2) aquellos que fueron desaparecidos (esto es, secuestrados y mantenidos en centros clandestinos de detención, sin otorgar información sobre su paradero o asesinados, pero sus cuerpos fueron ocultados o destruidos en condiciones de clandestinidad, sin jamás brindar información sobre ello),
3) los presos políticos, esto es, aquellos que fueron detenidos legalmente y puestos a disposición del poder ejecutivo o de la justicia,
4) aquellos niños que fueron secuestrados de sus familias y apropiados por familias cercanas a los perpetradores o entregados ilegalmente en adopción, siendo que algunos pudieron ser identificados y la mayoría continúan viviendo con sus identidades adulteradas y sin conocer su origen ni tampoco permitir a sus familias conocer su paradero.
Dentro del grupo de las personas secuestradas y desaparecidas, existe un gran número que fue liberado (con el fin de generar terror en la sociedad, según la hipótesis más consistente para los propios sobrevivientes y para los investigadores) y otros que continúan desaparecidos hasta el día de hoy.
El prestigioso Equipo Argentino de Antropología Forense (eaaf) y otros equipos de trabajo similares han realizado un importante aporte en todos estos años al permitir el reconocimiento de algunos de los cuerpos enterrados clandestinamente o arrojados a ríos y mares y aparecidos en las costas y han logrado recuperar las identidades de un número importante de estos desaparecidos, que a partir de ello pueden ser contabilizados como asesinados.
A su vez, muchos de los desaparecidos que fueron liberados fueron reconocidos posteriormente como presos políticos, esto es, atravesaron dos de las categorías, algo bastante común.
Por último, y en gran parte debido al loable y persistente trabajo de las Abuelas de Plaza de Mayo y a la creación del Banco Nacional de Datos Genéticos, más de un centenar de niños que fueron apropiados han logrado conocer sus identidades y reunirse con sus familias. Es un proceso que continúa hasta el día de hoy y gracias al cual se siguen encontrando niños apropiados, hoy adultos.
Todo esto resulta más claro ahora, en 2018, luego de décadas de investigación. Durante la misma dictadura, cuando se llevaban a cabo las estimaciones de víctimas, muchos de los liberados continuaban desaparecidos y muchísimos casos no tenían denuncias (de hecho, veremos que sigue habiendo nuevas denuncias cada día, aún en 2018).
La estimación de 30 000 víctimas, por lo tanto, fue realizada a partir de suponer el número de casos aún no denunciados con base en el universo de denuncias con el que se contaba hacia fines de la década de los 70, tomando en cuenta el testimonio de algunos liberados de los campos de concentración, declaraciones de represores tanto públicas como en los propios centros de detención y otras fuentes documentales o testimoniales a las que se tuvo acceso en aquel momento, en las difíciles condiciones del exilio o la persecución interna.
La segunda aclaración que resulta relevante puntualizar es que ningún genocidio puede contar con un número definitivo de víctimas, ya que el subregistro y la subdenuncia son endémicos, tanto por la imposibilidad de lidiar con el trauma que implica el proceso de destrucción, el arrasamiento de familias completas que impidió que existiera quien pudiera dar cuenta de los hechos, el terror de los familiares, amigos o vecinos a que la denuncia reactualice la persecución, o cuando menos la estigmatización de la familia afectada (muy en especial en pueblos pequeños), las disputas dentro de los propios núcleos de origen a partir de la vergüenza que generaba en familias conservadoras la existencia de una desaparición o el involucramiento con organizaciones políticas insurgentes, la falta de confianza en el aparato estatal, entre otros motivos. Es así que no existe una lista de 6 000 000 de judíos asesinados en la Shoá, ni de 1 500 000 a 2 000 000 de armenios víctimas del ittihadismo turco, ni de los 3 000 000 de bengalíes que se estima asesinados en el genocidio implementado por Pakistán durante las luchas por la liberación en 1971, ni de los 2 000 000 de camboyanos aniquilados por el régimen del Khmer Rouge, ni de los 250 000 guatemaltecos asesinados entre 1954 y 1996 como parte de la Doctrina de Seguridad Nacional en aquel país, y así podríamos continuar con cualquier otro caso histórico. También que todas estas cifras suelen ser discutidas, aunque nunca nadie logró estimaciones más confiables que justificaran transformar esas primeras construcciones simbólicas.
Esto es, en los procesos genocidas solo se puede contar con estimaciones, que se construyen a partir de los números constatados de víctimas y los cálculos que se hacen sobre el porcentaje que este número constatado puede implicar en relación con el número total, que es siempre un número indeterminable.
En el caso argentino, la estimación de los 30 000 incluía a todos aquellos que habían pasado por el proceso de secuestro y desaparición (sin que pudiera saberse en esos años quiénes serían liberados o no), a los niños apropiados y también a quienes fueron directamente asesinados. No así a los presos políticos que, a menos que hubiesen pasado por un proceso previo de desaparición forzada (que fue bastante común), no eran incluidos en los cálculos. Ni tampoco, por supuesto, a los exiliados, insiliados o a los cesanteados.
A partir de esta aclaración, podemos concluir que la estimación de 30 000, realizada en las difíciles condiciones de la lucha contra la dictadura genocida y con pocos elementos, sigue pareciendo correcta al día de hoy como confiable y precisa en relación con aquello de lo que se quería dar cuenta: el conjunto de desaparecidos, asesinados, sobrevivientes y menores apropiados. Si se analizan las curvas de denuncias desde la dictadura hasta el presente y el posible agregado de los casos que continúan sin denuncia o que nunca serán conocidos, es posible que el número sea bastante cercano.
O, cuando menos y para decirlo con otras palabras, que con la información que se tiene en 2018 tanto a nivel oficial como por parte de los investigadores del tema no existen elementos que sugieran modificar ni cuestionar dicha cifra ni reemplazarla por otra que pueda aparecer como más confiable.
Vale demostrarlo con un ejemplo de estudio de caso, apelando a la información disponible y no a las especulaciones, distorsiones e infamias construidas por la versión recargada de la teoría de los dos demonios.
Un estudio de caso
Uno de los equipos de investigación que dirijo se encuentra trabajando a fondo sobre los procesos de denuncia en la provincia de Tucumán.3 En lo que hace a dicha provincia, el informe de la conadep del año 1984 tenía registradas 609 denuncias. A fines de 2016, el Área de Investigación de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación contaba con un total de 1005 denuncias con información verificada y completa (esto no incluye los casos incompletos o actualmente en proceso de trabajo y ha excluido todos los errores del listado original). Los casos registrados por nuestros equipos de investigación (que incluyen las denuncias investigadas en sede judicial) suman un total de 1202, que también refieren solo a aquellos verificados y completos, con lo cual siguen siendo cifras parciales en tanto hay otros centenares en proceso de verificación, tanto por parte de la Secretaría de Derechos Humanos como en nuestro propio proyecto.4 Esto es: a comienzos de 2017 se contaba con el doble de casos que en 1984 (siempre refiriendo a casos verificados, esto es, excluyendo todos los errores de listados previos). Esto contrasta con las estimaciones de los “críticos de los 30 000”, que se basan en los datos de 1984.5
Resulta enriquecedor observar también las características de los casos en función de los períodos de denuncia, porque de ellos pueden extraerse conclusiones sugerentes, en especial en relación con la última década.
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