Primera edición febrero de 2021
© 2020 Gustavo Tatis Guerra
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Bogotá D. C., Colombia
Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Ilustraciones
Daniel Fajardo
Diagramación
Jairo Toro Rubio
ISBN 978-958-30-6483-8
Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A.
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Quien solo actúa como impresor.
Impreso en Colombia - Printed in Colombia
A la memoria de Germán Mendoza Diago.
A Eulalia Pinedo y a Omega, que vivieron esta historia.
1
A mí también me gustan los gatos.
Pero a mi tía Lala, ¡ni se diga! Ella se vuelve loca con los animales.
Le gustan más que a mí.
No puede ver a un gato abandonado en la calle, porque, ¡ay! se va en lágrimas y se lo lleva para la casa. Y cada vez que llega con un nuevo gato, la abuela Mayo pone el grito en el cielo, y la cantaletea:
—¡Esto se está volviendo un zoológico! ¡No hay patio para tanto gato y tanto perro! ¡Ya lo que falta es que metas un gato más debajo de mi cama!
Bajo los palos de mango hay una casona de perros y otra de gatos que encontró en la calle. Tía Lala es como la mamá de esos perros y gatos: los cuida, les da de comer, los lleva donde el médico veterinario y les pone su propio apellido.
La abuela Mayo puso el grito en el cielo cuando vio al primer perro que alguien había dejado tirado en la bahía y las dos discutieron hasta las lágrimas, pero la tía no dio su brazo a torcer y se negó a que la chantajearan con un viaje o un regalo, a cambio de sacar los animales de la casa.
Tía Lala se puso tan triste por esa pelea que perdió el año, porque la mamá no quería un gato más, pero al final, le dejó hacer, en el patio, una casa para perros y gatos de la calle. La abuela decía que estaba compitiendo con una señora que tenía veinte perros y veinte gatos y dormía junto a ellos, en unos cartones enormes, a lo largo de dos aceras, en una calle del centro amurallado de Santos de Piedra.
La abuela creyó que, después de que ella terminara su bachillerato, se iba a olvidar de la idea de seguir recogiendo animales, pero han pasado los años y tía Lala vuelve a ser la niña que se pone a llorar si ve a un gato abandonado en la calle. A la bisabuela Delicia no le gustaban mucho los animales y a mi abuela Mayo tampoco, pero se fue acostumbrando y acabó por quererlos. Las dos terminaron siendo alcahuetas de un zoológico que empezó a crecer en el patio de la casa.
Mi abuela se convirtió en una alegre madrina de gatos y perros. Cuando llega el día del parto de las perras o las gatas, regalamos algunas de las criaturas a amigos, pero la tía está pendiente de las vacunas y de que se sientan bien tratados, como hijos o hijas, en las manos de quienes los adopten.
La abuela se puso enferma y mi tía dejó de llevar animales a casa en los últimos años. Ya no había cama para tanto gato. Luego de estudiar periodismo vivió fuera de Santos de Piedra, y yo, que era una niñita, me quedé cuidando a los perros y a los gatos que dejó mi tía, pero mis abuelos regalaron muchos entre sus amigos, cuando se enfermaron, y se quedaron con muy pocos, hasta que el patio albergó solo cinco perros, nueve gatos y una perrita que hace por mil. Años después, mi tía regresó a casa de sus padres y, más tarde, consiguió un apartamento frente al mar, donde no puede tener ningún gato ni perro. En Santos de Piedra, los gatos y los perros no tienen guarderías y menos una casa grande donde estén tranquilos. Su casa es la calle y nadie los quiere, me ha dicho mi tía.
El sábado, que vino a almorzar con nosotros y a darles vuelta a sus gatos y perros que ya no caben en el patio, nos contó que una gata callejera se metió en la empresa donde trabaja y ya empezó a tener otro dolor de cabeza.
—Cuéntamelo a mí —le digo a mi tía.
—Solo a ti, María José —contesta ella.
Soy su sobrina consentida.
2
Tía Lala dice que no sabe de dónde salió la gata. Se le apareció mientras caminaba a la oficina. Era como si la estuviera siguiendo.
La gata venía por la avenida, cerca del parqueadero del periódico donde ella trabaja, y le seguía los pasos, sin que la tía se diera cuenta. Cuando se volteó para mirar, la gata desapareció. Así, de pronto. Y ella siguió caminando y la volvió a ver después, durmiendo al lado de las llantas de un camión de la empresa. Entonces, le preguntó a Omega, uno de los conductores, de dónde había salido la gatita. Él dijo:
—Apareció ahí, junto a la llanta.
Y la tía le advirtió:
—Ten cuidado, Omega. La gatita está durmiendo debajo del camión.
Entonces Omega, que ya se iba a subir al vehículo, se acercó a la gatita y le dijo:
—Miss, Miss, quítate de la llanta.
La gata se había deslizado como una pelusa blancuzca con pintas negras, en el parqueadero, huyendo de la lluvia.
“Se estará muriendo de hambre”, fue lo que se le ocurrió pensar a Omega, al descubrirla en un parpadeo antes de subirse al camión.
—Pude haberte matado sin darme cuenta. —Y se le acercó como un papá tierno—: ¿De dónde saliste, gatita? Quítate de esa llanta, por favor —insistió.
La gata no se mosqueó, pero él siguió diciendo:
—¡Miss, Miss!
Pero ella no se movía. Abrió uno de sus ojos, tal vez molesta por ese nombre tan simple, que parecía un silbido. No respondió al llamado de Miss, porque ese no era su nombre. Y Miau, menos. Si Miss era como un silbido, Miau fue una ofensa total. Era como si le tiraran a la cara un balde de agua sucia. Le parecía horrible oír “miss” y “miau”. Ella se hacía la sorda.
—¡Qué falta de consideración para una gatita! —afirmó mi tía.
Omega buscó el nombre más sencillo y sonoro, y se le ocurrió al mirar las llantas de su camión: Michelín. Y cuando Omega la llamó de esa manera, la gata sacudió las orejas. Omega volvió a llamarla:
—¡Michelín!
Y ella se volteó a mirarlo a los ojos. Se estiró y volvió a su pereza, sin dejar de verlo. Omega notó que era una gata muy bonita, que tenía unos ojos amarillos como luciérnagas que alumbran en la oscuridad. Ella lo observó de pies a cabeza.
—Los gatos escanean con sus ojos a todos los que ven —explicó la tía Lala.
Lo reparó sin escuchar su voz. Y Omega le estiró sus manos:
—Ven acá, nenita. —Y cuando ya la tuvo entre sus brazos, le acarició la cabeza y agregó—: Michelín, no seas una gata terca y no vuelvas a dormir al lado de las llantas. ¡Pueden aplastarte!
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