En el caso de un presidente de la República, este debe recibir lo que se llama un funeral de Estado, el que guarda relación con la dignidad y el reconocimiento que recibió de sus conciudadanos, al elegirlo para ejercer la máxima magistratura. Esto significa, entre otros elementos, velatorio en el edificio del Congreso Nacional u otro de similar jerarquía, la declaración de duelo oficial durante tres días, el izamiento del pabellón nacional a media asta en los edificios públicos, una misa en la Catedral de Santiago, celebrada por el nuncio apostólico y los obispos chilenos, y en el cementerio, previo a la sepultación, un acto en que participa su familia, los cercanos y las más altas autoridades del país. En el mismo acto, figuras representativas del quehacer nacional emiten discursos en su homenaje. Al mismo tiempo, numerosos seguidores concurren a darle el último adiós.
LOS FUNERALES
Primer funeral
El presidente Salvador Allende se suicidó luego de que fuera destituido por un cruento golpe de Estado, el 11 de septiembre de 1973. Los responsables de aquel hecho se vieron ante el dilema de qué hacer respecto de la sepultación de los restos mortales del depuesto primer mandatario. Ubicaron a su viuda, a través del –en ese momento– edecán aéreo de Allende, Roberto Sánchez, y la obligaron a buscar alguna sepultura donde efectuar sus funerales, lo más rápido posible. La familia Grove, que tenía vínculos de parentesco con el presidente, facilitó su mausoleo en el Cementerio Santa Inés de Viña del Mar, y allí se efectuó el entierro, dentro del mayor sigilo, exigido tanto a los familiares como a los funcionarios que participaron en ese breve acto. Ese fue el primer funeral del presidente Allende. Ni siquiera se admitió una placa que identificara su lugar de sepultación. Era difícil pensar que por las circunstancias en que se produjo el golpe, y por la odiosidad que manifestaban hacia el presidente, se le despidiera con un funeral de Estado, como le correspondía. Sin embargo, por lo menos resultaba esperable que hubiese el respeto mínimo hacia una persona fallecida en tan trágicas circunstancias.
En el sentido contrario, el día en que Patricio Aylwin asumió el mando de la nación, 11 de marzo de 1990, la ceremonia –tal como correspondía– se realizó en el salón de honor del Congreso Nacional, en su sede de Valparaíso. Dada esta circunstancia, algunos dirigentes y parlamentarios del Partido Socialista acordaron visitar la tumba del expresidente Salvador Allende, en el Cementerio Santa Inés, ubicado en la vecina ciudad de Viña del Mar. El ministro del Interior, Enrique Krauss, en conocimiento de esta iniciativa, le consultó al presidente Aylwin si le parecía apropiado que acompañara a ese grupo. El presidente, sin dudarlo, le respondió que le parecía muy bien que lo hiciera. Este fue el primer gesto público de acercamiento entre personeros de la Democracia Cristiana y el presidente Allende, del que fueron opositores, después de acceder al gobierno de la nación.
En abril de ese mismo año, Patricio Aylwin instruyó a su ministro Secretario General de Gobierno, Enrique Correa, que organizara el traslado de los restos mortales del presidente Allende al Cementerio General, en Santiago, con la finalidad de realizar el funeral que correspondía al rango y dignidad de presidente de la República, como era de plena justicia hacerlo. Este sería el segundo funeral de Salvador Allende.
El ministro Correa me llamó para que ejecutara, bajo su supervisión, la instrucción entregada por el presidente Aylwin. Sentí que era un honor y una gran responsabilidad participar en la preparación de este acto reparatorio a la memoria de Salvador Allende y un paso importante en nuestra reconciliación como país. Entre otras circunstancias, yo había sido un leal y firme opositor a su Gobierno.
Convinimos con el ministro Correa que la mejor fecha era el 4 de septiembre, pues correspondía a su elección como presidente de la República. Por lo demás, en esa época, la primavera estaría por llegar y era presumible que nos acompañaría un clima más benigno para un acto que se realizaría preferentemente al aire libre.
No recuerdo si se dijo explícitamente, pero yo lo entendí así sin que fuese necesaria explicación alguna, que era necesario realizar los preparativos con absoluta reserva hasta el momento en que el presidente Aylwin hiciera el anuncio. Por otra parte, era imprescindible cumplir a cabalidad con los requisitos legales para un traslado de este orden, sin descuidar ningún detalle.
En cumplimiento de este encargo debí abocarme a indagar acerca de las circunstancias que rodearon el primer funeral –si es que así puede llamarse– del presidente Allende. Desde los documentos oficiales emitidos en esa oportunidad –como el acta y certificado de defunción–, hasta el relato de quienes participaron en la sepultación, para comprobar, como hecho principal, que en la tumba de la familia Grove, en el cementerio de Santa Inés, había sido enterrado y aún permanecía allí el cuerpo del presidente Salvador Allende.
A esos hechos y los que me correspondió vivir en la preparación y el traslado de los restos mortales del presidente Allende se refiere el contenido del presente libro.
LA MUERTE DEL PRESIDENTE ALLENDE
El 11 de septiembre de 1973 se produjo al alzamiento de las FF.AA. contra el gobierno constitucional que encabezaba el presidente Salvador Allende. Para llevarlo a cabo, entre otras acciones, la más simbólica y brutal fue el bombardeo al Palacio de La Moneda, donde se encontraba el primer mandatario con algunos de sus colaboradores más cercanos, los que trataron de resistir con las escasas armas de que disponían, el ataque terrestre y aéreo que estaban sufriendo.
Llegado un momento, el presidente Allende advirtió que no había condiciones para seguir resistiendo y determinó que debían rendirse ante la abrumadora desigualdad que existía entre los atacantes y quienes estaban en el palacio presidencial.
En esas circunstancias, les pidió a todos que fueran saliendo ordenadamente y les dijo que él lo haría al final. Sin embargo, cuando el penúltimo ocupante de La Moneda comenzó el descenso por las escaleras, él se devolvió, se sentó en un sillón del salón O’Higgins, tomó la metralleta que le había regalado Fidel Castro, la apoyó en su barbilla y se disparó.
Uno de sus médicos personales, Patricio Guijón, que también se había devuelto para llevarle a su hijo una máscara antigases como recuerdo de tan infausto día, miró al interior del salón y vio cómo el cuerpo de Allende se alzaba por la fuerza del impacto de los proyectiles de la metralleta. El médico declaró: “Vi cuando voló la cabeza, los huesos y la masa encefálica. Él (Allende) estaba sentado en un sillón que estaba apoyado en la pared que mira a la calle, había un ventanal grande y estaba con la metralleta entre las manos y vi la explosión del cráneo” 1. En su declaración en el proceso judicial, el doctor Guijón agregó: “Por esas cosas mecánicas le tomé el pulso, pero no había nada que hacer. Me quedé junto al cadáver de Allende y, pasados unos veinte minutos, entran dos soldados, ante lo cual levanté mis manos” 2.
El suicidio de Allende creaba un problema a la recién instalada Junta de Gobierno. En primer lugar, debían realizarle una autopsia que diera cuenta de las circunstancias de su muerte, la que fue realizada en el Hospital Militar. Pero, luego, ¿qué hacer con el cuerpo?, ¿dónde sepultarlo?, ¿cómo avisar a sus familiares?, ¿qué tipo de funeral procedía realizar a un presidente de la República que había sido depuesto por ellos mismos?
Читать дальше