En el Centro de Estudios Sociales (CES) de la Universidad de Coimbra, quiero expresar mis más sinceros agradecimientos a Antoni Aguiló y al profesor Boaventura de Sousa Santos por ampliar las fronteras del conocimiento y por animar e inspirar a tantos jóvenes académicos y activistas sociales a la lucha por y a través de las ideas. También agradezco a Alexandra Pereira, Maria José Carvalho y Acacio Machado, quienes me apoyaron durante mi estancia doctoral en Portugal.
Agradezco a Lía Zóttola por sus provocaciones emancipatorias. También a mis compañeros y amigos: Efrén Piña, Natalie Rodríguez, Carlos Torres, Martha Ospina y Olga Elena Jaramillo por compartir sus ideas, puntos de vista, sentimientos y emociones. Mi gratitud especial a Martha Lucía Márquez, quien hizo la lectura generosa de una versión preliminar de lo que hoy es este libro.
A mi familia colombiana, mi más profundo agradecimiento, por haber soportado durante cinco largos años las contrariedades provocadas al pretender descolonizar nuestra historia vallecaucana. Y a mi familia portuguesa, un reconocimiento especial por su entrañable aceptación y generosidad durante este proceso. A todos, gracias. Seguiremos haciendo caminos al andar.
El hombre más sabio que conocí en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalitos de una muerte cierta […]. Gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida solo porque el mundo era bonito… gente, y ese fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.
JOSÉ SARAMAGO
Al parecer, un régimen económico absolutista domina la cotidianidad de los habitantes del mundo. Años atrás, se imponían las dictaduras militares represivas y sus escuadrones de la muerte; hoy lo hace el autoritarismo del capitalismo con su paradigma de éxito, entendido como la acumulación excesiva de bienes materiales de consumo. A las personas se les valora y caracteriza como “clientes” por sus adquisiciones, antes que por sus legítimas responsabilidades, derechos civiles y políticos que les revisten como ciudadanos. Por fortuna, paralelo a este modelo de vida, existen otras formas de ser, estar y habitar que se enfrentan a la opresión y la alienación del modelo dominante; formas y valores de vidas construidas con principios propios, que cuestionan y desnaturalizan la explotación del hombre por el hombre, a partir de sus capacidades y su autonomía creativa.
El sistema capitalista y la noción utilitarista que lo caracteriza ha privilegiado la explotación extractiva del mercado, restringiendo las condiciones de sustentabilidad, así como los bienes intangibles y de arraigo que albergan los territorios como patrimonio social y cultural de quienes lo habitan. Incluso, el mismo sistema promueve la vulneración de derechos y condiciones mínimas para la preservación de la vida de territorios en conflicto por vía de las políticas públicas.
La configuración territorial, como totalidad, está conformada y dispuesta en relaciones de interdependencia entre recursos naturales —cuerpos y corrientes de agua, accidentes geográficos, la cobertura vegetal, el suelo, el subsuelo— y recursos materiales e inmateriales creados —vías y obras de infraestructura, asentamientos humanos, las formas comunitarias de vida, las organizaciones sociales, políticas, económicas, las expresiones, los patrimonios culturales— que se representan de manera parcial y fragmentada por medio de cartografías, imágenes, estadísticas, con la información disponible en el momento. Con ello, la vida social basa sus dinámicas en fuerzas productivas en diferentes escalas interrelacionadas en un mundo capitalista que delimita transformaciones, áreas, industrias, empleos, redes y que, a su vez, determina políticas públicas, desplazamientos de personas como fuerza productiva, rentas y productos, como si la representación parcial de la realidad fuera la realidad misma. Con ello, se ignora el carácter relacional que implica vivir en la imbricación de lo natural y lo creado.
Las relaciones de intercambio se establecen de manera asimétrica. De un lado se encuentran los productores industriales de tecnología y de capital, que explotan y exportan los recursos del sector primario; del otro, los campesinos, que cultivan para su consumo familiar y generan algunos excedentes que comercializan en el mercado local, promoviendo el trabajo comunitario y el cuidado de la biodiversidad. Este esquema se intensifica en el siglo XX, con la especialización de los territorios para la producción y para el comercio de mercancías. Los mercados se ensanchan, se renuevan las formas injustas de desigualdad y exclusión y se establecen relaciones de dominación y dependencia neocolonial. 1Las actividades humanas y sus formas mercantilizadas, que tienen como fin principal la acumulación de capital, transforman los territorios a tal velocidad y con tal profundidad, que se pone en riesgo la permanencia de la vida en el planeta.
Las opciones políticas y económicas basadas en la explotación y la extracción de recursos —renovables y no renovables— dan cuenta de una valoración y apropiación imprudentes, de una reducida comprensión del territorio, de su consecuente degradación ambiental y de una visión ambiciosa, ursurpadora, dirigida a la acumulación irresponsable. Cada vez más, los países productores de bienes primarios exportan materias primas e importan productos, ocasionando el empobrecimiento de sus comunidades e imposibilitando la recuperación de los recursos extraídos, al menos en el corto plazo. Estas transformaciones, motivadas por los intereses de acumulación de capital, han alterado la política, la economía y las condiciones ambientales del mundo.
El capitalismo, en sus diversos matices, ha incentivado la intensa búsqueda de nuevos productos y tecnologías, así como la difusión e imposición de estilos de vida y formas de expresión y comunicación para el beneficio humano. Sin embargo, el crecimiento y la acumulación excesiva han acarreado consecuencias devastadoras en los niveles ecológico, social y geopolítico. Con la vana esperanza de que “con dinero todo se compra”, se anulan las posibilidades de futuro; además, las crisis definidas en el capitalismo como “bajo crecimiento” albergan la falacia de producir riqueza para luchar contra la pobreza, ocultando así las inequidades distributivas y el agotamiento de los recursos. La noción de países en vías de desarrollo fomenta la explotación indiscriminada de la naturaleza, al tiempo que agudiza los daños ambientales y sociales, relegándolos al lugar más vulnerable del proceso de globalización. Los gobernantes de estos países continúan promoviendo y facilitando la inversión de empresas con fines extractivistas, ignorando las numerosas protestas y las acciones colectivas de orden local y global que reclaman frenar la explotación desproporcionada del sector primario y alertan sobre las amenazas a la biodiversidad. Ante las exigencias de líderes y organizaciones, la estrategia de los dirigentes políticos ha sido levantar cortinas de humo, para ocultar los impactos y el deterioro ambiental frente a la opinión pública, así como criminalizar y reprimir las protestas sociales en contra de las actividades extractivas.
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