Ursula Le Guin - Los desposeídos

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Shevek, un físico brillante, originario de Antares, un planeta aislado y “anarquista”, decide emprender un insólito viaje al planeta madre Urras, en el que impera un extraño sistema llamado el “propietariado”. Shevek cree por encima de todo que los muros del odio, la desconfianza y las ideologías, que separan su planeta del resto del universo civilizado, deben ser derribados. En este contexto la autora explora algunos de los problemas de nuestro tiempo: la posición de la mujer en la estructura social, la complejidad de las relaciones humanas, los méritos y las promesas de las ideologías, las perspectivas del idealismo político en el mundo actual.

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Ursula K. Le Guin

Los desposeídos

1

Anarres / Urras

Había un muro. No parecía importante. Era un muro de piedras sin pulir, unidas por una tosca argamasa. Un adulto podía mirar por encima de él, y hasta un niño podía escalarlo. Allí donde atravesaba la carretera, en lugar de tener un portón degeneraba en mera geometría, una línea, una idea de frontera. Pero la idea era real. Era importante. A lo largo de siete generaciones no había habido en el mundo nada más importante que aquel muro.

Al igual que todos los muros era ambiguo, bifacético, Lo que había dentro, o fuera de él, dependía del lado en que uno se encontraba.

Visto desde uno de los lados, el muro cercaba un campo baldío de sesenta acres llamado el Puerto de Anarres. En el campo había un par de grandes grúas de puente, una pista para cohetes, tres almacenes, un cobertizo para camiones y un dormitorio: un edificio de aspecto sólido, sucio de hollín y sombrío; no tenía jardines ni niños. Bastaba mirarlo para saber que allí no vivía nadie, y que no estaba previsto que alguien se quedara allí mucho tiempo: en realidad era un sitio de cuarentena. El muro encerraba no sólo el campo de aterrizaje sino también las naves que descendían del espacio, y los hombres que llegaban a bordo de las naves, y los mundos de los que provenían, y el resto del universo. Encerraba el universo, dejando fuera a Anarres, libre.

Si se lo miraba desde el otro lado, el muro contenía a Anarres: el planeta entero estaba encerrado en él, un vasto campo-prisión, aislado de los otros mundos y los otros hombres, en cuarentena.

Un gentío se acercaba por el camino al campo de aterrizaje, y a la altura en que la carretera cruzaba al otro lado del muro se desbandaba en grupos de merodeadores.

La gente solía ir allí desde la cercana ciudad de Abbenay con la esperanza de ver una nave del espacio, o sólo el muro. Al fin y al cabo, aquél era el único muro-frontera en el mundo conocido. En ningún otro sitio podrían ver un letrero que dijese Entrada Prohibida. Los adolescentes, en particular, se sentían atraídos por él. Se encaramaban, se sentaban en lo alto del muro. Acaso hubiera una cuadrilla descargando cajas de los vagones, frente a los depósitos. Hasta podía haber un carguero en la pista. Los cargueros descendían sólo ocho veces al año, sin avisar a nadie excepto a los síndicos que trabajaban en el Puerto, y entonces, si los espectadores tenían la suerte de ver uno, al principio se alborotaban. Pero ellos estaban aquí, de este lado, y allá, lejos, en el otro extremo del campo, se posaba la nave: una torre negra y rechoncha en medio de un confuso ir y venir de grúas móviles. De pronto, una mujer se separaba de una de las cuadrillas que trabajaban junto a los almacenes y decía:

—Vamos a cerrar por hoy, hermanos.

Llevaba el brazal de Defensa, algo que se veía tan pocas veces como una nave del espacio, y esto causaba no poca conmoción. Pero el tono, aunque benévolo, parecía terminante. La mujer era la capataz de la cuadrilla, y si intentaran provocarla, los síndicos la respaldarían. De todos modos, no había nada digno de verse. Los extraños, los hombres de otro mundo, permanecían ocultos en la nave. No había espectáculo.

También para la cuadrilla de Defensa solía ser monótono el espectáculo. A veces la capataz deseaba que alguien intentase siquiera cruzar al otro lado del muro, que un tripulante extraño saltase de improviso de la nave, que algún chiquillo de Abbenay se escurriese a hurtadillas para examinar más de cerca el carguero. Pero eso no ocurría nunca. Nunca ocurría nada. Y cuando algo ocurrió la tomó desprevenida.

El capitán del carguero Alerta le dijo:

—¿Anda detrás de mi nave esa gentuza?

