Daniel Feierstein - Los dos demonios (recargados)

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Los dos demonios (recargados): краткое содержание, описание и аннотация

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La llamada «teoría de los dos demonios» surgió en los años setenta, se hizo fuerte en los ochenta con el regreso de la democracia y fue cuestionada a partir de los noventa. Esbozada en el famoso prólogo del Nunca más, consistía en condenar las dos «violencias» que habían convulsionado a la Argentina, un mismo demonio con dos caras: la violencia insurgente y la estatal. En el siglo XXI, resurge la teoría de los dos demonios, pero en una versión «recargada».
Daniel Feierstein recorre las características de estas nuevas interpretaciones y sus similitudes y diferencias con la versión original de la teoría de los dos demonios, pero también los errores no forzados y las respuestas fallidas del campo popular que facilitaron su emergencia y colaboran en su actual difusión y crecimiento. Este libro es un intento de alertar sobre un riesgo. Desde 1983 a la fecha, por primera vez existe la posibilidad de que se lleven a cabo retrocesos en las disputas por el sentido del pasado represivo. Feierstein destaca que estas disputas siempre tienen efectos en el presente, de ahí que revisar críticamente los modos de interpretar nuestro pasado se vuelve una obligación política y una herramienta fundamental para construir cualquier respuesta efectiva.

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23Véase, para un detalle de estas políticas, el artículo de Adriana Taboada, “Macrismo y derechos humanos. Hacia la impunidad y el negacionismo” en Tela de Juicio, publicación del Equipo de Asistencia Sociológica a Querellas, Buenos Aires, La Minga, núm. 2 (2017), pp. 19-34.

CAPÍTULO 2

Argumentos principales de la teoría de los dos demonios original y de su versión recargada

La novedad principal que trae la versión recargada de los dos demonios no radica tanto en esgrimir nuevos argumentos. En general, utiliza las mismas lógicas de la teoría de los dos demonios original. Sin embargo, no se trata de una simple repetición: aquellos viejos argumentos son usados en una nueva constelación de sentidos, que tiene intenciones distintas y genera otras consecuencias. Ese es el objetivo principal de este capítulo: identificar qué hay de distinto en las aparentes continuidades y qué de novedoso en aquello que parece siempre igual.

Los usos de la dualidad

Uno de los argumentos centrales de la teoría de los dos demonios es la exclusión de la sociedad del conflicto, que requiere para ello equiparar en tanto “violentas” a las prácticas de los actores del conflicto, opuestos a la “gente común”.

La versión original instalaba una dualidad (el terror de izquierda y el terror de derecha), pero buscando hacer un énfasis en la violencia estatal. La operación tenía como objetivo legitimar el juzgamiento de “ambas violencias”, exculpando a la “gente común”.

En la versión recargada, el objetivo de la dualidad es hacer visibles a las “víctimas negadas”, que serían aquellas que sufrieron la violencia insurgente, calificada errónea pero intencionalmente como “terrorista”. Esto es, el énfasis es inverso: no se centra en la violencia estatal, sino en la violencia insurgente.

Pese a que postulaba cierta equivalencia de responsabilidades, la versión original presentaba fundamentalmente los testimonios de sobrevivientes de la dictadura genocida o de familiares de desaparecidos, destacando la gravedad de los secuestros clandestinos, los campos de concentración, los vuelos de la muerte y las apropiaciones de menores. Aun cuando invisibilizara la identidad de las víctimas despolitizándolas y recurriera una y otra vez a la equiparación con la “otra violencia”, la carga afectiva y el espacio de escucha se direccionaba hacia quienes habían sufrido la violencia estatal.

Por el contrario, la versión recargada facilitó que se abriera la escucha empática y pública a los familiares de los militares condenados por violaciones sistemáticas de derechos humanos, a las víctimas colaterales o contingentes de acciones armadas, como un niño que recibió una bala perdida en un intento de asalto a un banco, una menor víctima de una bomba que buscaba ajusticiar a un torturador o un soldado abatido en un intento de toma de cuartel. En estos casos, la equiparación de víctimas busca redirigir la carga afectiva y la escucha a los sectores exactamente opuestos que en la versión original. Pero, además, poniendo de relieve a estas “otras víctimas”, se comienza a instalar cierta sospecha o desconfianza hacia las víctimas de la dictadura genocida, esas víctimas “primeras”: ¿serían realmente “víctimas”? ¿O son los responsables de la violencia que produjo estas “otras víctimas”, las “víctimas negadas”?

