LOS DOS FUNERALES DEL PRESIDENTE ALLENDE Autor: Jorge Donoso PachecoEditorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago, Chile. Fonos: 56-224153230, 56-224153208. info@editorialforja.cl www.editorialforja.cl www.elatico.clEdición electrónica: Sergio Cruz Ilustración de portada: Pintura “Presidente Allende entra en la historia” de Alberto Jerez Horta, exdiputado y exsenador. Primera edición: agosto, 2021. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.
Registro de Propiedad Intelectual: N° 2021-A-3340
ISBN: Nº 9789563385311
eISBN: Nº 9789563385328
Dedico este libro a la memoria de mis padres: Jacinto, comunista convencido, pero no militante; y a Elisa, católica devota y practicante, quienes fueron un ejemplo de personas que vivieron de acuerdo con sus principios y respetaron los ajenos.
PRÓLOGO
Contar la historia
Siempre es meritorio el empeño por contar la historia tan rigurosamente como sea posible, lo que implica estar dispuestos a encarar los hechos, se ajusten estos o no a una cierta narración o a un determinado esquema de interpretación. El trabajo de Jorge Donoso Pacheco en torno al entierro semisecreto del presidente Salvador Allende en 1973, y su funeral oficial en 1990, cuando fue despedido por el presidente Patricio Aylwin, es una valiosa contribución al esfuerzo por aportar nuevos antecedentes sobre un período tumultuoso de la vida de nuestro país sobre el cual queda mucho por investigar.
Optar por los hechos supone una voluntad orientada a conocer y comprender. También, un deseo de aprender de la historia, aunque esto no es sencillo, puesto que el eventual aprendizaje depende de múltiples factores, entre ellos el equipaje moral y cultural que lleva cada persona, su propia andadura vital y, ciertamente, las penas o alegrías asociadas a los hechos históricos. Y la tragedia del 73 y lo que vino a continuación ha sido, como bien sabemos, la fuente de muchas penas y muchos dolores.
El presidente Allende se quitó la vida poco después de que la Fuerza Aérea bombardeó La Moneda en la mañana del 11 de septiembre de 1973. Conocemos su emotivo discurso final transmitido por radio Magallanes, pero nunca sabremos qué ideas pasaron por su mente en aquellas horas dramáticas en que la violencia imponía sus términos, ni tampoco el sentido último que tuvo su decisión de salir al encuentro de la muerte. Nunca conoceremos el eventual ajuste de cuentas que él hizo consigo mismo en torno a sus casi tres años en la presidencia de la República. Solo podemos conjeturar que, en medio de La Moneda en llamas, debe haber repasado su trayectoria política dentro de la institucionalidad, como ministro, diputado, senador y presidente, y que debe haberle resultado abrumador ver cómo esa misma institucionalidad se venía al suelo de un modo que jamás imaginó.
En aquellas horas, quizás haya pensado, como todos lo hemos hecho alguna vez, en la fantasía de echar el reloj hacia atrás, y así tener la oportunidad de empezar de nuevo, corregir lo que se pueda, hacer ciertas cosas de otro modo, tomar decisiones que no tomó, y lograr otro final para su empeño político de tantos años. De haber sobrevivido, ¿hacia a dónde habrían apuntado sus reflexiones?, ¿qué les habría dicho a los jóvenes sobre las cosas sustantivas que es preciso tener en cuenta en la vida, y específicamente en las luchas políticas? Como sea, hay un dato crucial que los jóvenes de hoy no deberían perder de vista, y que contradice las lecturas acomodaticias que en estos mismos días se escuchan fuera de Chile: Allende no estuvo dispuesto a convertirse en dictador.
El golpe militar no solo puso fin al proyecto de la Unidad Popular, sino que significó también el aplastamiento del régimen democrático que se había consolidado en Chile desde comienzos de los años 30. Para nuestra desgracia, las pautas de civilización saltaron por los aires, las garantías individuales se convirtieron en cosa del pasado y miles de hombres y mujeres de izquierda sufrieron cárcel, tortura y muerte. No hubo guerra interna en Chile, como la dictadura trató de hacer creer en los primeros tiempos, sino represión inmisericorde. Las Fuerzas Armadas cargan con la ignominia del asesinato de prisioneros.
¿Cómo llegó el país a la dictadura? Es la pregunta que los historiadores no pueden esquivar. Pero tampoco deberían esquivarla quienes ocupan hoy posiciones de liderazgo en el Estado y la sociedad civil, en los partidos en particular, y que necesitan aprender de los graves errores cometidos por quienes ocupaban tales posiciones en aquel tiempo y no fueron capaces de detener la dinámica de polarización, miedo y odio que condujo a Chile al desastre.
Allende no se rindió ante los golpistas. Prefirió el camino del sacrificio, lo cual no puede sino inspirar respeto, más allá de cualquier consideración política o ideológica. Mostró coraje y dignidad en la hora final. Hasta sus adversarios tienen que reconocerlo. Su figura ha recibido homenajes en muchos puntos del planeta. Llevan su nombre muchas plazas y calles de diversas naciones.
Los dos funerales del presidente Allende son los hitos del hundimiento y el renacimiento de la democracia. Nos costó mucho recuperarla, y no podemos volver a perderla.
Sergio Muñoz Riveros
El rito funerario siempre ha sido algo importante a través de la historia y en las distintas civilizaciones. Desde la época de los neandertales el ser humano es la única especie que entierra a sus difuntos. Esta costumbre dice relación, por una parte, con acompañar a los familiares y deudos y, por la otra, con la necesidad de rendir homenaje a la persona fallecida. Pero también, según las creencias dominantes, con la posibilidad de una existencia que se prolonga más allá de la muerte. Asimismo, su realización es una forma de consuelo para los familiares, amigos, conocidos. Tratándose de una figura pública, las ceremonias de esta naturaleza constituyen, además, una forma de reconocer, agradecer y despedir a quienes fueron sus líderes. Por lo mismo, se puede decir que la realización de honras fúnebres es una costumbre tradicional en cualquier sociedad. No realizar una ceremonia de este tipo cuando fallece una persona puede significar, en ciertos casos y en algunas sociedades, un agravio para quien no es objeto de ella.
En India, hasta mediados del siglo XX, las viudas debían lanzarse a la pira y sus cuerpos eran consumidos junto a los restos de su marido muerto. Hasta ahora, los cadáveres son cremados y las cenizas arrojadas a algún río sagrado. En la antigua Roma, el cuerpo era mantenido durante varios días, una vez perfumado y arreglado con sus mejores trajes, en el vestíbulo de la casa mortuoria. En Atenas se hacía algo similar, pero instalándolo en el vestíbulo de la que había sido su casa; luego se hacía un solemne desfile hasta el lugar donde era enterrado el cuerpo, y en él participaban músicos, la viuda, familiares y amigos que lloraban la partida del difunto.
En Chile, una vez que la persona fallece la vestimos habitualmente con un traje formal y la depositamos en una urna que se mantiene en la casa, iglesia u otro lugar que determinen sus deudos, por aproximadamente veinticuatro horas, después de lo cual se realiza generalmente una ceremonia religiosa y un acto en el cementerio, donde se pronuncian discursos en honor del fallecido.
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