José Calvo Poyato - La España austera

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Desde la desaparición de las cartillas de racionamiento en 1952 hasta la muerte Franco en 1975 tuvo lugar el llamado «milagro español». Si a comienzos de los cincuenta el hambre no era solo un mal recuerdo, a mediados de los setenta los niveles de bienestar eran más que notables. Entre medias había surgido una amplia clase media como nunca antes en nuestra historia.
Desgraciadamente el enorme progreso económico no fue acompañado de las libertades públicas y los derechos ciudadanos, constreñidos por una dictadura no tan monolítica como a veces se ha dicho.
La España austera es un ameno acercamiento a la vida cotidiana de aquellos años: desde la vivienda, la alimentación, la higiene, la vestimenta y su extenuante aprovechamiento, hasta las distintas formas de ocio y descanso (vacaciones, futbol, televisión, cine, fiestas y celebraciones) pasando por la asfixiante moral, la enseñanza, el humor o el noviazgo y matrimonio de los españoles.
Todos estos cambios se produjeron al tiempo que el turismo se convertía en una importante fuente de divisas y en un disolvente de la mentalidad de los españoles que veían aparecer en su horizonte gris unos exóticos vecinos de los que llevaban décadas artificialmente separados.
Con su característico estilo divulgativo, José Calvo Poyato nos ofrece aquí una documentada mirada de la España de nuestros padres y abuelos, de los años que pusieron las bases imprescindibles de la prosperidad posterior.
Un puñado de imágenes poco conocidas complementan el retrato de ese cuarto de siglo que cambió España para siempre.

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También hubo anuncios promovidos desde las esferas del poder en los que se consideraba un derecho el ejercicio del voto. Uno de ellos, bajo el significativo epígrafe «El Estado tiene tomadas todas las precauciones», se señalaba:

Para que el libre ejercicio del voto no se vea expuesto a coacciones por parte de quienes sean, todos los españoles somos los guardianes de la libertad y la seguridad de cada español. Puedes votar libremente hoy, que nadie molestará tu deseo de cumplir con un deber [otra vez el deber] de buen español. Cualquiera que pretenda coaccionar la libre expresión del votante ya sabe que sobre él caerá todo el peso de la Ley.

El peso de la ley en aquella época hacía honor al adagio latino: lex dura, sed lex.

Cuando don Juan de Borbón tuvo conocimiento de la mencionada disposición que, lejos de reconocerle sus derechos dinásticos, dejaba la designación del sucesor del jefe del Estado, en calidad de rey o de regente, en manos de Franco, hizo público su rechazo a través del llamado Manifiesto de Estoril, en el que reclamaba sus derechos a la Corona. Ni que decir tiene que dicho manifiesto no se divulgó en España y que solo fue conocido en reducidos círculos monárquicos. El Régimen orquestó una campaña de desprestigio de don Juan, al que se denominaba despectivamente «el pretendiente», nombre que recibían quienes aspiraban a convertirse en novios de alguna moza con la que deseaba entablar lo que se denominaba entonces relaciones formales. Muchos años después de promulgada la ley, el dictador escogería a Juan Carlos de Borbón, hijo de don Juan, como su sucesor a la Jefatura del Estado, a título de rey. Una vez más, tardaron poco en circular numerosos chistes, principalmente promovidos por los falangistas, que ponían en cuestión las capacidades de Juan Carlos, al que se le otorgaba el título de príncipe.

El segundo de los referéndums del franquismo se celebraría casi veinte años más tarde. Fue en 1966, una vez concluidos los fastos —iniciados en 1964— de los ya mencionados Veinticinco Años de Paz. Algunos señalaban, con mucha socarronería, que a la paz de aquel cuarto de siglo habría de añadírsele el gran impulso que había recibido la ciencia ; con aquella combinación, los díscolos se referían al periodo como los veinticinco años de paciencia . Pero eso se decía en voz baja y solo en ambientes que se consideraban seguros, porque hasta comentarios de ese tenor podían tener consecuencias desagradables.

La que se sometió a referéndum en 1966 fue la Ley Orgánica del Estado, a la que el Régimen se refería como nueva constitución, considerando que la vieja estaba configurada por una serie de leyes aprobadas en los años anteriores, las conocidas como Leyes Fundamentales. En esa vieja constitución se señalaba que la española era una democracia orgánica. Ya se sabe lo que suele ocurrir a la democracia cuando se le coloca un adjetivo… Tal es el caso de las «democracias populares», expresión con que se enmascara en las dictaduras comunistas precisamente la falta de democracia. Y lo mismo ocurría en el franquismo con la democracia orgánica: era la manera de disfrazarla. En aquel referéndum, que se celebró el 14 de diciembre, podían votar los españoles mayores de veintiún años, sin distinción de sexos. El número de personas llamadas a las urnas fue de 21 301 540, casi cuatro millones más que en el celebrado veinte años antes.

