Mourning Becomes Electra fue escrita en Francia durante un periodo de reconciliación y reposo. Esta vez su objetivo es, más que ambicioso, soberbio: escribir una trilogía trágica paralela a la Orestiada de Esquilo, con ambiente y personajes enteramente estadounidenses. Situada alrededor de la Guerra Civil, Mourning Becomes Electra nos cuenta la historia de autodestrucción de los Mannon, una vieja familia calvinista de Nueva Inglaterra. El principio de la trilogía tiene como antecedente dramático el conflicto entre Abe y David Mannon. Abe despojó a su hermano David de sus derechos por el crimen de enamorarse de una enfermera mitad canadiense, mitad indígena, y de conquistarla, ya que el propio Abe la deseaba también. Con ella David procreó un hijo, quien después se nos revelará como Adam Brant. David se suicidó y, para completar la purgación de los pecados, Abe Mannon destruyó por completo la mansión anterior y construyó una nueva. La historia de la casa de Atreo, una de las sagas de Grecia, se transparenta en este resumen de la trama. Homecoming es la tragedia de Ezra Mannon (nombre que juega sonoramente con el de Agamemnon). Como lo indica el título de esta primera parte de la trilogía, Ezra vuelve de la guerra para hallar la muerte a manos de su esposa Christine y de su amante, el bastardo de los Mannon, Adam Brant. Ezra y Christine tienen dos hijos, Lavinia y Orin —también militar yanqui que, por lo pronto, no se encuentra en el hogar—. Lavinia, prendada de los dos hombres a quienes Christine posee (su propio padre y su insospechado tío), sospecha de su madre —a quien aborrece pero de quien es prácticamente reflejo especular— y confirma sus temores en una confrontación con ella. O'Neill insiste en el parecido físico entre los personajes de esta familia fatal. La tragedia de Christine y Brant, The Hunted , hace presente al verdadero amor de Lavinia, su hermano Orin, quien se vuelve en su contra, traicionado en sus sentimientos edípicos cuando Lavinia le revela los secretos de su madre. Orin y Lavinia conspiran para acabar con los adúlteros y asesinos, y la venganza pronto se completa: Christine se suicida después de que Brant muere a manos de Orin. En The Haunted , la tercera obra, Orin, en el límite del desquiciamiento, no permitirá que Lavinia, más que nunca una imagen de su madre, evada su responsabilidad en las muertes. El deseo reprimido que Orin sentía por Christine se ve trasladado a la hermana, índice de la contranaturalidad en la que ambos se han sumergido. Lavinia intenta emerger de la ciénaga familiar mediante un apresurado proyecto de matrimonio, pero, luego del suicidio de Orin, convierte la casa en su propia cripta, cerrando puertas y postigos para siempre.
Dije antes que el intento es soberbio. El adjetivo pretende ser ambiguo. Como meta, una trilogía trágica estadounidense es un objetivo supremo. Más aún, la propuesta de la imagen familiar de extracción calvinista en el entorno de Nueva Inglaterra —una familia destruida, corrupta desde su interior, y un mundo determinista colapsado sobre sus premisas como correlato del estado histórico de la propia nación— es también una propuesta de altos vuelos. La elección del género trágico, la alusión temeraria, todo apunta a un proyecto superlativo, pero indica una actitud desproporcionada. En el intento de alcanzar la altura trágica, Mourning Becomes Electra se queda corta. Las quejas tradicionales de la crítica moderna hacia O'Neill (la crítica de su tiempo y de hasta hace algunas décadas creía que la pieza era una de las obras fundamentales de la literatura estadounidense en su totalidad) se convalidan holgadamente. La psicología de la obra resulta en extremo volátil y las más de las veces tiende a esconderse detrás del brillante diálogo de O'Neill, que, de manera típica, no resiste una segunda lectura sin desgastarse. La idea de convertir los rostros de los personajes en máscaras con objeto de resaltar la apariencia que cubre las personalidades reales en esta obra de hipocresías resulta un poco ingenua. No lo es tanto la idea de la semejanza física de los personajes para indicar la corrupta endogamia de la familia y su consecuente egoísmo. Los esfuerzos a fin de contrarrestar la demasiado anunciada descomposición espiritual de los Mannon por medio de promesas de nobleza y virtudes naufragan por debilidad intrínseca de las escenas o flaqueza de protagonistas y comparsas por igual, en brazos de elaboraciones dialogales o pretensiones poéticas y filosóficas. La caída de la casa de Mannon carga con una loza demasiado pesada en cuanto a su carácter alusivo: donde la trilogía de Esquilo es unidad de drama religioso y celebración civilizatoria, reconciliadora, Mourning Becomes Electra constituye un estadio anterior de carnicería irresuelta. Si la comparación parece injusta, lo es sólo en lo referente a que la dramaturgia resulta muy menor en el caso del autor moderno, no porque la obra moderna haya exigido la comparación desde su planteamiento. Por otra parte, aislada de la comparación, la obra de O'Neill, acierto en lo que respecta a su caracterización del mundo que rodea a los Mannon como índice destructivo, carece de la cohesión y altura trágicas para que esa imagen crezca más allá de sus límites precisamente como imagen y se vuelva experiencia trágica. Sin utilizar los terribles epítetos que le dedica, por ejemplo, George Steiner, 13 Mourning Becomes Electra se queda en la enunciación, enamorada de su propia superficie literaria.
