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Ursula Le Guin: Los desposeídos

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Shevek, un físico brillante, originario de Antares, un planeta aislado y “anarquista”, decide emprender un insólito viaje al planeta madre Urras, en el que impera un extraño sistema llamado el “propietariado”. Shevek cree por encima de todo que los muros del odio, la desconfianza y las ideologías, que separan su planeta del resto del universo civilizado, deben ser derribados. En este contexto la autora explora algunos de los problemas de nuestro tiempo: la posición de la mujer en la estructura social, la complejidad de las relaciones humanas, los méritos y las promesas de las ideologías, las perspectivas del idealismo político en el mundo actual.

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En el interior del Alerta estaban ocurriendo muchas cosas. Puesto que el Control de Tierra había adelantado la hora del lanzamiento, era necesario acelerar las operaciones de rutina. El capitán había dado orden de que sujetaran con correas al pasajero, y lo encerraran en la cabina de la tripulación junto con el médico, para que no entorpecieran las maniobras. Allí, en la cabina, había una pantalla, y si así lo deseaban podían observar el despegue.

El pasajero miró. Vio el campo, y el muro alrededor del campo, y a lo lejos más allá del muro las laderas distantes del Ne Theras salpicadas de matorrales holum y de unas pocas y plateadas zarzalunas.

Las imágenes resplandecieron precipitándose pantalla abajo. El pasajero sintió que le empujaban el cráneo contra el cabezal almohadillado. Era como si lo estuvieran sometiendo a un examen odontológico, la cabeza apretada contra el sillón, la mandíbula abierta a la fuerza. No podía respirar, parecía enfermo y sentía que el miedo le aflojaba los intestinos. Todo su cuerpo gritaba a las fuerzas enormes que se habían apoderado de él: ¡Ahora no, todavía no, esperad!

Los ojos lo salvaron. Las cosas que ellos seguían viendo y transmitiendo lo arrancaron del autismo del terror. Porque en la pantalla apareció ahora una imagen extraña, una llanura pálida de piedra. Era el desierto visto desde las montañas por encima de Valle Grande. ¿Cómo había vuelto a Valle Grande? Trató de decirse que estaba en una aeronave. No, una astronave. El borde de la llanura relucía con el brillo de la luz en el agua, la luz sobre un mar distante. En aquellos desiertos no había agua. ¿Qué era, entonces, lo que estaba viendo? Ahora la llanura de piedra ya no era plana sino hueca, una enorme concavidad colmada de luz solar. Mientras la observaba, perplejo, la concavidad se hizo menos profunda, derramando luz. De pronto, una línea la cruzó, abstracta, geométrica, el perfecto sector de un círculo. Más allá de aquel arco todo era negrura. La negrura invertía el cuadro entero, lo hacía negativo. Lo real, la parte de piedra, ya no era cóncava, ya no estaba llena de luz: ahora era convexa, refractante, rechazaba la luz. No era una planicie ni una concavidad, sino una esfera, una bola de piedra, blanca, que caía, se desplomaba en las sombras: su propio mundo.

—No entiendo —dijo en voz alta.

Alguien le contestó. Por un momento no se dio cuenta de que la persona que estaba allí en pie junto al sillón le estaba hablando a él, contestándole, pues ya no entendía qué cosa era una respuesta. Sólo de algo tenía conciencia clara, de su propio y total aislamiento. El mundo acababa de hundirse, y él se había quedado solo.

Siempre había temido esto, más que a la muerte. Morir es perder la identidad y unirse al resto. Él había conservado la identidad y había perdido el resto.

Pudo por fin mirar al hombre que estaba junto a él. Por supuesto, era un extraño. De ahora en adelante sólo habría extraños. Le estaba hablando en una lengua extranjera: iótico. Las palabras tenían algún sentido. Todas las cosas pequeñas tenían sentido; sólo la totalidad no lo tenía. El hombre le estaba diciendo algo de las correas que lo sujetaban a la silla. Las palpó. La silla se enderezó de golpe, y él perdió el equilibrio, aturdido como estaba, y casi cayó fuera de la silla. El hombre seguía preguntando si habían herido a alguien. ¿De quién estaba hablando?

—¿Está seguro él de que no lo han herido?

