Tomasz Jedrowski - Nadar en la oscuridad

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Nadar en la oscuridad: краткое содержание, описание и аннотация

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En los años ochenta, 
Ludwik, un estudiante universitario polaco, inconformista y lector voraz, se ve obligado a asistir a un campamento de verano de agricultura. Allí conoce a 
Janusz, un chico atractivo y despreocupado por el que comienza a sentirse fascinado, aunque el temor no le permite bajar la guardia. Un encuentro fortuito junto al río los conduce a
una aventura intensa, excitante y absorbente. Aislados de la sociedad y sus restricciones, y unidos por un ejemplar ilegal de 
La habitación de Giovanni de James Baldwin, ambos se enamoran profundamente. Pero en el mundo real les espera
un país católico y comunista donde la pasión que comparten es inconcebible. El amor secreto entre los dos jóvenes se verá desafiado por sus 
diferencias ideológicas, en un esfuerzo por sobrevivir en un régimen al borde del colapso.

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—Entra, cariño —me dijo mi abuela cogiéndome del hombro—. Que está a punto de empezar.

—Pero Beniek…

—Debe de estar dentro —respondió seria. Sabía que estaba mintiendo. Me arrastró de la mano y me dejé llevar.

En la iglesia hacía fresco, y el órgano empezó a sonar mientras mi abuela me llevaba hacia Halina, una chica impasible con guantes de encaje y trenzas gruesas, y ambos avanzamos por el pasillo de la mano, en una procesión de parejas, niños y niñas juntos, todos vestidos de blanco. El padre Klaszewski se situó al frente y habló de nuestras almas, de nuestra inocencia y del comienzo de un viaje junto a Dios. El incienso, denso y pesado, hacía que me diera vueltas la cabeza. Por el rabillo del ojo vi los bancos llenos de familias y divisé a mi abuela, a sus hermanas y a mi madre, que me miraban con un orgullo tenso. Sentía la mano de Halina caliente y sudorosa en la mía, como un animalillo. Seguía sin haber ni rastro de Beniek. El padre Klaszewski abrió el sagrario y sacó un cuenco de plata lleno de hostias. La música se convirtió en truenos; el órgano sonaba con fuerza, como un lamento. Y, uno a uno, los chicos y chicas se iban acercando al padre Klaszewski para ponerse de rodillas mientras él les colocaba la hostia en la boca, en la lengua; y, uno a uno, se iban alejando y saliendo de la iglesia. La cola que tenía delante iba disminuyendo, y no tardó en llegar mi turno. Me arrodillé sobre la alfombra roja. Los dedos viejos del padre me colocaron la lámina en la lengua, seca en la humedad de mi boca. Me levanté y salí a la luz cegadora del sol, confundido y asustado, tragándome la mezcla amarga que tenía en la boca.

Al día siguiente fui a casa de Beniek y llamé a la puerta con una mano temblorosa. No conseguía que me dejaran de sudar las palmas. Unos instantes después, oí pasos al otro lado y se abrió la puerta. Apareció una mujer que no había visto nunca.

—¿Qué? —preguntó con brusquedad. Era corpulenta, con una cara que parecía papel gris arrugado. Le colgaba un cigarrillo de la boca.

Estaba desconcertado, y le pregunté, consciente de la futilidad de mi voz, si estaba Beniek. Se quitó el cigarrillo de la boca.

—¿Es que no ves el apellido en la puerta? —Golpeó el cuadradito que había junto al timbre: «KOWALSKI», decía en letras mayúsculas—. Esos judíos ya no viven aquí. ¿Te queda claro? —Sonaba como si estuviera regañando a un perro—. Y no vuelvas a molestarnos o mi marido te dará una paliza que no se te olvidará.

Me cerró la puerta en las narices.

Me quedé allí de pie, atónito. Después subí y bajé las escaleras corriendo, en busca del cartel de los Eisensztein en las puertas de los vecinos, llamando a los demás timbres, preguntándome si estaría en el edificio equivocado.

—Se han ido —susurró una voz a través de una puerta entreabierta. Era una señora que conocía de la iglesia.

—¿Adónde? —le pregunté reprimiendo la desesperación durante un instante.

Miró a un lado y al otro del rellano, como para ver si alguien nos estaba escuchando.

—A Israel —dijo en un susurro. Una palabra que no significaba nada para mí, aunque su sonido vibrante y ominoso me resultó inquietante.

—¿Cuándo van a volver?

La señora, aferrada a la puerta, sacudió la cabeza despacio.

—Será mejor que encuentres a otro chico con quien jugar, pequeño. —Asintió y cerró la puerta.

Me quedé de pie en el silencio del hueco de la escalera y sentí cómo brotaba el terror de mi ombligo, me ahogaba la garganta y me apretaba los ojos. Las lágrimas empezaron a recorrerme las mejillas como mantequilla derretida. Durante mucho tiempo, no sentí nada más que su calor.

¿Tuviste tú a alguien así, alguien a quien amaste en vano de joven? ¿Sentiste alguna vez algo parecido a la vergüenza que sentí yo? Siempre di por hecho que sí, que era imposible que fueras por la vida tan a la ligera como les hacías creer a los demás. Pero ahora empiezo a pensar que no todo el mundo sufre de la misma manera; que, de hecho, no todo el mundo sufre. O, al menos, no por las mismas cosas. Y, en cierto modo, eso es lo que ha hecho que lo nuestro fuera posible.

1Śmigus-Dyngus es una jornada de celebración en Polonia que tiene lugar el primer lunes después del Domingo de Resurrección. Tradicionalmente, los jóvenes tiraban cubos de agua a las chicas, y la que recibiera mayor cantidad de agua tendría más posibilidades de casarse. Como es de esperar, hoy en día esta costumbre está desapareciendo en las ciudades (N. de los T.).

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