José Calvo Poyato - La España austera

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Desde la desaparición de las cartillas de racionamiento en 1952 hasta la muerte Franco en 1975 tuvo lugar el llamado «milagro español». Si a comienzos de los cincuenta el hambre no era solo un mal recuerdo, a mediados de los setenta los niveles de bienestar eran más que notables. Entre medias había surgido una amplia clase media como nunca antes en nuestra historia.
Desgraciadamente el enorme progreso económico no fue acompañado de las libertades públicas y los derechos ciudadanos, constreñidos por una dictadura no tan monolítica como a veces se ha dicho.
La España austera es un ameno acercamiento a la vida cotidiana de aquellos años: desde la vivienda, la alimentación, la higiene, la vestimenta y su extenuante aprovechamiento, hasta las distintas formas de ocio y descanso (vacaciones, futbol, televisión, cine, fiestas y celebraciones) pasando por la asfixiante moral, la enseñanza, el humor o el noviazgo y matrimonio de los españoles.
Todos estos cambios se produjeron al tiempo que el turismo se convertía en una importante fuente de divisas y en un disolvente de la mentalidad de los españoles que veían aparecer en su horizonte gris unos exóticos vecinos de los que llevaban décadas artificialmente separados.
Con su característico estilo divulgativo, José Calvo Poyato nos ofrece aquí una documentada mirada de la España de nuestros padres y abuelos, de los años que pusieron las bases imprescindibles de la prosperidad posterior.
Un puñado de imágenes poco conocidas complementan el retrato de ese cuarto de siglo que cambió España para siempre.

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7Álvaro de Laiglesia: La Codorniz sin jaula .

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Los referéndums franquistas

El franquismo no fue una estructura de poder monolítica que se mantuviera invariable a lo largo de sus casi cuarenta años de existencia. Comenzó a tomar forma a partir del primero de octubre de 1936, cuando, tras una reunión de generales celebrada en Burgos, Franco pasó a concentrar el poder en sus manos. Tanto poder que, en opinión de Paul Preston 1 , era incluso superior al que en su tiempo había tenido Felipe II.

Franco era jefe del Estado, por entonces media España, la que tenía su capital en Burgos. Era el presidente de un Gobierno que estaba integrado prácticamente por militares. Era el jefe del único partido político, la Falange Española y de las JONS, una curiosa miscelánea donde se integraban falangistas, miembros de las JONS (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista) creadas por Ramiro Ledesma Ramos y el partido tradicionalista, de abolengo carlista, los conocidos como requetés. Se le dio el nombre de caudillo, como a Hitler el de führer o a Mussolini el de duce . Era también quien, bajo la denominación de Generalísimo —curiosa palabra que venía a significar algo así como ‘general de generales’—, ostentaba el mando supremo del Ejército.

Sin embargo, esa concentración de autoridad en sus manos no permaneció inalterada en sus casi cuatro décadas de dictadura. Su poder fue adaptándose a las circunstancias del momento, tanto en el seno de los pilares que constituían la base principal del franquismo, la Falange, el Ejército, la Iglesia, la élite económica…, como en la forma en que se detentaba. Franco quiso que algunos de los cambios más significativos fueran aprobados mediante la convocatoria de referéndums, con los que buscaba arrogarse un barniz democrático de cara a la opinión pública internacional. Utilizó la fórmula en dos ocasiones: en 1947 y en 1966.

El primero de estos referéndums se celebró en los años más duros de la posguerra, cuando España se encontraba aislada internacionalmente. Eran los tiempos en que no quedaba resquicio de poder que no estuviera en sus manos. Se definía a España como una monarquía, a pesar de que no había rey y tampoco un regente que ejerciera en su nombre las funciones propias del monarca. En realidad, aunque sin título, el rey era el propio Franco. Eso hizo que con los monárquicos mantuviera una relación de amor odio verdaderamente llamativa. Estaban los que podrían denominarse monárquicos franquistas y los llamados monárquicos juanistas —que apoyaban la subida al trono de don Juan de Borbón y la renuncia de Franco a la Jefatura del Estado—, que rompieron con el dictador de forma definitiva cuando promulgó una ley orgánica denominada de Sucesión a la Jefatura del Estado, que le otorgaba el cargo de jefe del Estado con carácter vitalicio.