En iótico la fórmula de cortesía para hablarle a alguien utilizaba la tercera persona. El hombre se refería a él, a él mismo. El no entendía qué podía haberlo herido; el hombre continuaba hablando, ahora a propósito de alguien que había arrojado piedras. Pero las piedras no aciertan nunca, pensó. Volvió a mirar la pantalla buscando la roca, la piedra pálida que se precipitaba en la oscuridad, pero ahora la pantalla estaba en blanco.

—Estoy bien —dijo por fin, al azar.

Al hombre no lo tranquilizó esa declaración.

—Por favor venga conmigo. Soy médico.

—Estoy bien.

—¡Por favor venga conmigo, doctor Shevek!

—Usted es el doctor —replicó Shevek luego de una pausa—. Yo no. Me llamo Shevek.

El médico, un hombre bajo, rubio y calvo, torció la cara, preocupado.

—Tendría que estar en la cabina, señor… peligro de infección; no puede estar en contacto con nadie más que conmigo, no por nada me he sometido a dos semanas de desinfección. ¡Dios maldiga a ese capitán! Por favor, venga usted conmigo, señor. Me harán responsable…

Shevek advirtió que el hombrecillo estaba agitado. No se sentía obligado de ningún modo, pero también aquí, donde se encontraba ahora, en una soledad absoluta, regía la única ley que siempre había acatado.

—Está bien —dijo, y se levantó.

Todavía se sentía mareado y le dolía el hombro derecho. Sabía que la nave tenía que estar en movimiento, pero la sensación era de quietud y silencio, un silencio terrible y completo, allá, detrás de las paredes. Fueron por unos corredores de metal, y el doctor lo guió hasta una cabina.

Era un cuarto muy pequeño, de paredes desnudas y estriadas. Shevek dio un paso atrás recordando un lugar del que no quería acordarse. Pero el doctor lo apremiaba, le imploraba; se adelantó otra vez y entró.

Se sentó en la cama-repisa, todavía mareado y aletargado, y miró al doctor sin curiosidad. Pensó que tendría que sentir curiosidad: nunca hasta ahora había visto a un urrasti. Pero estaba demasiado cansado. Hubiera querido recostarse, y echarse en seguida a dormir.

Había pasado en vela toda la noche anterior, revisando papeles. Tres días antes había enviado a Takver y las niñas a Paz y Abundancia, y desde entonces había estado ocupado, corriendo a la torre de radiocomunicaciones para enviar mensajes de último momento a la gente de Urras, discutiendo planes y posibilidades con Bedap y los otros. Durante todos aquellos días de ajetreo, desde que Takver se marchara, había tenido la impresión de que no era él quien hacía las cosas: las cosas lo nacían a él. Había estado en manos de otra gente. La voluntad no había actuado. No había tenido necesidad de actuar. La voluntad había estado en el comienzo, ella había creado este momento y las paredes que ahora lo rodeaban. ¿Hacía cuánto tiempo? Años. Cinco años atrás, en la silenciosa noche de Chakar allá en las montañas, cuando le había dicho a Takver:

—Iré a Abbenay y derruiré los muros.

Antes de eso aún, mucho antes, en La Polvareda, durante los años de la hambruna y la desesperación, cuando se había prometido que nunca más volvería a actuar, sino cuando él lo quisiera. Y luego de esa promesa él mismo se había traído aquí: a este momento intemporal, a este lugar sin tierra, a esta cabina diminuta, a esta prisión.

El doctor le había examinado el hombro magullado (aquel magullón era un misterio para Shevek: la tensión y la ansiedad no le habían permitido advertir lo que sucedía en el campo de aterrizaje; ni siquiera había sentido el golpe de la piedra). Ahora el médico se volvía hacia él esgrimiendo una jeringa hipodérmica.

—No quiero eso —dijo Shevek. Hablaba en un iótico lento, y como había podido comprobar en las conversaciones por radio, lo pronunciaba mal, pero la gramática era bastante correcta; le resultaba más difícil entenderlo que hablarlo.

—Una vacuna contra el sarampión —dijo el médico, profesionalmente sordo.

—No —dijo Shevek.

El doctor se mordió el labio un momento.

—¿Sabe usted qué es el sarampión, señor?

—No.

—Una enfermedad. Contagiosa. A menudo grave en los adultos. Ustedes no la tienen en Anarres; las medidas profilácticas la erradicaron cuando colonizaron el planeta. Es común en Urras. Podría matarlo. Lo mismo que otra docena de infecciones virales comunes. Usted no tiene resistencia. ¿No será zurdo, señor?

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