pudiera sentarse.
Con una sonrisa, Mike se incorporó.
– Por favor- le indicó que aceptara su asiento.
– Gracias.
Como si no chorreara un río de lluvia sobre el suelo, se sentó y se echó para atrás el pelo. Cuando la camarera deslizó en su dirección lo que parecía un café irlandés, ella asintió con gesto altivo y bebió. Luego suspiró. Relajó un poco los hombros, como si acabara de quitarse el peso del mundo.
Después de un largo momento, pareció darse cuenta de que él seguía de pie a su lado. Los ojos de un azul oscuro eran distantes y evaluadores, en directo contraste con su cuerpo mojado, increíblemente exuberante y sexy.
– ¿No tienes gabardina? -preguntó, refiriéndose al hecho de que llevaba una blusa negra de seda de mangas largas y una falda del mismo color y tejido, ambas tan empa-padas que no podrían haber estado más ceñidas ni aunque se las hubiera pintado al cuerpo. Lo que debía haber sido un traje conservador se convertía en algo abiertamente erótico, en particular con un cuerpo que habría podido hacer que un hombre adulto se pusiera de rodillas y suplicara.
– Alguien me la robó en el aeropuerto -hizo una mueca-. Odio los aeropuertos. Digamos que este es un día que más vale olvidar.
No tenía el acento sureño de la gente que los rodeaba. Pensó que era otra viajera fuera de lugar, como él.
– Te sorprendió la tormenta, ¿verdad?
– Sí, y odio las sorpresas.
Su voz era tan distante como los ojos. Baja y levemente ronca. Pero, combinada con esas curvas femeninas, se convertía en una contradicción irresistible. Fuego y hielo. Dura pero sexy como mil demonios.
Aunque Mike había planeado beber solo una una cerveza antes de subir a su habitación a Dormir y prepararse para la semana agotadora que lo esperaba, no se movió. Y cuando el tipo que había a su espalda dejó libre el taburete, lo ocupó.
– No te molestes -dijo la mujer sin siquiera mirarlo mientras seguía bebiendo su copa con la vista clavada al frente.
Mike se puso cómodo, lo cual incluía sonreírle a la bonita camarera encargada de la barra.
– ¿Que no me moleste en qué?
– En tratar de seducirme.
Mike rio. Esa mujer era verdaderamente sexy como el infierno, deslumbrante como el pecado, fría, altiva y graciosa. Algo muy raro.
– ¿Y por qué haría algo así? -preguntó con inocencia, aunque una vez expresada la idea, no era capaz de pensar en otra cosa.
– ¿Por qué? Mmm: ¿Quizá porque tengo pechos? No sé -se encogió de hombros-. Supongo que es un desorden genético masculino.
– ¿Quieres decir que no puedo evitarlo? volvió a reír-. Desde luego, es una excusa conveniente.
En ese momento ella lo miró, con la sombra de una sonrisa en los labios. -Exacto. Siendo un hombre, no puedes evitarlo, eres un esclavo desvalido ante los anhelos de tu cuerpo. ¿Eso te ayudará a dormir esta noche?
– Oh, sí. Gracias -ladeó la cabeza y la observó. La copa la había hecho empezar a entrar en calor. Sus mejillas exhibían un cierto rubor, y cuando cruzó unas piernas bien torneadas, daban la impresión de estar secas-. Para serte sincero, no se me había pasado por la cabeza la idea de seducirte -recibió una mirada de íncredulidad-. En serio -alzó las manos en gesto de inocencia-. Antes de que llegaras, estaba a punto de subir a acostarme.
– No permitas que te detenga.
Pero lo hizo. Todo en ella lo paralizaba, y no era solo que los pezones se pegaran a la tela de la blusa o que la falda se ciñera a las caderas. No era que oliera de forma celestial y pecaminosa al mismo tiempo, que supiera instintivamente que la piel sería suave y cremosa y que necesitaba entrar en calor con sus manos y boca. No pudo expresar con precisión qué era lo que hacía que se quedara allí mirándola, fascinadlo por ella.
Todo en su país lo cautivaba, y disfrutaba estando de vuelta después de tanto tiempo lejos, incluso con el trabajo que lo esperaba. Necesitaba un entrenamiento extensivo, para la futura misión, un entrenamiento que lo mantendría ocupado noche y día hasta el despegue, al cabo de unos escasos cuatro meses.
Iba a estar lejos de su casa, aunque ya no sabía dónde estaba esta. Sus cuatro hermanos y él mantenían un contacto estrecho, pero también se hallaban diseminados por el globo en diversas ramas militares. Lo mismo su padre. Su madre, nacida en la Unión Soviética, había muerto cuando Mike, bautizado Mikhail por ella, era muy joven, razón por la que, probablemente, cuando se le presentó la oportunidad de ir a Rusia después de su paso por las Fuerzas Aéreas, la había aprovechado con la esperanza de comprender la herencia que había perdido. Le encantó la posibilidad de estar allí, de trabajar en el programa para cosmonautas y en el Centro Espacial Internacional. Era un estilo de vida que le gustaba, pero de pronto comprendió lo falto que había estado últimamente de compañía femenina.
Un relámpago descomunal hizo que el ruidoso bar guardara un momento de silencio colectivo. El trueno no tardó en seguir su estela y, tras otro instante de silencio aturdido, la sala recuperó su rugido apagado.
La mujer a su lado apartó la copa y suspiró. Tembló una vez y luego cruzó los brazos.
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