Aquella ley actualizaba los poderes del dictador, al que la propaganda del Régimen exhibía como reclamo en los carteles para animar a la participación. Franco significaba la garantía de futuro para España y los españoles. Se presentaba ofreciendo una imagen de aperturismo del Régimen que no era tal. El Caudillo había mantenido hasta aquel momento su doble condición de jefe del Estado y presidente del Gobierno, cargos que con la nueva ley se separaban; la Presidencia recaería en la persona que Franco designara cuando lo considerase oportuno —de hecho, la ley se aprobó en 1966 y él mantuvo los dos cargos hasta que en 1973 nombró a Carrero Blanco presidente del Gobierno—; además, el nombramiento habría de ser ratificado por las Cortes, lo cual no constituía el más mínimo problema.

La citada Ley Orgánica reducía el número de integrantes del Consejo del Reino y en un tercio el número de procuradores en Cortes, que pasaban de ser 611 a 403, de los cuales apenas poco más de un centenar eran elegidos de forma directa: la inmensa mayoría de procuradores lo era en virtud del cargo que ostentaban o porque habían sido designados por Franco.

Tal vez, el detalle más llamativo de aquella ley que, pese a la propaganda del Régimen, mantenía todos los resortes del poder en manos de Franco, era lo que se denominó libertad religiosa. Lo que se entendía por tal, en un Estado que continuaba siendo confesional y donde la Iglesia católica gozaba de extraordinarios privilegios, era que desaparecían las graves restricciones que para celebrar sus cultos tenían los judíos y los protestantes. No sorprende que el año de este referéndum coincida con el final del Concilio Vaticano II, que planteaba reformas para la Iglesia que rompían una parte importante de los esquemas en que se había fundamentado el nacionalcatolicismo.

En el referéndum había que responder a la pregunta: «¿Aprueba el proyecto de Ley Orgánica del Estado?»

El número de votantes que acudieron a las urnas, según los datos proporcionados por el propio Régimen, fue de 18 913 637, lo que significaba una participación del 88,79 por ciento del censo —la cifra era similar a la registrada para el referéndum de 1947—. Los votos afirmativos para la aprobación de la ley fueron —siempre según los datos del Régimen— 18 130 612, es decir, cerca del 96 por ciento de la totalidad de los emitidos. Los votos en contra fueron 332 340, menos del 2 por ciento. En blanco votaron 440 687, algo menos del 2,5 por ciento.

La España que votaba el referéndum de 1966 tenía poco que ver con la que acudió a las urnas en 1947. A mediados de los años sesenta hacía una década que había concluido definitivamente el aislamiento internacional, con su ingreso en la ONU. España era un país que se había incorporado a la órbita occidental, aunque quedaban aún importantes organismos a los que tenía vetado el acceso por su condición de régimen dictatorial, por ejemplo, la OTAN o lo que por aquellas fechas se denominaba Mercado Común Europeo, al que todavía no se había sumado ningún país fuera de los que habían formado parte del club de fundadores.

En la España de 1947 —todavía sometida a las cartillas de racionamiento— el hambre era padecida por muchas familias, y la carencia de artículos de primera necesidad algo muy extendido. Por el contrario, veinte años después, la situación era muy diferente. El turismo era ya una realidad pujante y el número de extranjeros que nos visitaban, buscando las playas, el sol y los precios que España ofrecía y que resultaban extraordinariamente bajos para su capacidad adquisitiva, no paraba de crecer. La industrialización del país y la puesta en regadío de grandes extensiones hasta entonces dedicadas al secano eran realidades tangibles. La población urbana crecía de forma espectacular, en detrimento del mundo rural. La televisión, inexistente en la España de 1947, se había convertido ya en algo habitual en un gran número de hogares, y sus contenidos eran el tema de conversación que llenaba el ocio de los españoles, además del fútbol; en los programas que se estrenaban en la pequeña pantalla seguían predominado las series producidas en los Estados Unidos. A mediados de la década de los sesenta muchos españoles habían accedido a tener un coche propio, un utilitario, que se pagaba a plazos que terminaban haciéndose eternos. Muchos eran también propietarios de una vivienda, con los espacios muy limitados, pero de la que se ponderaba la comodidad que suponía disponer de cocina y cuarto de baño propios, frente a las antiguas casas de vecinos, donde la primera era compartida y el segundo inexistente. El Producto Interior Bruto crecía de forma extraordinaria y el Régimen hablaba, como ha habido ocasión de comentar, del milagro económico español. Tal denominación pretendía establecer el paralelismo con la espectacular reconstrucción de Alemania en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, proceso conocido, en efecto, como el «milagro económico alemán». Era la forma de referirse a la transformación que se vivía en la Alemania occidental, formalmente la República Federal de Alemania, porque la situación que arrastraban los alemanes instalados más allá del Telón de Acero que separaba al mundo occidental de los regímenes comunistas, sometidos a la égida de la Unión Soviética, era otra historia.

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