Esta diferencia no es menor y, aunque los argumentos parezcan los mismos que en los 80, el contexto y la intencionalidad son muy otros.

En los 80, la violencia insurgente estaba deslegitimada en el sentido común. En cambio, la violencia represiva estatal todavía no era un conocimiento socialmente aceptado y su condena no era explícita. Algunos sectores de la sociedad seguían pensando que la represión estatal había sido una herramienta legítima en la “lucha contra la subversión”. En ese contexto, la versión original de los dos demonios fomentaba la equiparación para iluminar y condenar la violencia represiva. De algún modo, esa equiparación hacía mucho menos costoso asumir una posición de condena a la violencia estatal.

Esto no quiere decir que hubiera engaño ni manipulación. Efectivamente Raúl Alfonsín, Ernesto Sabato y muchos de los cuadros políticos e intelectuales que diseñaron estas lógicas de explicación, así como algunos familiares de desaparecidos, Graciela Fernández Meijide entre ellos, habían condenado siempre la violencia insurgente, y al hacer esta equiparación, no traicionaban sus convicciones, no mentían ni engañaban. Pero es importante comprender que, más allá de esas posiciones personales, el objetivo central de la equiparación no era condenar a las organizaciones insurgentes, sino condenar la violencia estatal.

En los 90 se pudo avanzar en una crítica a los argumentos principales de la teoría de los dos demonios: la explicación de las acciones represivas como producto de una reacción excesiva, desmesurada y criminal ante la existencia de organizaciones armadas de izquierda y la equiparación que hacía entre dos usos profundamente diferentes de violencias. La violencia insurgente era una herramienta para transformar la realidad en un sentido de mayor igualdad, equidad o justicia, mientras que la violencia represiva se usaba para hacer más desigual e injusta la sociedad. También eran distintas las formas en que se ejercía dicha “violencia”. En su uso contrahegemónico o popular, la violencia insurgente era acotada y esporádica, mientras que en su uso hegemónico, el ejercicio de la violencia represiva era concentrado, vertical, autoritario y sistemático. Esta violencia represiva se articuló con una violencia genocida implementada a través de un sistema de campos de concentración y un proceso de aniquilamiento de masas de población. Estas transformaciones de sentido fueron conquistas fundamentales en la disputa por el sentido común y, sin dejar totalmente de lado la lógica de los dos demonios, pudieron correr los consensos hacia miradas más complejas y matizadas de los usos de la violencia y las implicaciones de distintos sectores sociales.

En la primera década del siglo xxi, momento de surgimiento de la versión recargada de los dos demonios, el sentido común ya había asumido la ilegitimidad de la violencia represiva. Esto no significaba, de ningún modo, unanimidad en la forma de entender el pasado. En ese repudio podían convivir versiones más o menos modificadas de la teoría de los dos demonios, que entendían la represión en términos de excesos, con visiones que interpretaban lo sucedido como un proyecto de quiebre de lazos sociales, conceptualizado como genocidio o como terrorismo de Estado.

La versión recargada apunta, precisamente, contra ese acuerdo básico que constituía un cierto límite social. Lo que busca es minimizar o relativizar la condena a la violencia represiva, intención que no existió en la versión original de los dos demonios. Para eso, apela a un rodeo: muestra y expone a las “otras víctimas” para señalar que entre las “supuestas víctimas del genocidio” anidan asesinos y que, entonces, no todo el accionar represivo estuvo mal.

Poner otra vez la violencia insurgente sobre la mesa no apunta a una discusión sobre estrategias o tácticas políticas en el presente (de hecho ninguna organización argentina ha planteado el uso de la violencia insurgente en el contexto de las dos primeras décadas del siglo xxi), sino tan solo a utilizar la dualidad para relegitimar la violencia represiva del pasado y, sobre todo, proyectar esa legitimidad al presente. Esto es que el objetivo estratégico del debate se vincula al intento de recomponer la legitimidad de la violencia represiva en un contexto actual en donde se la observa como necesaria, para enfrentar las posibles reacciones a un proyecto económico de fuerte redistribución regresiva del ingreso.

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