Entre la retórica y la sustancia de O'Neill parece haber una disputa que, en sus proyectos más ambiciosos, se inclina en favor de la primera. En no pocos casos esa retórica se veía apoyada por un pensamiento fluctuante, demasiado nervioso para profundizar y lograr una perspectiva de mayor alcance. La intuición de Eugene O'Neill parece estar en un constante conflicto con los medios de expresión. O'Neill se distinguía por una gran percepción; captaba con agudeza un universo en desintegración, pero desafortunadamente cada una de las obras de su etapa media, en vez de concretar esa percepción en la forma dramática, da un giro adicional alrededor de su centro, como si eludiera algo. Los años veinte fueron la época de prosperidad de O'Neill. Para mediados de esa década, era un hombre de éxito y de dinero. Había cumplido prácticamente todos los sueños del mundo materialista y, cuando menos en las reseñas de su tiempo, todos los sueños del espíritu creador. Íntimamente, sin embargo, hay elementos para suponer que esa duda le quedaba. Llegada la Depresión, la época de carencias económicas más terrible que haya sufrido Estados Unidos, O'Neill dejó de estrenar obras y de publicar textos. Dio a conocer una pieza más en 1933: Ah, Wilderness! Tal vez la aclamación que recibió Mourning Becomes Electra algo tuvo que ver con el fin de los tiempos de la prosperidad y el desenfado. Quizá simbolice la última ocasión en que el ungido dramaturgo de Norteamérica habló con la pasión inmediata que sus espectadores podían soportar sin conmoción impropia. Pero luego, desde 1934 hasta 1946, O'Neill no estrenó ninguna obra. Aunque no dejó de escribir, sus proyectos tomaron carices nuevos e inesperados.
La Depresión atacó con una fuerza arrasadora. Eugene O'Neill, hombre de variables recursos, mismos que vería en algún momento acrecentarse, entre otras cosas, por el premio Nobel en 1936 y así también cíclicamente reducirse durante su vida, pasó esos años precarios en diversos retiros a lo largo y ancho del país: Georgia, el estado de Washington, California. En esa etapa de relativa calma personal —prefiero obviar las otras partes de la terrible biografía de O'Neill— se dedicó a escribir su proyecto pináculo; se trataba de un ciclo de obras destinadas a registrar la "historia espiritual" de Estados Unidos. De acuerdo con la memoria que de esos años hizo su tercera esposa, Carlotta, no cabe duda de que O'Neill trabajó en forma incesante, completando seis de las 11 obras planeadas. Poco antes de su muerte (irónicamente en un cuarto de hotel en Nueva York, misma situación en la que vino al mundo), O'Neill, con la ayuda de Carlotta, ya que su enfermedad de Parkinson estaba demasiado avanzada, destruyó todo rastro del ciclo, a excepción de una obra desproporcionada: A Touch of the Poet . No obstante, otras piezas acompañaron este esfuerzo y sobrevivieron. Son los mejores dramas de ese periodo, y de su carrera, las que escribió —según dice en una dedicatoria— "con lágrimas y sangre": 14 Long Day's Journey into Night (1941), A Moon for the Misbegotten (1945) y The Iceman Cometh (1946), que tratan de los años previos a su conversión en dramaturgo, en particular 1912.
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