La capataz miró y vio que en efecto había un verdadero gentío alrededor del portón, cien personas o más: merodeando en pequeños grupos, como en las estaciones de los trenes de víveres durante la hambruna. La capataz se sobresaltó.

—No. Ellos, ah, protestan —dijo en su iótico lento y limitado—. Protestan, usted sabe… ¿Pasajero?

—¿Quiere decir que andan detrás del bastardo que se supone tenemos que llevar? ¿Es a él a quien tratan de impedirle la salida, o a nosotros?

La palabra «bastardo», intraducible a la lengua de la capataz, carecía de significado para ella, era uno entre otros términos extraños, pero no le gustaba nada como sonaba, ni la voz del capitán, ni el capitán.

—¿Puede en verdad arreglárselas sin mí? —le preguntó, cortante.

—Sí, qué demonios. Usted ocúpese de que baje el resto de la carga, de prisa. Y haga subir a bordo a ese pasajero bastardo. Ninguna chusma de odolunáticos nos va a crear problemas a nosotros. —Palmeó el objeto de metal que llevaba en el cinto, y que parecía un pene deformado, y miró con aire de superioridad ala mujer inerme.

La capataz echó una ojeada fría al objeto fálico; sabía que era un arma.

—La nave estará cargada a las catorce. Mantenga la tripulación segura a bordo. Despegue a las catorce y cuarenta. Si necesita ayuda, deje un mensaje grabado en el Control de Tierra.

Y echó a andar a grandes zancadas antes que el capitán tuviese tiempo de llamarla al orden. La cólera le daba fuerzas para exhortar con más energía a la cuadrilla y a la multitud.

—¡A ver, vosotros, si despejáis el camino! —dijo en tono perentorio cuando llegaba al muro—. Pronto pasarán los camiones, y habrá heridos. ¡Apartaos!

Los hombres y mujeres del gentío discutían con ella y entre ellos. Seguían atravesándose en el camino, y algunos pasaban al otro lado del muro. Aun así, el camino había quedado relativamente despejado. Si ella no sabía dominar un tumulto, ellos tampoco sabían cómo desencadenarlo. Eran miembros de una comunidad, no los elementos de una colectividad: no los movía un sentimiento de masas, y había allí tantas emociones como individuos. Incapaces de suponer que las órdenes pudieran ser arbitrarias, no tenían la práctica de la desobediencia. La inexperiencia de todos salvó la vida del pasajero.

Algunos habían ido a matar a un traidor. Otros a impedirle que partiese, o a gritarle insultos, o a verlo, pura y simplemente; y todos estos otros obstruyeron el corto trayecto de los asesinos. Ninguno tenía armas de fuego, aunque dos de ellos llevaban cuchillos. Para esta gente atacar significaba asalto cuerpo a cuerpo; querían apoderarse del traidor con sus propias manos. Suponían que llegaría custodiado, en un vehículo. Mientras trataban de inspeccionar un camión de mercancías y discutían con el enfurecido conductor, el hombre que buscaban llegó por la carretera, solo y a pie. Cuando lo reconocieron, ya estaba a mitad de camino, seguido por cinco síndicos de Defensa. Los que pretendían matarlo intentaron perseguirlo, demasiado tarde, y apedrearlo, no del todo demasiado tarde. Apenas consiguieron magullarle un hombro al traidor que buscaban, pero un pedrusco de dos libras de peso golpeó en la sien a un hombre de la cuadrilla de Defensa, matándolo en el acto.

Las escotillas de la nave se cerraron. Los hombres de Defensa regresaron llevándose con ellos al compañero muerto; no trataron de detener a los cabecillas del tumulto que se precipitaban hacia la nave, pero la capataz, blanca de furia y horror, los insultó y los maldijo cuando pasaron junto a ella a todo correr, procurando esquivarla. Una vez al pie de la nave, la vanguardia del tumulto se dispersó y se detuvo, irresoluta. El silencio de la nave, los movimientos espasmódicos de las grúas enormes y esqueléticas, el raro aspecto calcinado del suelo… Nada había allí que pareciera humano; todo los desconcertaba. Una ráfaga efe vapor o de gas que parecía provenir de algo conectado con la nave sobresaltó a algunos de los hombres; levantando las cabezas, observaron con inquietud allá arriba los túneles negros de los cohetes. Lejos, a través del campo, aulló la alarma de una sirena. Primero uno, luego otro, todos emprendieron el regreso hacia el portón. Nadie los detuvo. Al cabo de diez minutos el sendero había quedado despejado, la muchedumbre se había dispersado a lo largo del camino de Abbenay. Como si, en definitiva, no hubiese ocurrido nada.

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