El Régimen se encargó de dejar muy claro que la monarquía no sería restaurada, lo que eliminaba la obligación de mantener la línea sucesoria que habría llevado al conde de Barcelona a convertirse en soberano, por ser el heredero más directo de Alfonso XIII; se instauraría, sí, pero ello dependía exclusivamente de la voluntad del propio Franco, que podía alterar, como de hecho lo hizo, la línea sucesoria de la familia real. Incluso podía designar como monarca a un miembro de alguna rama colateral de la dinastía. En algunos círculos se rumoreaba —el rumor suele ser compañero de la falta de libertades— que, incluso después de haber designado a Juan Carlos de Borbón como su sucesor, Franco tuvo la tentación de sustituirlo por su primo, Alfonso de Borbón Dampierre. Aunque, como tantas cosas de las que se decían, solo se trataba de un rumor.

El asunto que se sometía a referéndum en 1947 era la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, según la cual España quedaba formalmente constituida como un reino y un Estado confesional, cuya religión oficial era la católica. Dicho texto señalaba en el primero de sus artículos: «España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino». Asimismo, convertía en vitalicia la Jefatura del Estado en manos de Franco, al indicar que la misma «corresponde al Caudillo de España y de la Cruzada, Generalísimo de los Ejércitos, don Francisco Franco Bahamonde». Le investía de la prerrogativa de proponer a las Cortes, en el momento que él considerase oportuno, a la persona llamada a sucederle en dicho cargo. Sería a título de rey o de regente y también podría revocar el nombramiento si así lo deseaba:

En cualquier momento el Jefe del Estado podrá proponer a las Cortes la persona que estime deba ser llamada en su día a sucederle, a título de Rey o de Regente, con las condiciones exigidas por esta Ley, y podrá, asimismo, someter a la aprobación de aquéllas la revocación de la que hubiere propuesto, aunque ya hubiese sido aceptada por las Cortes.

Franco dispuso que aquel atropello legislativo fuese corroborado por unas Cortes en las que tenía representación en exclusiva el Movimiento Nacional en sus diferentes manifestaciones. Como no podía ser de otra manera, la cámara lo aprobó por unanimidad. Pero tratando de darle un barniz de legalidad democrática, decidió someter la propuesta a referéndum. Para el dictador era muy importante que esa consulta le proporcionara un espaldarazo incontestable, porque se celebraba en un contexto en el que, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, se había iniciado el aislamiento internacional del Régimen, se habían ido cerrando, una tras otra, las embajadas y se habían marchado las delegaciones diplomáticas acreditadas en Madrid.

El proyecto de ley se remitió a las Cortes el 28 de marzo de 1947 y su tramitación fue realizada con gran rapidez; se aprobó el 7 de junio y, sin pérdida de tiempo, se convocó un referéndum el 6 de julio de aquel año. Por primera vez desde antes de la Guerra Civil los españoles eran llamados a las urnas y, pese al alejamiento de la política que el Régimen había propiciado, se estimuló por todos los canales posibles la participación, que alcanzó el 88,6 por ciento, según los datos del Régimen.

A los votantes, los mayores de veintiún años, tanto hombres como mujeres —la mujer había votado por primera vez en España durante la Segunda República—, se les identificaba de una forma un tanto singular: a través de las cartillas de racionamiento que eran presentadas y selladas a la hora de votar. Esa es una de las razones que explican la elevada participación, porque se había dejado correr el rumor de que los propietarios de las cartillas que no estuvieran convenientemente selladas —evidencia de que habían cumplido con aquel deber patriótico— podrían tener problemas para recibir las raciones asignadas. El hambre era una cosa demasiado importante como para arriesgarse. Más sorprendente aún que el elevado porcentaje de participación fue el de los votos afirmativos, que se situó en el 93 por ciento y que algunos datos elevaban hasta el 94,7 por ciento. Corría el rumor de que en algunos municipios las autoridades locales habían logrado que tanto la participación como el apoyo a la ley fueran superiores al cien por cien, contundente evidencia de la unánime adhesión de sus conciudadanos al Régimen… Por aquellos días circuló algún chiste reproduciendo el texto del telegrama que algún alcalde habría puesto al Gobierno Civil de la provincia, confirmando, henchido de orgullo patriótico, que había votado más del cien por cien del vecindario y que los votos afirmativos superaban con creces el número de votantes. Cerraba sus palabras con el consabido: «¡Viva Franco! ¡Arriba España!».

La Iglesia animó desde el púlpito a que los fieles votasen. El cardenal primado, monseñor Pla y Daniel, hizo pública una pastoral alentando a cumplir con aquel sagrado deber. La pastoral del primado se publicó en los boletines diocesanos de todos los obispados de España. En ella se señalaba que era no solo un deber patriótico, también una obligación de buen cristiano acudir a las urnas. Estábamos en tiempo de muchos deberes y pocos derechos, justo al contrario de lo que se ha impuesto en la sociedad de nuestro tiempo.

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